sábado, 29 de septiembre de 2012

¿Tirio-troyanos en Murcia, en La Habana? (Castro desciende de Eneas y Dido)





Lo intuía, casi lo sabía: Fidel Castro desciende de Eneas y Dido. Ayer leí en “El País” la noticia que me permitió cerrar definitivamente el círculo sobre los orígenes de Castro. ¿Cómo no había sospechado antes la estrecha relación de Eneas y Dido con Murcia? Ya tenía situada la cuna del brutal dictador cubano en esta región de España, pero ¿cómo había llegado hasta allí su estirpe? y, sobre todo, ¿cuál era? Ah, los arqueólogos, qué gente tan útil. Viva la madre que los parió... Ayer terminé de saber que en La Bastida (Totana, Murcia) hay una suerte de “réplica” de la cuidad de Troya. Las ruinas de su fortaleza ya no dejan lugar a dudas: hablan de una ciudad de la Edad de Bronce, con más de 4.200 años de edad y con una ingeniería militar que emula a la troyana, nunca antes vista en tal época y tan occidental enclave. En menos de un minuto lo vi todo clarísimo. Creo que lo tengo. A ver qué les parece:

Eneas huye de Ilión rumbo a Hesperia, que, como sospechábamos, tiene su capital en Murcia. Todo parece indicar que el héroe va a Tracia, de ahí a Creta, luego bojea el Peloponeso hasta Epiro, cruza el mar jónico hasta el sur de Italia, lo rodea, llega a Sicilia y de allí a Cartago, donde supuestamente tiene su aventura con Dido antes de partir al Lacio. Hasta ahí todo parece claro, pero… Los romanos estuvieron siempre muy interesados en hacer girar la historia en su torno, y Virgilio tenía que dar a Octavio (Augusto) una buena dosis de divinidad sin mácula alguna. Así que el poeta, con toda intención obvió que Eneas “se benefició” a Dido precisamente en Murcia, en una gruta situada en las afueras de La Bastida. Sí, Dido, antes llamada Elisa, que procedente de Tiro había fundado Cartago para reinarla, veraneaba en Murcia, en el mismísimo Jardín de las Hespérides que, aunque confesos antimurcianos se empeñan en localizar en Andalucía, es obvio que estuvo en Murcia, porque Tartessos, señores, no fue ni gaditano, ni sevillano, sino murciano.

Cuando, a instancias de Júpiter, intervino Cupido para enredarlo todo, Dido, perdidamente enamorada de Eneas, con la excusa de participar en una cacería conjunta, decide viajar con éste al célebre jardín murciano para consumar su amor en el más sugerente entorno posible. Allí, en Murcia, lejos de Cartago, Eneas desvirgó a Dido, porque aunque la reina estaba estratégicamente casada, nunca había llevado tal negocio hasta su colmo carnal. Ya sabemos cómo acabó la relación Dido-Eneas, pero lo que nunca se dijo ni escribió es que Dido no se quitó la vida como quiso hacernos creer Virgilio. Aunque Eneas no lo supo, Dido le dio un hijo, murciano él, al que abandonó en su ciudad natal antes de regresar despechada a Cartago.

Sabemos también que años más tarde, Dido, temerosa de las posibles represalias que contra ella pudiera urdir su propio hijo, desde Cartago ordenó destruir toda la civilización tartesia, o sea, murciana. Pero además, ordenó que desapareciera cualquier indicio capaz de legar a la historia datos sobre este asunto, especialmente sobre aquel hijo fruto de una relación adúltera y fallida. Cuando cayó Murcia, La Bastida dejó de ser una floreciente villa fortificada al estilo de Troya, y el Jardín de las Hespérides degeneró en el agreste ascendente de la actual huerta murciana…

En fin, pude averiguar que, destruida La Bastida, el hijo de Dido y Eneas, que pudo salvarse apadrinado por un caballero de origen catalán, se educó en el seno de una familia de Cartago Nova ya entonces apellidada Castrum (campamento fortificado) tomando su patronímico para no llamar la atención. Los orígenes de esta familia son desconocidos, pero su descendencia, sobre todo a partir del célebre vástago tirio-troyano, es muy relevante. Al parecer, el apellido se mantuvo vivo en la Iberia prerromana, y también en la Hispania romana, en la visigoda, en Al-Ándalus… Estuvo vinculado después a la rama aragonesa de la secta cátara, aunque a su linaje pertenece, incluso, un meapilas como Jaime I el conquistador que, aunque se pretenda negar, también fue murciano (¿de Montpellier?, sí, menudos acaparadores son los franceses). Jaime I, aunque sólo de soslayo, recuperó nominalmente su abolengo divino (recordemos que Eneas era hijo de Venus) y lo proyectó, ya romanceado, en el apellido de su hijo bastardo, Fernando Sanchís de Castro. (Otros Castro aparecieron en Burgos, Castilla, pero esos nada tienen que ver en esta historia, que en origen es mediterránea, sobre todo murciana, valenciana, balear, catalana, y, como mucho, aragonesa).

La rama mediterránea del apellido Castro, del original Castrum, a la que pertenecía por vía adoptiva el hijo de Eneas con Dido, encepó en Murcia, y se extendió en esta región hasta el medioevo y el renacimiento. Aún estaba muy viva, cuando en el siglo XVIII Carlos III dijo aquello de: “ni gitanos, ni murcianos, ni gente de mal vivir quiero en mis ejércitos”. Claro, entonces todavía España era un imperio a tener en cuenta, y los Castro de ascendencia tirio-troyana, que se sintieron relegados en Murcia, decidieron dejar de ser murcianos para convertirse en gallegos.

