jueves, 22 de noviembre de 2012

En este abismado limbo




(Había cerrado este blog hasta enero, pero la actualidad, esa insaciable pizpireta…)

  
                                                                      La realidad no me necesita.
      Pessoa  


       La actualidad me traga, pero no me digiere,
       me vomita.
                J. Tamargo


Todos debíamos sabernos necesarios. Todos lo somos en alguna medida. Puede que la realidad no nos necesite, que la actualidad nos vomite, pero ¿qué sería de la Imagen sin nosotros? ¿Y de Dios, su costilla favorita? “…de que Dios sea Dios soy yo una de las causas”, decía Eckhart. “¡Qué sería tu felicidad, radiante astro, si no tuvieses aquellos para los que brillas!”, decía Nietzsche. Todos somos necesarios, seguro, aunque sólo sea para que la Imagen disponga de una diversa y memoriosa incubadora, para que pueda seguir practicando la milagrera acupuntura en el seboso cuerpo que la sustenta y despide, para que calme la sed en la sucia garganta que la dice. Sí, todos somos necesarios, pero es recomendable que representemos en la Obra un papel que nos creamos. Si confundimos nuestro papel, si no atinamos a elegir bien entre actor, coro, corifeo o público, si practicamos un perenne transfuguismo entre estos roles, podemos resultar no sólo innecesarios, sino también inconvenientes, nocivos. ¿Y dónde deben colocarse los intelectuales? ¿Deben pagar la entrada al magnífico espectáculo? Ah, ¿quién le pone el cascabel al gato? No lo sé. Si supiera cosas como ésas, qué digo, si sólo pretendiera saberlas resultaría peligroso. No conozco el lugar idóneo para tan complicada curia. Tampoco sé si deben o no pagar la entrada. Pero si sé dónde me coloco yo, y, de momento, nunca pagué nada por un sitio tan mío. Tras la escena, en un rincón oculto y posterior, huroneando en la tramoya, observando el trasiego de las máscaras, leyendo el registro de éxitos y tomatadas, trabajando para que el arconte que lo representa no pueda arrebatar a Dionisos su tirso y reducirlo a vara, para que el público sepa que no tiene más que teatro donde ejercer su condición humana, para que los fabuladores entiendan que son un vehículo de humanidad imprescindible, para que cada discurso del corifeo, cierre tragedia o "comedia", no termine siendo una simple y sonora enmienda al simulacro, en pos de una verdad acolchada, cual cómodo cojín para las pomposas nalgas del acechante y come-bolas magistrado; trabajando, sí, para que cada aplauso reclame su eco, y cada eco alcance su intangible pero gallarda sustancia, su asible forma.                                     

Pero claro, en este cubículo se trabaja solo. No hay aquí ni una luz cegadora ni una amable penumbra. En este sitio, el único por el que no se paga, cada hallazgo es un trozo de oscuridad violentada, un flash que desnuda al numen para nombrarlo y, a cambio de nada, entregarlo descifrado al respetable. Ah, cómo fulgen en la orquesta las túnicas, cómo suenan los altavoces de esos pavos reales que se colocaron entre los actores y se inclinan ante el arconte; cómo emocionan en el graderío la indumentaria embarrada y el abundante manoteo de aquellos simuladores que, con guión alternativo, penetraron al público para solazarse entre desnortados y ruidosos olifantes. Qué lugares tan preciados, qué caros. En ellos, cada representación es aval, caricia, ovacionado arribo a una gloria minutada. Desde mi cubículo los veo. Aprendí a aceptarlos. Tiene que haber de todo, todos somos necesarios, me repito… Pero no resulto cómodo para ellos. En todas las Dionisíacas tocan a mi puerta con la misma cantinela: “A vivir que son dos días y uno está lloviendo... Si das tu donativo a nuestra causa, te hacemos un hueco en la actualidad, para que cantes o manotees, para que seas”. Pero si no les hago falta para nada. ¿Qué puede aportar a tan urgentes empeños, alguien que persigue sedimentos de historia en los archivos más recónditos del teatro, para buscar las causas profundas que explican la programación de cada temporada?  Si a mi la actualidad me traga, pero no me digiere, me vomita, les digo. Si habito un limbo inmune a las urgencias, ajeno a las autopistas y sus peajes, añado. Se enfadan. Los limbos son ámbitos de difícil comprensión para quienes pretenden cielos de usar y tirar, que duren escasamente lo que reverbera una leve palmadita. Mas ya se sabe, tiene que haber de todo. También limbos para aquellos vomitados por la actualidad. También algunos despistados que no se (con) centren en lo que todavía no ha precipitado, y mucho menos sedimentado hasta crear una costra sugerente, con solera bastante para exigir al tiempo una imaginaria, higiénica y compasiva pausa.

Y dirán algunos: “Ah, qué falta de compromiso con el corre-corre, con lo que tienes delante urgido de un título que valide su fuga, su paso por la nada”. Pero si ya hay muchos que lo hacen, que además poseen una notoriedad suficientemente inductiva como para influir en escena y graderío, para satisfacer a unos y otros con su comida rápida, con su “menú del día”. ¿Por qué íbamos todos a ocuparnos de lo mismo? No. Creo sinceramente en lo que hago. Son míos el limbo y el cubículo, y desde ellos, aunque pocos me atiendan, para todos trabajo. Alguien tiene que sugerir, al margen del guión, el posible origen de la trama, la posible explicación de su sostenido ardor. Alguien tiene que intentar unir el éxodo del estreno con el prólogo de la última función. Alguien tiene que alejarse de la contingente bulla que acompaña a la versión albricia, para escuchar el eco sereno de sus antecesoras… Eso hacemos algunos descarriados en cubículos muchas veces ignotos, en limbos casi siempre abismados, rodeados de tercos peligros. Por eso, amigos y lectores, si leen mi nombre en el pórtico o la trasera de alguna caravana que acarree festinadas urgencias, si leen mi nombre en alguna pancarta esgrimida alegremente en la grada o en la escena de la obra que hoy se representa, pregúntense qué pudo suceder, porque seguramente la actualidad, en casos como ése, pudo haberme digerido por error, no haberme devuelto equivocada. Y aunque el mismo poeta citado al inicio escribió “...no precisan de fieles/ quienes de sí lo han sido”, espero que los “cuatro” que me siguen, que me creen, sólo lean mi nombre donde conmigo se lee. 


         
 

lunes, 5 de noviembre de 2012

Un pliegue para la pausa y un poema





Queridos lectores, debo cerrar el blog hasta enero de 2013. Cada año utilizo el tiempo libre que puedo arrancar a su recta final para escribir. Así que en noviembre y diciembre estaré muy ocupado con un poemario. A lo largo de 2012 me sentí muy bien compartiendo algunos textos en este formato. Estoy cada vez más cómodo haciéndolo y lo encuentro cada vez más útil. Por un lado, me permite intercambiar ideas con ustedes, y por otro, me mantiene más cercano a la escritura en períodos en los que normalmente no lo estaba tanto. Así que, si lo desean, nos volvemos a encontrar aquí el próximo enero. Que pasen felices días. Que Dionisos no los olvide, que los bendiga con su indómito tirso y los ilumine para la fiesta. Que los mantenga vivos y alejados del tedio, ese monstruo exquisito que tanto deploraba Baudelaire. ¿Recuerdan aquellos versos suyos?

¡Es el Hastío! ––El ojo lleno de involuntario
llanto, sueña cadalsos, mientras fuma su pipa.
Lector, tú ya conoces a ese monstruo exquisito,
¡Mi semejante, ––hipócrita lector,–– hermano mío!
             
Lo dicho, que pasen buen fin de año, que nos reencontremos aquí en enero. Me despido con un poema. Ojalá les agrade. La imagen del encabezamiento la diseñé especialmente para esta entrada.

