sábado, 21 de julio de 2012

Y SIN EMBARGO EN ELLAS, LAS PALABRAS...




Y sin embargo en ellas, las palabras...


Soy un hombre afortunado. No sólo tengo amigos, grandes amigos, sino que entre ellos los hay que me prestan y regalan libros. Claro, saben que los leo, y eso debe animarlos a gestos de tamaña generosidad. También saben que los devuelvo en caso de préstamo, y que siempre agradezco sentidamente esas muestras de aprecio, pero aun así, soy muy dichoso cada vez que un amigo, de una forma u otra, me brinda la oportunidad de vibrar, de crecer con el impulso dador que comporta todo libro.

Hace algunos meses, mi amigo Hugo Busso me regaló un libro de Teodoro Elías Isaac, titulado “La palabra alterada (Narco)”. Hugo, filósofo y poeta, conoce algunas de mis inquietudes, sobre todo porque las participa, y, en alguna medida, las “padece”. Él sospechaba, acaso sabía que este libro me interesaría, porque es un libro diferente, novedoso y curioso, sobre un tema de inagotable extensión y especial trascendencia: la palabra; ese germen de humanidad, esa otrora vigorosa atleta de la imagen, del conocimiento y la comunicación, tan maltratada hoy por todos, tan desprovista de sus mejores armas en una época donde el lenguaje se mecaniza y empaca en dirección al agujero en que yacen los significados y las metáforas para que medre el más flácido sinsentido, el más integrista nominalismo.

La palabra necesita hoy más que nunca de amantes prestos (“Todo amante es soldado”, decía Ovidio) que, por cualquier vía a su alcance, llamen nuestra atención sobre lo que está pasando y sus posibles consecuencias… La verdad es que el libro citado es diferente, incluso raro. Su autor, médico, psicólogo, lingüista, en fin, humanista y maestro, para mí desconocido hasta ahora, va con total naturalidad de la ciencia a la ocurrencia, del rigor al entusiasmo, del dato a la iluminación, siempre que estos caminos lo ayuden a controlar el timón de su airosa nave. No sé si me gusta más cuando ejerce de científico o de iluminado. En ambos casos se muestra convincente. En el primero, utiliza su saber en los campos de la mitología, la filosofía, la psicología y la lingüística (griego, latín y lenguas semíticas) para, sobre todo apoyado en Grimal, Corominas y Freud, activar ante nosotros toda la potencialidad contenida en el étimo de las palabras como vía de conocimiento. En el segundo, y aunque su decir en lo formal nunca es poético, no duda en “tirar” de la imagen, aunque ésta nazca de intuiciones personales, propias o inducidas por todo tipo de fuente, para, a través de su capacidad de sorpresa y apertura sígnica, llevarnos al mismo terreno: la clave del conocimiento situada en la compresión de las palabras como unidades significantes de un único y mismo libro que él llama, con cartesiano impulso, Gran Enciclopedia o Libro del Universo… Sí, el libro es raro, también porque está compuesto por diez conferencias que han sido llevadas a texto escrito tal y como se dictaron oralmente. Esto “dinamiza” su estructura con un desenfado y una liberalidad que, si bien puede en ocasiones desorientarnos, nos mantiene alerta, siempre en tensión y dispuestos a transgredir la causalidad y la lógica del discurso en aras de una motivación más oblicua y sugerente. Pero lean algunos pasajes del libro:

 “La palabra alterada es una palabra que no tiene en cuenta al objeto que nombra, ni al otro a quien va dirigido el mensaje. Por eso es narco: el diálogo, que es habla de dos está bloqueado y deformado en un vacío monólogo. No dice nada.

Toda palabra guarda un centro, guarda un corazón, un corazón vivo, que únicamente palpita y se despierta si es respetuosamente atendido y tocado. Ese es el núcleo de la palabra, es lo que se llama ‘lo verdadero’, el etimós griego. Y llegar a lo verdadero, a la verdad de la palabra es despertar el sentido etimológico.

… hemos buscado el símbolo más antiguo de la humanidad, el símbolo más universal, que es el símbolo de la rueda, que guarda un centro, una periferia y los rayos que conectan el centro con la parte periférica. Este símbolo de la rueda, que marca y sella todo acontecimiento universal, desde lo más simple a lo más complejo, también sella la estructura de la palabra. Este es su signo.