  

El mundo no es tan grande


Patriarcas de los muros,
sigilosos albaceas de los cultos,
sumos sacerdotes del latín, el árabe,
el yoruba, el sánscrito, el hebreo;
¿cómo creen que podrán abatir
la humedad de un beso trasatlántico?
¿dónde esconderán la momia inmaculada
para que escape a la avidez del gusano
que infecta el ojo insomne del satélite
y la lente avara del microscopio atómico?
¿cómo evitarán que muérdago y orquídea
fundan su hambre en los ahítos capilares
del único tronco que admite parásito?
¿qué mascarillas antepondrán
a la rabiosa fuerza contaminante
del todopoderoso a-de-ene?
¿cómo parcelarán el aire y enlatarán la luz
para un consumo selectivo y controlado?
Y finalmente ¿cómo explicarán a sus dioses
que empeñaron su palabra para nada?

Patriarcas de los muros,
entre sus súbditos, tomen el pulso a los niños, relean
las imágenes menos espumosas de los poetas,
las agendas secretas de los embajadores,
los ajados pasaportes de sus amantes,
las declaraciones fiscales de los deportistas,
los historiales médicos de las meretrices,
las listas de contactos de las azafatas,
las oraciones diarias de los mercaderes... y después,
estudien de nuevo el mapa de sus dioses.
Podrán comprobar entonces lo pueril
de tanto deslinde sacro.

De todas formas, y a pesar de ustedes,
algunos ya sabemos que el eco de un abrazo
viaja más rápido y tiene más alcance
que el retumbar de un tsunami;
y que, también a pesar de ustedes,
el mundo no es tan grande.


domingo, 21 de octubre de 2012

Nada hiede peor que el lirio enfermo





Aunque este blog se interesa especialmente por la imagen en literatura, más aún en poesía, no renuncia (¿por qué iba a hacerlo?) a detenerse en otras manifestaciones artísticas donde la imagen obra igualmente poderosa más allá de las obvias particularidades que, en cuanto a lenguaje, existan en cada caso. Hoy hablaré un poco sobre la imagen en arquitectura, mientras hago una crítica al edificio construido hace unos años en el centro histórico de Zamora para albergar el Consejo Consultivo de Castilla y León. Dos cosas debo adelantar: 1. Me presenté en equipo con otros tres arquitectos al concurso que se convocó en su momento para proyectar este edificio. 2. Aprecio mucho la trayectoria del arquitecto Alberto Campo Baeza, autor del proyecto ganador del citado concurso. Espero que pasados varios años de aquel evento, y dado mi respeto por el grueso de la obra del referido arquitecto, sea capaz de hacer una crítica medianamente objetiva, si es que esto es posible, claro, porque pocas cosas hay más subjetivas que la crítica. ¿Y por qué ahora? Pues por eso, porque ha pasado tiempo suficiente para templar el juicio, y porque ayer uno de los arquitectos que participó conmigo en el referido concurso, José María Canteli, me envió un artículo firmado por Elena Minguela que se muestra muy generoso con la obra en cuestión. Leyendo ese artículo y sopesando sus argumentos, que por supuesto no apruebo, entendí que debía compartir con mis lectores unos criterios bien distintos dirigidos a verter algo de luz sobre la más elemental lectura de la imagen en la obra arquitectónica.

Pocas manifestaciones artísticas suponen un soporte tan “eficaz” para la imagen como la arquitectura, porque pocas tienen una capacidad tan grande para sustanciar símbolo. Buena parte de la prehistoria del hombre, y también de su historia, nos llegan escritas en piedra, simbólicamente sujetas al lenguaje arquitectónico, sea éste vernáculo o académico. Desde la caverna hasta el templo, todos los espacios del hombre, y claro, los elementos que los determinan y caracterizan, han funcionado como eficaces "pergaminos" para explicarlo, como soportes ideales para consolidar imagen, para construir humanidad. En una entrada anterior hablé de las diferencias que existen entre la imagen en arquitectura y la imagen en poesía o música. Entonces explicaba, entre otras cosas, que la imagen arquitectónica en general necesita cerrar sobre sí misma, concretarse en acto mucho más que las otras. Ciertamente así es. No sólo por la obvia y estricta dependencia que tiene la arquitectura con relación a la materia, sino porque además es un vehículo ideal para prolongar en el tiempo una idea supuestamente alcanzada, “petrificada”, elevada a la categoría de símbolo. Si sumamos esto a la absoluta imposibilidad que tenemos de evitar la arquitectura, (porque podemos evitar la música, la poesía, el teatro, etc, pero no la arquitectura que nos acompaña, nos envuelve estemos donde estemos) entenderemos la importancia que tiene saber leerla, descodificarla, ya no sólo en lo que respecta a los detalles de su lenguaje o vocabulario, que también, sino, y especialmente, en lo que respecta al ineludible poderío simbólico de su discurso, sea éste más o menos transparente o críptico. 

Pero vayamos al edifico de Campo Baeza para el Consejo Consultivo de Castilla y León en Zamora, cuyas fotos encabezan este texto. Les propongo hacer ahora, en la medida de lo posible, un ejercicio de análisis que evite la tiranía del gusto. Les propongo que intentemos olvidar ahora si somos más o menos tradicionales, más o menos propensos a las vanguardias; olvidar, por ejemplo, si preferimos que los centros históricos de las ciudades sean o no conservados desde una óptica más o menos abierta a nuevas inserciones, a discursos arquitectónicos innovadores. Este texto no pretende ir por ahí. Centrémonos en analizar el edificio desde el ángulo que más importa, su propuesta simbólica, la capacidad que tiene la imagen en él para emitir, condensados y purgados, graves “mensajes pétreos”.

Resulta que en pleno centro de Zamora, junto a su catedral, en una parcela ocupada anteriormente por un edificio residencial-religioso que se abría directamente a tres calles distintas, e indirectamente, a través de un jardín privado, hacia la propia plaza de la catedral, Campo Baeza levanta un nuevo edificio para el Consejo Consultivo de Castilla y León, que se cierra a cal y canto en todo su perímetro con un muro aplacado en piedra, totalmente ciego y con más de seis metros de altura. Levanta una suerte de muralla para abstraer sin medias tintas el interior del exterior y viceversa. Luego, dentro de ese espacio abstraído del entorno urbano, construye una caja de cristal que alberga las funciones necesarias. El edificio nos dice alto y claro varias cosas:

-          No me interesa dialogar con la ciudad. No estoy en ella… o sí, pero accidentalmente.

-          Este espacio delimitado ya no es de la ciudad, alberga una función que precisa abstraerse del entorno urbano, más aún, tal entorno le es ajeno, extraño.

-          No quiero que se pueda ni siquiera intuir qué pasa adentro.

-          Desde adentro no es necesario estar al tanto de lo que ocurre afuera. Es contraproducente hacerlo.

-          Desde adentro se participa de un ámbito exterior cerrado que genero exclusivamente para esta función, con una condición limitante: evitar la contaminación, incluso visual, con lo otro, con lo ajeno a este ámbito, a la función aislada.

El arquitecto “hurta” a la ciudad un carísimo trozo y hace isla en él. Claro, todos estaremos pensando ya en la arquitectura militar (el castro amurallado) o en la clausura (el convento). Pero aquí se trata de una función muy distinta, aunque también con gran capacidad para generar símbolo. El Consejo Consultivo supuestamente es, entre otras cosas, la institución que asesora al parlamento y al gobierno regionales en temas de importante calado jurídico, una suerte de apoyo para los poderes legislativo y administrativo, una especie de “garante” de la constitucionalidad de sus leyes, de su funcionamiento democrático. ¿Debe tal función asumir la carga simbólica que le “obsequia” un edifico como éste? 

Envenenado regalo, porque si alguna función debía estar alejada de referencias tales como muralla o tapia monacal, esa es la que en teoría ejerce el Consejo Consultivo. Entonces, con el lenguaje más anatémico y lapidario posible, el arquitecto escribe en piedra, a los zamoranos en particular, y a los castellano-leoneses en general: “Aquí pasa algo que no les atañe, se trabaja en asuntos que no les incumben. Este predio no les pertenece”. Pero algo igualmente peligroso dice a los miembros del Consejo Consultivo: “Ustedes son elegidos. Eviten contaminarse de ciudad. La fluidez espacial que, entre interior y exterior garantiza esta pulcra caja acristalada, debe acabar contra los muros que la aíslan de la peligrosa urbe”. 

Ya se puede decir después que la piedra utilizada en el muro es la que se utilizó en la catedral, que los muros recrean otros preexistentes (no es cierto), que el gesto tiene la fuerza que precisa un entorno monumental… Da lo mismo, porque en arquitectura las palabras jamás podrán suplantar al lenguaje arquitectónico. Lo que dice un edificio con su propio lenguaje, con su clarísimo vocabulario, no puede ser desdicho con palabras. Este edificio es un error. Un error capital, de esos que de entrada invalidan cualquier otro acierto parcial o anecdótico. Este edificio está mal. Es pedante, engreído, nada contextual, escupe a la cara de quienes lo pagan. ¿Y cómo un arquitecto de la talla de Campo Baeza, por quien, insisto, siento respeto, incluso admiración, comete semejante error? Bueno, esto es lo que menos importa, todos cometemos errores, pero nos ayudará a entender lo que pasa. Pienso que al arquitecto, tal vez poco acostumbrado a temas eminentemente urbanos, le pueden en este caso sus obsesiones formales. Quiere hacer esa caja acristalada caiga quien caiga, porque espera subir con ella un escalón más en su carrera hacia la quintaesencia de la caja. 

La caja, aunque va quebrándose con la geometría de la parcela, es “quidista”, es muy pulcra, es bella, pero sencillamente no va ahí; por lo ya explicado, y porque las tensiones que genera en gran parte de su perímetro, cuando se enfrenta a la inminente presencia del árido murallón que se le encima amenazante sin que medie el aire necesario entre ambos, produce una angustia capaz de inquietar negativamente al carácter más ermitaño que podamos imaginar. Se trata de un ejercicio introvertido y egocéntrico que despeja todas las variables incómodas para que la ecuación dé “arquetípica caja de cristal”. ¿Merece la pena el violento despeje por alcanzar la cima de la etérea caja? No. Rotundamente no, porque la bofetada a Zamora, a todos los que visitan su centro histórico, a todos los que demandan de los creadores símbolos "potables" para poder “apropiarse”, también y especialmente en el plano simbólico, las calves del imperfecto y complejo sistema socio-político en que viven, no se compensa con ningún anecdótico hallazgo formal.

Pero entre todas las loas que alegremente regala Elena Minguela en su artículo a esta obra, una de las que más llama la atención es la de “arquitectura sostenible”, aunque en este caso se apoye en la nominación del edificio para un premio regional en tal sentido. Qué nuevo despropósito. Perdonen aquí un escueto paréntesis algo más técnico. 

A ver, empiezo por aclarar que ni un hipotético acierto de cara a lo sostenible puede salvar a este edificio de su cardinal pecado. Pero es que tampoco existe tal atenuante en este caso, sino todo lo contrario. No hay que ser arquitecto para saber que en Zamora, una caja de cristal expuesta a todas las orientaciones posibles, que además huye de la radiación directa, que se parapeta frente a ella tras semejantes murallones, no puede ser sostenible por definición. Ya pueden argüir que se utilizan sistemas más o menos ingeniosos desde el punto de vista físico-ambiental, qué se yo: biomasa, geotermia, fachadas “inteligentes”… lo que quieran. Una caja de cristal en Zamora evitando al sol de esa manera jamás será sostenible en términos bioclimáticos, porque aun cuando incluya algunas medidas activas en esa dirección, éstas valdrán, como mucho, para encubrir y compensar el desacierto que, también en lo concerniente a la física ambiental, significa un edificio con esa tipología en este sitio.

En fin, espero que aquellos lectores que comúnmente no miran la arquitectura con ojos críticos, compartan o no conmigo los criterios aquí expuestos, se den cuenta de que la imagen, y su extremo más rotundo: el símbolo, nos “acechan” en todas partes, sobre todo en soporte arquitectónico. Y que no está mal saberlo, estar preparados para verlo y contestarlo. De lo contrario, muchas veces financiaremos mansamente carísimos edificios que funcionan como enemigos íntimos, incapaces de alejarse, de esfumarse, y muy capaces, sin embargo, de inocularnos su droga hasta hacernos agradable su mordida, hasta que estemos dispuestos a aplaudirlos alelados. 

"Pero el edificio es bello, es finísimo", dirán algunos. Imagino que así habrán pensado también los miembros del jurado que lo premió en proyecto. (Vaya carga. Cada palo que aguante su vela). Sin embargo, nada es más contraproducente que una acción pretenciosa erguida sobre un error conceptual insalvable. Nada lo es más que una obra en apariencia bella, si por serlo resulta nociva. Como diría Shakespeare: “Nada hiede peor que el lirio enfermo”.

Aquí les dejo una imagen compuesta del edificio que se levantaba en la parcela antes de la intervención criticada.


     

sábado, 13 de octubre de 2012

Poesía: mythos y logos, espuma y arena…





Canción, di al pensamiento
que corra la cortina,
y vuelva al desdichado que camina.


¿De quién me quejo con tan grande extremo,
si ayudo yo a mi daño con mi remo?
                                        
                                                        Góngora


Días atrás se celebró en Córdoba una nueva edición de Cosmopoética, festival de poesía que resulta oportuno y alentador, especialmente ahora, porque parece hacer la cruz (esperemos que no se arrepienta) en la casilla invisible del esencial tablero. Esa casilla, velada con toda intención por jugadores de ojos saltones, culos grandes y barrigas flácidas, que, sin interés alguno en acertar cruces sobre tableros espirituales, colocan falsas monedas a los pies del jamonero con que tientan, y muchas veces consiguen, al entusiasta público. Córdoba de nuevo al quite. Sí, la ciudad de Séneca, Averroes, Maimónides, Góngora… Casualmente releí hace muy poco la obra completa de este último autor. Así que la feliz concurrencia del referido festival cordobés (no participe directamente, pero lo seguí cuanto pude en prensa y radio), y la relectura del también cordobés y gran poeta barroco, me animaron a escribir y a compartir este breve texto sobre poesía y pensamiento.

¿De quién me quejo con tan grande extremo, / si ayudo yo a mi daño con mi remo?… A la insignificante presencia de la imagen poética, aun en los más humanos pliegues de la vida (o sobrevida) que llevamos (o sobrellevamos) en nuestro tiempo, hay que sumar su creciente banalización. La poesía, no sólo arrastra el estigma de lujosa locura, peligrosa excrescencia del pensamiento, desvarío del lenguaje que en vano nos aleja de la realidad; sino que malamente puede defenderse de él, cuando incluso muchos de sus actores, los poetas, toman el atajo más fácil para llegar a su cima: el poema. Porque la cima de la poesía es el poema. ¿O no? Podemos encontrar poesía a granel, lista para ser adquirida al peso en cualquier parte, pues si tenemos buenas tragaderas, basta con que así lo pretendamos; pero toda sustancia es tentada a su formalización por un horizonte sublime, y si preguntáramos a la sustancia poética cuál es su máxima aspiración en términos formales, sin dudas contestaría: el poema, el poema…

Claro que hay poesía en todas partes, al menos en potencia; claro que la hay, o debía haberla, en toda obra de arte (la poiesis es el fin último de cualquier lenguaje artístico), pero es en el poema donde la sustancia poética puede alcanzar la máxima perfección posible, porque es en él donde mejor puede hacer una escala en la forma, un voluptuoso gesto de concreción, sin tener que renunciar por ello a su esencia inaprensible. Y aunque precisamente por ser ésta su esencia, dijo el poeta: La poesía no resiste la escritura, hoy día es en el poema donde la sustancia poética, en pos de la imagen perfecta, mejor se defiende de vocaciones reductoras, diciendo también con el poeta: si me descifras en el río, te muerdo en la serpiente

Dije que muchos poetas toman el atajo más fácil para llegar al poema, perdiéndose, claro, en el camino, o sucumbiendo ante su pórtico menos cierto. Mal asunto, porque difícilmente podremos librar a la poesía de su legendario estigma, sin la comprometida complicidad de los poetas primero, y su acierto de camino al poema, después, su buen arribo al mismo. Pero resulta que los poetas cargan con una enorme losa sobre sí desde que Sócrates, Platón y Aristóteles intentaron poner orden en la disputa mythos-logos, en pos de un andamiaje ético sustentador de la vida en la polis.