En-kýklos-paideia. La clave del conocimiento está en la capacidad de la lectura de ese gran libro. Y todos los otros libros son libros en la medida en que se corresponden a este libro, en la medida en que facilitan y estimulan la lectura de ese gran libro, de esta gran enciclopedia.

Hasta aquí queda clara la vocación de unicidad y universalidad con que el autor se acerca a lo esencial de la palabra: significado, étimo, símbolo, centro, periferia… todo condensado en unidades de ese gran y único Libro del Universo. Pero no adelantemos el juicio. Sigamos. Noten el importante giro que da en esta agraciada y feliz definición:

La palabra ‘palabra’ es una abreviación de una palabra más larga, ‘parábola’. Las palabras se llaman palabras porque son parábolas. Cada palabra es una parábola (…) ¿Qué significa parábola? Es la unión de dos palabras griegas: pará-ballo. Pará significa ‘al costado, al lado’; y ballo, es ‘arrojar, pegar o golpear’. Una parábola es lo que pega al costado de algo, no hace centro, circunscribe un espacio, es la metáfora; para que en ese espacio, en el silencio de ese espacio, se manifieste una verdad, que no está en lo que dice. Por eso las palabras son parábolas, porque pegan al costado de algo que no está allí, pero circunscriben el núcleo del silencio donde se manifiesta el etimós, la verdad que cada palabra conlleva. Quien no tenga oído para el silencio de la palabra queda atrapado en la cáscara del sonido. Por eso podemos afirmar y decir, sin equivocarnos, que todas las palabras son huecas, por eso tienen valor de palabras, porque en el hueco, en el silencio del hueco es donde se manifiesta la verdad. Pero tiene que ser circunscrito por la palabra. Las palabras, como los templos, circunscriben el espacio para con-templar.

Sólo por encontrar un pasaje como éste me habría leído el libro entero. Qué cara esta definición de palabra para los poetas, y qué guiño a los arquitectos, a los que construyen edificios en particular y a los que construyen discursos (estructurados) en general… Pero continuemos:

Porque la palabra es la comarca del deseo. Porque la palabra es la expresión del alma, de la psiquis. Toda la vida de la psiquis está dibujada, marcada, en la palabra. La palabra representa la vida psíquica.

…el deseo únicamente puede ser contemplado en signos que lo representan en el espacio de la tierra, en el espacio del hombre, en signos que lo representan pero que deben ser captados, leídos, releídos, entendidos, descifrados en su clave. Ese es el valor de la simbólica, es la esencia del símbolo, contemplar.

…la verdad que duerme en el corazón de la palabra, en el etimós, porque cuando se le hace vibrar abre interrogación, despierta interrogantes.

…¿qué es lo exotérico de la palabra? El sentido semántico, las definiciones que están en el diccionario. ¿Qué es lo esotérico de la palabra? El sentido que duerme en la raíz, la temática que duerme en el núcleo.

…todo símbolo es una cadena, un derrotero designante que nunca llega y nunca toca lo signado…

La palabra es válida como una campana cuando llama al silencio. Las palabras en ese sentido son campanas, llaman al silencio, no al mutismo. Por eso callamos.

Claro, todas estas ideas son muy útiles para comprender en la palabra su dual connotación. Por un lado la palabra es una (¿la única?) vía para llegar a la verdad siempre que se despierte, se haga vibrar su núcleo, su étimo. Pero por otro lado la palabra, en tanto que parábola (metáfora), ahueca su interior para que lo colme un silencio cardinal (lo contrario del “intrascendente” ruido) y entonces se pueda manifestar ahí esa verdad, que ahora, lógicamente, al no estar en lo que dice, se ha convertido en verdad poética. Porque ese hueco que genera la palabra (parábola) al pegar de costado sobre algo que no está allí, sólo puede ser colmado por la imagen. Es la imagen la que dará contenido y sentido a lo esotérico que habita el espacio determinado por la sonora cáscara. Es la imagen la yema de ese huevo, de ese germen de humanidad que es la palabra.