Repasemos someramente el caso de Platón, él mismo un gran poeta, y también un sofista que, para cavar la tumba de éstos, creyó que debía prescindir de aquellos. Erró. La ecuación platónica es una pesada y perenne losa, pero únicamente para poetas que no sepan despejar sus variables, que no sepan discernir cal y arena en la dual argamasa con que esa losa se asienta. Platón, lejos de poder separar poesía y razón, desembarcó una y otra vez en la razón poética, que vista desde la mayéutica socrática puede confundirse con pura dialéctica, pero no así vista desde el complejo idealismo platónico. Dice Antonio Piedra, en un excelente ensayo donde aborda este tema:

Advertía Quevedo que de lo escrito a lo sentido hay mucha diferencia. Y la hay, efectivamente, entre el proceso racional ––que no es la causa de la expulsión de la República–– y la ambición platónica por hacer del filósofo ––sublimación de Sócrates–– un poeta superlativo y dialéctico. Quiere formalizar lo imposible. Por esta razón, el suyo es un paso suicida y, a la vez, racional. Una racionalidad poética, pues al sustituir al poeta por el filósofo erotiza toda actividad, reinventa el mito e intoxica de poesía las estructuras del nuevo estado. 

Y todo esto viene a decirnos ¿qué? Pues que ni siquiera en el reino del pensamiento más abstracto, donde hace dos mil quinientos años pretende medrar Occidente en brazos del logos, poesía y razón pudieron escindirse más que en intentonas espurias y fallidas. Ni la poesía puede ser ajena al pensamiento, ni el pensamiento resuelve por sí solo ante la boca del lobo; ese sitio tomado por la nada donde la razón incapaz se paraliza. Entonces, ¿por qué muchos poetas parecen querer trabajar al margen, incluso en contra del pensamiento? ¿Por incapacidad? ¿Por cómoda renuncia? Canción, di al pensamiento/ que corra la cortina, / y vuelva al desdichado que camina. Cantar para no pensar, ¿es ésa la solución? No. El poema desgravado, limpio de pensamiento, es uno de los remos que brega contra la POESÍA, que la banaliza hasta el punto de ponerla en serio peligro de acabar en ocioso bojeo a una isla con tesoro pero sin puertos. El poema flojo, aun cuando aporte música, color, ingenio u oficio, nos dejará siempre con las ganas de pesar y medir sus renuncias y manquedades. Y esto conduce a una angustia que nos desasosiega, nos fatiga y frustra. El poema flojo no sustancia poesía, es una puerta falsa en dirección a ella. Al renunciar a la razón poética, también lo hace en buena medida a la verdad poética. El poema flojo es, cuando mucho, un pequeño Babel para el condenado laboreo de la palabrería…

¿Quiere esto decir que deba la poesía acotarse en el pensamiento, construirse sólo desde él? Por supuesto que no. Decía Proust: Una obra en la que hay teorías (a la vista, entiendo yo) es como un objeto al que se le deja el precio. Y dice Juan Ramón hablando de Valéry:

Su pesada filosofía con mayúsculas, es lo que lastra de impureza su poesía. Ha buscado siempre la poesía pura, mágica, inefable, y no la ha encontrado nunca; la ha cargado siempre de arena discursiva.” (…) “La poesía se desenvuelve adquiriendo intempestivamente las leyes de los cuerpos o las almas disímiles, que la lógica conceptual rechaza. La poesía tiene su lógica maravillosa, que aparece sólo como el halo que se desprende de la virtud adquirida por el logro, por la perfección del cuerpo poemático.

Entonces, ni espuma meramente sensitiva, descriptiva o mágica, ni grave arena discursiva. La poesía se consuma en el milagroso instante en que tales espuma y arena fraguan en el poema logrando una imagen viva y creíble; una imagen en la que mythos y logos se hayan desplegado en paralelo para levantar sus hombros: la verdad poética, trampolín que necesita la propia imagen, siempre perentoriamente apresada, para dar, desde sí misma, su próximo y redentor salto.

Incluso en Cosmopoética, insisto, festival muy de agradecer en el tibio panorama poético español (aunque el nombre ciertamente no me gusta; me recuerda al engendro que inventó alguien en México, y al que llamó pomposamente “Poesía Cósmica”), escuché o leí, y no sólo dicho o escrito por periodistas, sino también por poetas, conceptos tales como: poesía culturalista, poesía directa y poesía social. Mal vamos si el asunto de un poema, o conjunto de poemas, pone apellido a la poesía. Pero no sigo por ahí, al menos en esta nota. Aquí únicamente aviso que detrás de estas categorías se parapeta muchas veces la poesía floja, banal, innecesaria. El llamado culturalismo, por sí sólo, puede resultar un pernicioso gigante con pies de barro que añada (menuda sobrecarga) pedantería y confusión a la poesía nula. Lo directo o lo social, por sí solos, son una etiqueta donde no se lee más que la inminente y rampante fecha de caducidad. Todos estos temas pueden y deben catar imagen poética, por supuesto, pero ellos han de hacerse a ella y no al revés. La imagen, especialmente en poesía, debe detenerse en el asunto sin dejar de serlo, y para ello, debe contener siempre las dosis precisas de tensión, razón y verdad poéticas, generadas, claro está, a partir de su propia lógica maravillosa, que excluye sin complejos la estricta causalidad, y poco o nada se aviene a la sentencia.


Sólo en tales circunstancias la imagen poética resultará necesaria, imprescindible. Y en ese momento, cuando la espuma mágica (mythos) y la arena discursiva (logos) encuentren su justo punto, el esponjado merengue poético devendrá poema, esencial guinda para el divino pastel, magnífico colmo de un templo indestructible. Entonces podrá ser ofrecido con garantía a los dioses, en una playa terrena pero infinita, como perfecta emulsión de solares componentes. Sí, cada poema, trate de lo que trate, sea un trozo de sol emulsionado que provoque el saliveo de los dioses. Y entonces ellos, adelantada, claro, la cobranza, agradecidos nos regalarán preguntas rabiosamente vírgenes para que, buscando sus penetrantes respuestas en la más fértil oscuridad, sigamos moviéndonos / divirtiéndonos / divirtiéndolos... Como un modesto homenaje a Córdoba y a su festival de poesía, comencé con Góngora. Con él casi termino: Cada sol repetido es un cometa. Y digo yo prendido al veloz y gongorino astro: cada poema logrado es un milagro, un pequeño sol que reverbera… quema… vuela…





sábado, 6 de octubre de 2012

¿Castro desciende de Túbal, de Noé?




"Señor Tamargo, ¿para quién trabaja usted cuando trata de demostrar que Fidel desciende de Eneas y Dido? ¿Acaso su resentimiento con este gran cubano, su amanerada obsesión por la parafernalia greco-latina y su gusto por la historieta, le impiden ver que un hombre tal no puede tener tan endebles orígenes? Siento defraudarlo, pero su Comandante tiene cuna mucho más noble y solvente, y ésta nada tiene que ver con el Mediterráneo. Sea más serio y atrévase a indagar, le guste o no el resultado, en los verdaderos orígenes de este prohombre. Y después, por favor, sea capaz de reconocer su error y publicarlo. Trabaja usted para lo peor de Cuba y España. ¿Es usted tonto, o lo hace conscientemente?”

Bueno, ayer recibí por correo electrónico este mensaje anónimo al hilo de mi anterior entrada sobre el origen de Castro. Como ven, hay gente para todo. Debo confesar, sin embargo, que yo también veo algunas fisuras en mi teoría sobre la ascendencia tirio-troyana del dictador caribeño. Pude pasar por alto el espinoso y provocador mensaje, (ni siquiera se atrevió su autor a escribirlo en “abierto”, a firmarlo. Además, me fatiga este tema, lo reconozco) pero los pliegues jansenista, calvinista y jacobino de mi conciencia me lo impiden. Claro que me gustaría que Castro descendiera incontestablemente de Eneas y Dido, para dar así por zanjado el asunto, mas debo reconocer que hay otras teorías, cuando menos, tan a tener en cuenta como ésta. Hay algunos estudios que sugieren que Castro desciende de Túbal, o sea, de Noé. Sí, algunos sostienen que el apellido Castro es en origen vasco, y que los vascos descienden directamente de Túbal, hijo de Jafet, nieto de Noé. Decir esto tal vez no sea políticamente correcto en los tiempos que corren, pero no se puede tapar el sol con un dedo. Lean al célebre historiador vasco Esteban de Garibay y Zamalloa, y podrán comprobarlo. Busquen, estudien el mito de Aitor, y entérense.

¿Pero cómo ubicar al primer Castro en Vasconia? Aquí tenemos que estar bien despiertos y ser muy creativos, porque la estirpe de los Castro (no la burgalesa, la otra) ha sido muy cautelosa y sibilina a lo largo de la historia. Lejos de actuar abiertamente en la Vasconia más integrista, y mucho antes de llegar, a Galicia primero y a Holguín después, se desplazó un poco al oeste de Vizcaya para cumplir una importante misión. Y dejó huellas suficientes de ello. Atentos: en esta historia, además de Castro, hay otros apellidos muy importantes: Arana, de la Sota, Gorriarán, Zaballa, Rucabado… Y un sitio importantísimo: Castro Urdiales, en Cantabria.

Vean: Aitor (el oriental Túbal, nieto de Noé) alrededor de los siglos XIII-XII a. C llegó a Iberia con siete hijos, fundadores de las siete tribus vascas con sus respectivas provincias, y claro, de su etnia: los eúskaros. (No hagan caso, por favor, a quienes dicen que los vascos son descendientes directos de los cromañones) Estas tribus originales, que son el mismísimo germen de los actuales europeos, se mantuvieron bien aisladas durante siglos, resistiendo heroicamente todo tipo de invasiones (romanos, celtas, suevos, visigodos, árabes). Supieron mantener limpia su raza y vivo su lenguaje, muy anterior, por cierto, a la jerga indoeuropea. Una proeza. Los Castro, de origen vascuence, para ser más precisos, de la purísima y ubérrima Vizcaya, fueron una de las familias “espías” que, desde su llegada a Iberia, los vascos destinaron en territorio hostil o simplemente ajeno, según el caso.

Los vascos siempre fueron (y son) gente de bien, eso lo sabemos todos, pero una de las siete tribus, según cuentan, la de los caristios, era más beligerante y cerrada que las demás. Éstos se constituyeron en guardianes de "la esencia vasca" y enviaron a miembros de su clan (entre ellos a los Castro) a vivir en Cantabria, para que, debidamente introducidos entre los autrigones, se establecieran en Castro Urdiales, villa que tomó nombre precisamente de su patronímico. Una vez allí, algunas familias mantuvieron el apellido Castro y otras lo fueron cambiando por pura conveniencia, o sea, por poder espiar mejor para los guardianes de "lo vasco", quienes, poco a poco, fueron poblando toda Iberia de caristios, atenuando así la debilidad y torpeza de sus antidiluvianos aborígenes.

Bien, esos Castro vascuences, los caristios, con su núcleo operativo en Castro Urdiales, aun camuflados en otros apellidos, aun viviendo en otras regiones de la península ibérica, se mantuvieron muy activos en toda la prehistoria y la historia de la actual España. Pero desde que se olieron la influencia que, sobre todo a partir del siglo XV, iban a tener los castellanos en el futuro de la península de la que eran (los vascos) pobladores primados por vía divina, reaccionaron con especiales prestancia y sabiduría. Desde entonces no han dejado de penetrar al enemigo, de reventar su pírrica gloria, asome donde asome. Permítanme un paréntesis en este sentido antes de trazar el “periplo” que llevó al Castro estalinista-dictador cubano, desde Castro Urdiales hasta La Habana. Les cuento algunas anécdotas:

Uno de los apellidos que sirvió de protección a los Castro vascuences fue Arana. Este apellido fue usado por los caristios en muchas zonas de Iberia, incluso en Burgos y Valladolid (¡qué ubicuidad!). Pues bien, varios Arana (Castro-encubiertos, insisto) fueron introducidos por los caristios hasta en la familia de Cristóbal Colón. Su mujer, Beatriz Enríquez de Arana, hizo que el Almirante alistara para su primer viaje a “Las Indias” a un familiar llamado Diego de Arana, (en apariencia andaluz, pero en realidad vasco) quien jugó un importante papel en tal expedición, sobre todo en lo que se puede entender como el primer asentamiento español en América, (Fuerte “Navidad”) pues cuando en las costas de la actual Haití, encallada se hundía “La Santa María”, Colón envió a Diego de Arana a pedir auxilio al cacique Guacanagari, con quien se había entendido días antes en un dialecto muy raro.

Sí, señores, el primer pie fundante de un europeo en América fue vasco, caristio, de un Castro encubierto tras un Arana. Sin embargo, la conquista de América por parte de los españoles, y toda la posterior historia del imperio, estuvieron siempre vigiladas muy de cerca por los caristios. A veces infiltrados en las expediciones, a veces actuando en los centros contables de las cortes, a veces haciéndose los bobos, incluso los muertos para ver el entierro que se les hacía. Hasta en la literatura dejaron su huella estos simuladores. El famoso Vizcaíno a quien Cervantes dio vida en su “Quijote” es una muestra de ello. También jugaron más tarde los caristios un papel muy importante en la independencia de los países de América. Conocidos son los nombres de Lope de Aguirre (El peregrino), Diego de Gardoqui, Martín de Alzaga, Agustín de Iturbide… Hasta el mismo Bolivar fue descendiente de ellos…

Pero vayamos a otro Arana de la estirpe de los Castro-bíblicos, descendientes directos de Noé. Ahí tenemos el caso de Sabino, quien siendo en principio carlista, (¿un requeté? qué mancha en su expediente, madre mía, o no, quién sabe) fue inducido a un estado de perenne y santa iluminación antiespañola. Resulta que estos Arana (Luis, hermano de Sabino, y el propio Sabino), ambos carlistas, fueron introducidos por un cántabro al antiespañolismo. Ah, qué cosas tiene la vida, ese cántabro era de Castro Urdiales; un arquitecto llamado Leonardo Rucabado, especialista en arquitectura nórdico-montañesa, que coincidió con Sabino mientras ambos estudiaban en Barcelona. Por cierto, este arquitecto montañés murió de gripe española, qué otra casualidad… De Castro Urdiales también fue Ramón de la Sota, multimillonario, destacado miembro del PNV, amigo y secuaz de Sabino Arana.