Pero la imagen no obra plena, eficazmente en las afueras del símbolo. Necesita de él, mantiene con él una relación simbiótica. El símbolo de la rueda (cerrada sobre sí y en continuo movimiento) con un núcleo y una periferia que giran titánicamente en un tiempo circular, se me hace un tanto estrecho para la potencialidad real de la palabra, sobre todo si el movimiento es centrípeto y no centrífugo. Así que propongo sustituir la rueda por las aspas de un molino que, también con centro y periferia, “soplen” espirales infinitas de un aire en movimiento centrífugo, donde la palabra-símbolo no se agote en un tiempo circular, cerrado sobre sí, simétrico, sino que resulte inagotable en otro tiempo abierto y asimétrico. Y sí, “…todo símbolo es una cadena, un derrotero designante que nunca llega y nunca toca lo signado…” Según Jung: “Un símbolo pierde su virtud mágica, por decirlo así, o si se quiere, su virtud redentora, tan pronto como su reductibilidad es reconocida. Por eso un símbolo activo ha de tener una hechura inasible.

O sea, que volvemos a necesitar a la imagen re-dimensionando, re-significando continuamente la palabra-símbolo (o el símbolo “apalabrado”), con tal de que aquélla (o éste) no dejen de ser. La palabra como medio activo de conocimiento, como ente vivo cargado de significado, como vía de verdad poética, como motor simbólico… La palabra como bien primero, acaso sumo de la humanidad. ¿No debíamos poner mayor empeño en protegerla de la banalización y el vacío por los que parece seriamente amenazada?

Jorge Larrosa, hablando del lenguaje utilizado actualmente en la enseñanza universitaria (ya ven, casi nada) dice: “Un lenguaje neutro y neutralizado, que no siente nada y que no hace sentir nada, es decir, anestésico y anestesiado, al que no le pasa nada, es decir apático, un lenguaje sin tono o con un solo tono, es decir, átono o monótono, un lenguaje despoblado, sin nadie dentro, una lengua de nadie que tampoco va dirigida a nadie, un lenguaje sin voz, literalmente afónico, una lengua sin sujeto que sólo puede ser la lengua de los que no tienen lengua” (…) “En las aulas se habla cada vez más, se opina cada vez más. Todo el mundo tiene derecho a la palabra, pero a una palabra cada vez más banal, más neutra, más irresponsable, más vacía.” ¿Es esto lo que queremos para nuestros hijos? Cuidemos la palabra, para que a pesar de las maniobras insistentes de la nada, podamos decir con Francisco Pino: “…y sin embargo en ellas, las palabras/ me dispuse inocente a ser eterno.” De él, de Pino, son las imágenes que acompañan este texto. Muchas gracias a todos los amigos que comparten sus libros conmigo. Muchas gracias de nuevo a Hugo por este libro en particular. Si pueden, léanlo. Se lo recomiendo. (Universidad Católica, Córdoba, Argentina, 2010)




Amarga coda:

Al margen del tema central de esta nota, contesto algo que considero una innecesaria excrecencia en el discurso del texto comentado. Mucho medité si sería o no conveniente hacerlo, si sería mejor obviar el “desliz” o tratarlo en otra entrada, pero, aunque no me resulta agradable, no supe evitarlo, pues el asunto me inquieta especialmente. Si, como es el caso, recomiendo un libro, no quedo tranquilo mirando a otro lado en estos espinosos detalles, por colaterales o subsidiarios que puedan parecer.

En la tercera conferencia, el profesor Elías Isaac “patina” regaladamente con tal, creo yo, de resultar confortable al auditorio. Tal vez, si en lugar de oral, el discurso hubiera sido escrito, el autor no habría desbarrado así, quién sabe. Dice en la página 184: “Cuando hablamos de lo ‘árabe’ no estamos hablando de la raza árabe. Cuando hablamos nosotros de la lengua castellana no estamos hablando de los españoles. Yo no tengo ningún motivo para odiar ni rendir homenaje a los españoles, pero sí a la lengua castellana, que si no fuera por ellos no hubiera llegado acá, no me interesa lo que sean, lo que hicieron los españoles, pero sí me interesa la lengua castellana, que llegó gracias a ellos, se les cayó, como dice Neruda, de las botas, de las barbas, de los yelmos, se les cayó, quedó en casa con nosotros. Y cuando se habla de lo árabe con ustedes, me estoy refiriendo a la lengua árabe, no a la raza árabe. Quizás la raza árabe sea la que menos entienda y comprenda la lengua árabe. El profeta Mahoma decía ‘Aquel que habla árabe, la lengua árabe, ese es árabe’. Pone la referencia en una comunión de lenguas, no en una comunión genética o racial.