Los Castro vascuences de origen caristio hacían piña con su adalid para defender los orígenes divinos y la pureza de su raza. Siempre repudiaron lo latino, lo mediterráneo; siempre miraron más hacia occidente, o hacia el norte. Sabino Arana era tan capaz de ver en Inglaterra una posible vía para salir de España, como de felicitar a Roosevelt por la “independencia” de Cuba. Recordemos su famoso telegrama escrito (vaya usted a saber por qué) en el “despreciable” idioma castellano: “Roosevelt, Presidente Estados Unidos. Washington. Nombre Partido Nacionalista Vasco felicito por independencia Cuba por Federación nobilísima que presidís, que supo liberar la esclavitud. Ejemplo magnanimidad y culto justicia y libertad dan vuestros poderosos estados, desconocido Historia, e inimitable para potencias Europa, particularmente latinas. Si Europa imitara, también nación vasca, su pueblo más antiguo, que más siglos gozó libertad rigiéndose Constitución que mereció elogios Estados Unidos, sería libre. Arana Goiri”… “Dios hace las caras y el hombre las caretas”, reza un viejo proverbio menorquín.

Es preferible el turbante del sultán al capelo del cardenal”, dijo Lucas Notarás ante la inminente caída de Constantinopla en manos turcas. (Mehmed, el preferido sultán, para que no se sintieran tentados a escoger nunca más entre capelo y turbante, les cortó la cabeza a él y a sus hijos) Pero regresemos al trazado del “viaje” que condujo al dictador caribeño desde Castro Urdiales a La Habana. (Si quieren saber más de lo dicho anteriormente, lean el libro más revelador que se ha escrito sobre ello: “España. Saña. Sabino Araña”)

Los Castro vascuences, como ya dijimos, caristios y descendientes directos de Noé, vivían en la zona más occidental del Decumanus (eje este-oeste) de Castro Urdiales. Sí, a esta ciudad llegaron los romanos, y sí, como también dijimos, los Castro estuvieron siempre muy tentados por occidente. Allí tenían varias casas solariegas con vestigios montañeses y compartían misión (recordemos que eran espías vascos) con los de la Sota, los Rucabado y los Arana. Los Castro eran especialmente camaleónicos. A ellos se atribuye la divisa medieval de Castro Urdiales que reza:Castro soy y siempre he sido,/ Vizcaya firme en mi asiento,/ Y a España con noble aliento/ Y lealtad siempre he servido”. (¿A que sobra “siempre” en el último verso? Los Castro, siempre tan redundantes ellos.) 

Pues bien, estos Castro, como se piensa de los murcianos, también fueron a Galicia en época de Carlos III, pero no huyendo, pues los vascos no huyen, nunca lo hicieron. (Bueno, en alguna ocasión se rindieron a golpistas, pero sólo por defender su industria. Y no fueron los caristios ¿O sí?) Los Castro vascuences de origen caristio fueron a Galicia para atentar contra el escudo que Carlos III hizo colocar en el acceso principal del edificio que fue sede del gobierno militar en La Coruña. A esta célula libertaria y antiespañola pertenecieron los ancestros del padre del dictador cubano. Su tatarabuelo, Don Aitor Castro Castro, caristio de pura cepa, estuvo preso en el castillo de san Antón al ser sorprendido colocando una carga explosiva junto al mencionado escudo de la Casa Real. 

Después de este incidente, los referidos Castro se fueron de La Coruña y se establecieron (escondieron) en San Pedro de Láncara, en Sarría, Lugo, donde hasta entonces nadie los conocía. Allí nació Ángel, el padre de Fidel, y de allí viajó a Cuba, según cuentan, con la misión de unirse a otros caristios para asegurar que la isla jamás regresara a la soberanía española. Ángel crió a un niño pretendidamente antiespañol, pero éste resultó antitodo, especialmente antídoto para la alegría en Cuba. Como ya sabemos, se fue de Holguín a La Habana y la lió. Eso sí, jamás olvidó sus verdaderos orígenes, y mientras falsamente se hacía el gallego ante Fraga, aceptando con la boca pequeña su tesis Castro-murciana, convirtió a Cuba en un edén para terroristas vascos, caristios todos, claro. 

Una cosa más que todavía no alcanzo a comprender bien: ¿Saben dónde nació la madre de Camilo Cienfuegos, el joven comandante, supuesta víctima del castrismo? En Castro Urdiales. ¿Saben cómo se llamaba? Emilia Gorriarán Zaballa. Ambos apellidos vascos, y puede que también caristios. ¿Será esto una simple coincidencia? Estoy averiguándolo, pero no se preocupen, prometo no hablar más de Castro en mucho tiempo. Termino reconociendo que tantas posibilidades hay de que este macabro asesino descienda de Eneas y Dido, como de que nos venga directamente del mismísimo Noé. Espero haber complacido al anónimo que me escribió oponiéndose rotundamente a la tesis mediterránea de sus orígenes, aunque no sé decirle para quién trabajo. (¿Para mis hijos?). Tal vez quede claro, al menos, para quién no lo hago. A ver si con suerte da la cara.



 

sábado, 29 de septiembre de 2012

¿Tirio-troyanos en Murcia, en La Habana? (Castro desciende de Eneas y Dido)





Lo intuía, casi lo sabía: Fidel Castro desciende de Eneas y Dido. Ayer leí en “El País” la noticia que me permitió cerrar definitivamente el círculo sobre los orígenes de Castro. ¿Cómo no había sospechado antes la estrecha relación de Eneas y Dido con Murcia? Ya tenía situada la cuna del brutal dictador cubano en esta región de España, pero ¿cómo había llegado hasta allí su estirpe? y, sobre todo, ¿cuál era? Ah, los arqueólogos, qué gente tan útil. Viva la madre que los parió... Ayer terminé de saber que en La Bastida (Totana, Murcia) hay una suerte de “réplica” de la cuidad de Troya. Las ruinas de su fortaleza ya no dejan lugar a dudas: hablan de una ciudad de la Edad de Bronce, con más de 4.200 años de edad y con una ingeniería militar que emula a la troyana, nunca antes vista en tal época y tan occidental enclave. En menos de un minuto lo vi todo clarísimo. Creo que lo tengo. A ver qué les parece:

Eneas huye de Ilión rumbo a Hesperia, que, como sospechábamos, tiene su capital en Murcia. Todo parece indicar que el héroe va a Tracia, de ahí a Creta, luego bojea el Peloponeso hasta Epiro, cruza el mar jónico hasta el sur de Italia, lo rodea, llega a Sicilia y de allí a Cartago, donde supuestamente tiene su aventura con Dido antes de partir al Lacio. Hasta ahí todo parece claro, pero… Los romanos estuvieron siempre muy interesados en hacer girar la historia en su torno, y Virgilio tenía que dar a Octavio (Augusto) una buena dosis de divinidad sin mácula alguna. Así que el poeta, con toda intención obvió que Eneas “se benefició” a Dido precisamente en Murcia, en una gruta situada en las afueras de La Bastida. Sí, Dido, antes llamada Elisa, que procedente de Tiro había fundado Cartago para reinarla, veraneaba en Murcia, en el mismísimo Jardín de las Hespérides que, aunque confesos antimurcianos se empeñan en localizar en Andalucía, es obvio que estuvo en Murcia, porque Tartessos, señores, no fue ni gaditano, ni sevillano, sino murciano.

Cuando, a instancias de Júpiter, intervino Cupido para enredarlo todo, Dido, perdidamente enamorada de Eneas, con la excusa de participar en una cacería conjunta, decide viajar con éste al célebre jardín murciano para consumar su amor en el más sugerente entorno posible. Allí, en Murcia, lejos de Cartago, Eneas desvirgó a Dido, porque aunque la reina estaba estratégicamente casada, nunca había llevado tal negocio hasta su colmo carnal. Ya sabemos cómo acabó la relación Dido-Eneas, pero lo que nunca se dijo ni escribió es que Dido no se quitó la vida como quiso hacernos creer Virgilio. Aunque Eneas no lo supo, Dido le dio un hijo, murciano él, al que abandonó en su ciudad natal antes de regresar despechada a Cartago.

Sabemos también que años más tarde, Dido, temerosa de las posibles represalias que contra ella pudiera urdir su propio hijo, desde Cartago ordenó destruir toda la civilización tartesia, o sea, murciana. Pero además, ordenó que desapareciera cualquier indicio capaz de legar a la historia datos sobre este asunto, especialmente sobre aquel hijo fruto de una relación adúltera y fallida. Cuando cayó Murcia, La Bastida dejó de ser una floreciente villa fortificada al estilo de Troya, y el Jardín de las Hespérides degeneró en el agreste ascendente de la actual huerta murciana…

En fin, pude averiguar que, destruida La Bastida, el hijo de Dido y Eneas, que pudo salvarse apadrinado por un caballero de origen catalán, se educó en el seno de una familia de Cartago Nova ya entonces apellidada Castrum (campamento fortificado) tomando su patronímico para no llamar la atención. Los orígenes de esta familia son desconocidos, pero su descendencia, sobre todo a partir del célebre vástago tirio-troyano, es muy relevante. Al parecer, el apellido se mantuvo vivo en la Iberia prerromana, y también en la Hispania romana, en la visigoda, en Al-Ándalus… Estuvo vinculado después a la rama aragonesa de la secta cátara, aunque a su linaje pertenece, incluso, un meapilas como Jaime I el conquistador que, aunque se pretenda negar, también fue murciano (¿de Montpellier?, sí, menudos acaparadores son los franceses). Jaime I, aunque sólo de soslayo, recuperó nominalmente su abolengo divino (recordemos que Eneas era hijo de Venus) y lo proyectó, ya romanceado, en el apellido de su hijo bastardo, Fernando Sanchís de Castro. (Otros Castro aparecieron en Burgos, Castilla, pero esos nada tienen que ver en esta historia, que en origen es mediterránea, sobre todo murciana, valenciana, balear, catalana, y, como mucho, aragonesa).

La rama mediterránea del apellido Castro, del original Castrum, a la que pertenecía por vía adoptiva el hijo de Eneas con Dido, encepó en Murcia, y se extendió en esta región hasta el medioevo y el renacimiento. Aún estaba muy viva, cuando en el siglo XVIII Carlos III dijo aquello de: “ni gitanos, ni murcianos, ni gente de mal vivir quiero en mis ejércitos”. Claro, entonces todavía España era un imperio a tener en cuenta, y los Castro de ascendencia tirio-troyana, que se sintieron relegados en Murcia, decidieron dejar de ser murcianos para convertirse en gallegos.

A Galicia llegaron y se hicieron confundir con los Castro de origen burgalés que allí vivían, pero siempre guardando celosamente las claves de su origen semidivino, y transmitiéndolas en secreto a sus descendientes. De esos Castro, los tirio-troyanos devenidos galaicos postizos, sin dudas desciende el padre del Castro caribeño. Esto se lo dijo Fraga al dictador cubano en un raro aquelarre gallego que idearon y compartieron nada más conocerse. Lo puedo confirmar porque me lo contó la entonces secretaria de Fraga, a la que tuve que explicar en una ocasión qué quiere decir eso de “comen lo que pica el pollo”, pues al parecer con esta frase el Castro caribeño, ultranacionalista él, se refería a todos los gallegos apellidados Castro por la línea burgalesa. Sí, de Troya y Tiro a Cartago, de Cartago a Murcia, de Murcia a Galicia, de Galicia a Holguín…

En el oriente de la isla de Cuba, también tuvo Ángel Castro un hijo bastardo: Fidel, al que bautizó ya mayor, pero desde muy pequeño contó en gallego, y en un castellano muy rudimentario, todos los detalles de este relato. El Castro caribeño, fidelis a su estirpe, claro, heredó lo peor de sus antepasados, pero además, lo pulió estudiando con los jesuitas. De Eneas le viene la habilidad para mentir en pos de su meta. De Dido le vienen su carácter histérico y el gusto por las grutas que avivan las más oscuras pasiones. No se sabe a ciencia cierta de dónde le viene su impulso asesino, pero cuentan que Pigmalión, el hermano de Dido, era capaz de asesinar incluso a sus familiares más próximos…

Emulando el periplo de sus regios ancestros, con una fijación insana por todo lo occidental, el Castro caribeño, tristemente deslocalizado, periférico, decidió moverse desde Holguín a La Habana para hacer valer en su nuevo y escorado Egeo lo peor de su casa. Allí proclamó (cómo se le ve el plumero) su célebre y pomposa frase: “la historia me absolverá”. Y así estamos. Lo demás es de todos conocido, pero comenzó, como podrán leer ahora, en los hechos que recoge este extracto del primer libro de la Eneida que les copio abajo. Si, queridos lectores, Castro desciende de Eneas y Dido, aunque haya acabado zambullido en un apartado reducto de la historia. Ay, la mentira nunca tiene un final feliz…  


Cupido se presente y encienda con sus regalos
la pasión de la reina, y meta el fuego en sus huesos.                                   
Y es que teme a una casa ambigua y a los tirios de dos lenguas;
la abrasa feroz Juno y aumenta por la noche su cuidado.
Así que con estas palabras se dirige al alígero Amor:
«Hijo mío, mi fuerza, mi gran poder, el único
que despreciar puede los dardos tifeos de tu excelso padre,                                  
en ti me refugio y suplicante tu ayuda reclamo.
Que tu hermano Eneas anda en el mar sacudido
por todas las costas a causa del odio de la acerba Juno,
lo sabes muy bien y a menudo de nuestro dolor te doliste.
Ahora lo retiene la fenicia Dido y lo entretiene con blandas                                  
palabras, y me temo a dónde puede conducirle
la hospitalidad de Juno: no dejará pasar ocasión como ésta.
Por eso estoy planeando conquistar antes a la reina con engaños
y ceñirla de fuego, para que no cambie por algún otro dios
y conmigo se vea atada con un gran amor a Eneas.                                    
Escucha ahora mi plan para que puedas lograrlo.
Por orden de su querido padre se dispone a acudir a la ciudad
sidonia el niño real, el objeto mayor de mis cuitas,
llevando consigo los presentes rescatados al mar y a las llamas de Troya;
voy a ocultarlo, profundamente dormido, en las cumbres                          
de Citera o en la sagrada morada de la Idalia,
para que enterarse no pueda de mis engaños o interponerse.
Tú, por no más de una noche, toma su aspecto
con engaño, y, niño, como eres, viste los conocidos rasgos del niño
de modo que, cuando te tome en su regazo felicísima Dido                                  
entre las mesas reales y el licor lieo,
cuando te dé sus abrazos y te llene de dulces besos,
le insufles sin que lo advierta tu fuego y la engañes con tu droga.»
     



Si quieren comprobar la veracidad de la noticia que me hizo comprender todo este asunto, aquí tienen el enlace:

http://cultura.elpais.com/cultura/2012/09/27/actualidad/1348779950_910952.html

sábado, 22 de septiembre de 2012

La imagen, esencial demasía





Días atrás, un conocido, que según sus propias palabras se considera a sí mismo “conforme y orgulloso beocio”, con cierta ironía me preguntó sobre el nombre de este blog. Le parece raro, y una sonrisa socarrona se dibujó en su rostro cuando, por elemental cortesía, le respondí someramente (intuí que no había margen para más) explicándole el abecé del concepto de imagen que aquí se maneja. No sé si ha leído alguna “entrada” además de aquella donde hablaba yo de “los beocios”, pero modestamente creo que le habría resultado útil hacerlo. En cualquier caso, por ocioso que pueda parecer a mis lectores cómplices, y aunque a veces me repita, (pido disculpas por ello si ocurre) con relativa frecuencia siento la necesidad de abundar de forma directa (indirectamente lo hago siempre) en lo que significa la imagen para el hombre. Puede que no me lean quienes más lo pudieran rentabilizar, lo sé, pero quién sabe si “arañando vaho”, como diría mi colega Baruque, vamos logrando poco a poco vías de transparencia, fértiles rasguños que, por exiguos que sean, vayan abriendo el necesario claro en tan postiza y dañina nebulosa. Con esa ilusión trabajo. Aunque nace del referido incidente, no es éste, sin embargo, un texto con pretensiones contestatarias o polemistas. Ojalá pudiera alcanzar una “lucidez confortable” que, muy lejos del pugilato, sin combatir a nadie, ni siquiera a los más escépticos en esta materia, aportara alguna claridad en un ámbito para muchos tan oscuro.     