Vaya joya. Qué comentario tan infeliz... ¿Pero qué necesidad tenía usted, profesor, de soltar ese rosario de incoherencias en medio de un tema tan interesante? No, no lo paso por alto aunque me duela, porque este pasaje, además de provinciano, es peligroso. A ver, ¿qué cautelas ve usted necesarias frente a españoles y árabes? “…no me interesa lo que sean, lo que hicieron los españoles…” Esto ¿qué quiere decir? “…se les cayó (la lengua), como dice Neruda, de las botas, de las barbas, de los yelmos, se les cayó, quedó en casa con nosotros…” ¿Y esto…?

Profesor, no sé si podrá leerme, pero ese “nosotros” incluye (o debía incluir) a españoles y árabes. Las lenguas no se caen, se siembran y fructifican, como usted bien sabe, en lo más profundo de una cultura. ¿O es que a los romanos se les cayó el latín en Hispania? ¡Por Dios! Una tontería, si dicha por Neruda, sigue siendo una tontería, e igualmente cubre con su torpe manto a todo el que la airea.

Ese “nosotros” está también (y necesariamente) integrado por españoles nacidos en los virreinatos del Perú y del Río de la Plata, o en sus intendencias (actual Argentina) según la época de que se trate. Ellos, nuestros ascendientes, fueron los que sembraron el castellano allí. Y ellos, afortunadamente, llevaban con su lengua, no sólo el germen de las lenguas semíticas, sino también la sangre árabe y bereber. Llevaban este germen junto al indoeuropeo, al grecolatino, al celta...

España es (y ya era entonces) un fabuloso crisol de culturas. ¿A qué le teme usted? Usted, cuando habla de lo árabe, lo español, la lengua castellana, ¿piensa en los chinos, en los maoríes, o sólo en los actuales latinoamericanos? ¿Cómo puede leer tanto, profesor, creer tanto en la palabra, en su capacidad de ceñir verdad, de signar realidad, y decir tales cosas tranquilamente? Si según Mahoma (citado por usted) “Aquel que habla árabe, la lengua árabe, ese es árabe”, ¿qué son aquellos que hablan castellano? ¿aymaras?

No sé qué público tuvo en estas conferencias, pero fuera el que fuera, semejante comentario era, cuando menos, ocioso. Según Mahoma (insisto, citado por usted) usted y yo, ambos, somos castellanos por obra y gracia de nuestra comunión lingüística, aunque hayamos nacido en Argentina y Cuba respectivamente. ¿A usted le incomoda? A mí no. Pero no lo creo así. No me siento castellano (sólo) por pensar y hablar en este idioma, porque realmente la única patria chica que no me parece excesivamente provinciana (más allá de la lengua) es la mediterránea. Usted y yo tal vez seamos todavía ciudadanos, incluso súbditos griegos. Todos los occidentales, todos, lo somos en buena medida.

Amplíe, por favor, ese “nosotros” y no haga de su discurso, tan necesario, esbelto y esponjado, merced a estos inoportunos deslices, un retraído bonsái para el acomplejado jardín anterior de una imberbe casita de provincia. Usted sabe (lo cito) que “la palabra es válida como una campana cuando llama al silencio.” Pues hay que tener cuidado no vayan a resultar las palabras, torpemente usadas, cornetas que llaman a rebato… Lo dicho en esta amarga coda no empaña para nada lo sugerente que me resultó el libro, pero a veces, y como bien dice el refrán, “donde se cae el mulo hay que darle los palos”. Lo siento, pero tenía que decirlo aquí y ahora. ¿Demasiado hispano? Puede ser…

     

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