La vida, según Bergson, es un impulso, “una imprevisible creación de formas” (…) “una fuerza espiritual que extrae de sí misma más de lo que contiene”. O sea, la vida (humana, maticemos) es una impulsiva fuerza espiritual creadora de formas. En lo esencial, estoy de acuerdo. Y esa fuerza espiritual extrae de sí misma más de lo que contiene. También de acuerdo. Pero ¿qué más? ¿cuál es el enigmático “además”? Pues yo creo que ese “además” es precisamente la imagen. En este blog dedicado a ella, es lógico que busquemos entenderla. No digo definirla con exactitud o razonarla en profundidad, porque esas son tareas muy difíciles para las que no me creo capacitado, pero sí distinguirla (¿qué menos?) e incluso reducirla a palabra hasta donde sea posible para poder encomiarla con ciertas garantías. Puesto a ello, cuento esta vez con un pensador y un poeta (Bergson y Lezama) para que me ayuden a contrapesar el tiránico positivismo que gobierna nuestro tiempo. Porque eso de que la vida es una fuerza espiritual ¿acaso no parece hoy una majadería, una excentricidad? ¿Y no lo parece todavía más que esa fuerza espiritual pueda sacar de sí misma más de lo que contiene?

Para Bergson, lo real es sólo duración o cambio; el ser se reduce al movimiento. Claro, la inteligencia toma instantáneas de la duración, ya que necesita “representarse estados y cosas”. Entonces la inteligencia sustituye interesadamente la continuidad por discontinuidad, la movilidad por estabilidad. La inteligencia crea y fija imágenes, (formas, figuras, ideas) siempre provisionales, (porque la imagen, si es buena, jamás se atiene a una formalización definitiva) a través de las cuales puede “suspender” artificialmente el continuo movimiento para intentar entenderlo y razonarlo. Lezama, que en muchos sentidos era bergsoniano, dijo: “Ya la forma no puede ser definida como la etapa última de la materia, sino como el momento más eficaz para que el movimiento pueda ser captado sin ser detenido”. Y también dijo: “La penetración de la imagen en la naturaleza engendra la sobrenaturaleza” (…) “frente al determinismo de la naturaleza, el hombre responde con el total arbitrio de la imagen”.

Entonces estamos ante un animal (el hombre) que es en un escenario en constante movimiento, un escenario que resulta el movimiento mismo. Pero este animal tiene la capacidad de “pausarlo” para poder captarlo en eficaces momentos, mediante artificiales instantáneas (imágenes: formas, figuras, ideas) como vía para penetrarlo, conocerlo. Y penetrándolo de esa manera única, artificiosa, incluso tramposa, no sólo logra pesarlo, medirlo, dotarlo de sentido, sino que lo sobrepesa, lo sobredimensiona, lo sobrecarga de significados hasta poder convenirse en él. Extrae de él más de lo que contiene. Sí, a través de la imagen el hombre convierte la naturaleza en sobrenaturaleza, la grosera realidad en realidad habitable, el polvo matemático en humana escena. No es poca cosa lo que digo. Puede parecer, resultar temerario, pero estoy diciendo, no sólo que la imaginación es un agente más en el proceso cognoscitivo, cosa aceptada por casi todos, (“Se considera a la imaginación como una facultad intermedia, puesto que está a ‘medio camino’ entre la sensibilidad y la inteligencia”, diría, por ejemplo, Lluis Pifarré) sino que tal vez sea el principal motor en este proceso. Digo que mediante imágenes conocemos el medio en que somos y aprendemos a convenirnos en él. Casi nada…

El hombre es un animal que imagina. Es justo esa exclusiva capacidad para la imagen lo que le permitió distinguirse primero y escindirse después de la bestia. Donde ésta dependía únicamente de los sentidos (veía presas, escuchaba aullidos, seguía rastros…) el hombre imaginaba escenarios que no podía percibir con ellos; creaba cielos, reinos, dioses, dimensiones espacio-temporales imposibles de captar por vía sensible, generando así estados de consciencia totalmente reales (pues no hay nada más real que la imaginación, Lezama) que ni están en el espacio (Bergson) ni sustancian fuera de la poesía. Estados de consciencia, digo, que comienzan y acaban en la imagen, que se almacenan en una memoria necesariamente imaginativa. 

La inteligencia y la imaginación íntimamente ligadas y concurriendo activas en un creador empedernido, en un animal-artista, un animal que conoce (intuye, comprueba, razona) siempre por medio de la imagen inteligente; un animal que además memoriza y consolida así una experiencia muy condicionada por su imaginario… 

Un ser imaginativo, un creador, un artista, eso es, para empezar, todo hombre. Todo hombre, sí, no importa cuáles sean ni su inclinación ni su consciencia al respecto. Todos somos artistas, cuando menos, en potencia, y en alguna medida todos lo somos también en acto. No es ésta una cuestión sujeta a preferencias. La imaginación puede ser una aptitud a desarrollar culturalmente, pero el origen de la aptitud misma, la capacidad de imaginar (que me perdonen psicólogos y antropólogos el intrusismo) debe venir impresa en nuestro genotipo, ya sean los genes marcados para ella, más o menos recesivos o dominantes según el individuo. Cito ahora a Roger Verneaux, que aludiendo a ideas de Ravaisson, escribe: “…el arte es la más profunda intuición y la más perfecta expresión de la naturaleza. La ciencia no hace más que trazar los contornos generales de las cosas. El arte penetra en su intimidad, hasta su misma alma. No sólo revela la forma de los seres, que es su esencia individual y su belleza, sino que también capta la tendencia, el movimiento que engendra la forma, y que constituye su gracia.” 

¿Por qué tenemos que repetir hoy estas cosas? Pues porque hoy más que nunca son puestos en solfa el hombre-artista, o sea, el hombre-hombre y la imagen de que se vale para serlo. En un ambiente tremendamente positivista, cientificista, determinista, el hombre parece alejarse progresivamente de su más profunda razón de ser. La imagen, de oscura cuna, aunque como dije, es a un tiempo vía y resultado de una actividad netamente productiva: conocer; cayó en desgracia frente al omnipresente y omnipotente láser. Los ojos del hombre, con párpados tiesos en eterna “on position”, están condenados al deslumbramiento, tanto, que anuncian ceguera incorregible. Dijo Shakespeare: “Si cierro más los ojos, mejor veo”, pero hoy padecemos también una sordera especialmente inmune a los poetas. Por eso, justamente por eso debemos repetir estas cosas. 

Sí, la vida es un impulso, “una fuerza espiritual que extrae de sí misma más de lo que contiene”. Extrae de lo imaginable el enigmático “además”: la imagen. ¿Realmente vivimos una vida humana si no participamos esta esencial demasía? No. No podemos evadir participarla sin renunciar a ser humanos. El hombre conoce imaginando, es imaginando… Contra la verdad en sí, tendenciosamente inclinada a la NADA, aciaga, el hombre tiene una pócima perfecta: la imagen, una verdad fuera de sí, propensa al TODO, feliz.