A Galicia llegaron y se hicieron confundir con los Castro de origen burgalés que allí vivían, pero siempre guardando celosamente las claves de su origen semidivino, y transmitiéndolas en secreto a sus descendientes. De esos Castro, los tirio-troyanos devenidos galaicos postizos, sin dudas desciende el padre del Castro caribeño. Esto se lo dijo Fraga al dictador cubano en un raro aquelarre gallego que idearon y compartieron nada más conocerse. Lo puedo confirmar porque me lo contó la entonces secretaria de Fraga, a la que tuve que explicar en una ocasión qué quiere decir eso de “comen lo que pica el pollo”, pues al parecer con esta frase el Castro caribeño, ultranacionalista él, se refería a todos los gallegos apellidados Castro por la línea burgalesa. Sí, de Troya y Tiro a Cartago, de Cartago a Murcia, de Murcia a Galicia, de Galicia a Holguín…

En el oriente de la isla de Cuba, también tuvo Ángel Castro un hijo bastardo: Fidel, al que bautizó ya mayor, pero desde muy pequeño contó en gallego, y en un castellano muy rudimentario, todos los detalles de este relato. El Castro caribeño, fidelis a su estirpe, claro, heredó lo peor de sus antepasados, pero además, lo pulió estudiando con los jesuitas. De Eneas le viene la habilidad para mentir en pos de su meta. De Dido le vienen su carácter histérico y el gusto por las grutas que avivan las más oscuras pasiones. No se sabe a ciencia cierta de dónde le viene su impulso asesino, pero cuentan que Pigmalión, el hermano de Dido, era capaz de asesinar incluso a sus familiares más próximos…

Emulando el periplo de sus regios ancestros, con una fijación insana por todo lo occidental, el Castro caribeño, tristemente deslocalizado, periférico, decidió moverse desde Holguín a La Habana para hacer valer en su nuevo y escorado Egeo lo peor de su casa. Allí proclamó (cómo se le ve el plumero) su célebre y pomposa frase: “la historia me absolverá”. Y así estamos. Lo demás es de todos conocido, pero comenzó, como podrán leer ahora, en los hechos que recoge este extracto del primer libro de la Eneida que les copio abajo. Si, queridos lectores, Castro desciende de Eneas y Dido, aunque haya acabado zambullido en un apartado reducto de la historia. Ay, la mentira nunca tiene un final feliz…  


Cupido se presente y encienda con sus regalos
la pasión de la reina, y meta el fuego en sus huesos.                                   
Y es que teme a una casa ambigua y a los tirios de dos lenguas;
la abrasa feroz Juno y aumenta por la noche su cuidado.
Así que con estas palabras se dirige al alígero Amor:
«Hijo mío, mi fuerza, mi gran poder, el único
que despreciar puede los dardos tifeos de tu excelso padre,                                  
en ti me refugio y suplicante tu ayuda reclamo.
Que tu hermano Eneas anda en el mar sacudido
por todas las costas a causa del odio de la acerba Juno,
lo sabes muy bien y a menudo de nuestro dolor te doliste.
Ahora lo retiene la fenicia Dido y lo entretiene con blandas                                  
palabras, y me temo a dónde puede conducirle
la hospitalidad de Juno: no dejará pasar ocasión como ésta.
Por eso estoy planeando conquistar antes a la reina con engaños
y ceñirla de fuego, para que no cambie por algún otro dios
y conmigo se vea atada con un gran amor a Eneas.                                    
Escucha ahora mi plan para que puedas lograrlo.
Por orden de su querido padre se dispone a acudir a la ciudad
sidonia el niño real, el objeto mayor de mis cuitas,
llevando consigo los presentes rescatados al mar y a las llamas de Troya;
voy a ocultarlo, profundamente dormido, en las cumbres                          
de Citera o en la sagrada morada de la Idalia,
para que enterarse no pueda de mis engaños o interponerse.
Tú, por no más de una noche, toma su aspecto
con engaño, y, niño, como eres, viste los conocidos rasgos del niño
de modo que, cuando te tome en su regazo felicísima Dido                                  
entre las mesas reales y el licor lieo,
cuando te dé sus abrazos y te llene de dulces besos,
le insufles sin que lo advierta tu fuego y la engañes con tu droga.»
     



Si quieren comprobar la veracidad de la noticia que me hizo comprender todo este asunto, aquí tienen el enlace:

http://cultura.elpais.com/cultura/2012/09/27/actualidad/1348779950_910952.html

sábado, 22 de septiembre de 2012

La imagen, esencial demasía





Días atrás, un conocido, que según sus propias palabras se considera a sí mismo “conforme y orgulloso beocio”, con cierta ironía me preguntó sobre el nombre de este blog. Le parece raro, y una sonrisa socarrona se dibujó en su rostro cuando, por elemental cortesía, le respondí someramente (intuí que no había margen para más) explicándole el abecé del concepto de imagen que aquí se maneja. No sé si ha leído alguna “entrada” además de aquella donde hablaba yo de “los beocios”, pero modestamente creo que le habría resultado útil hacerlo. En cualquier caso, por ocioso que pueda parecer a mis lectores cómplices, y aunque a veces me repita, (pido disculpas por ello si ocurre) con relativa frecuencia siento la necesidad de abundar de forma directa (indirectamente lo hago siempre) en lo que significa la imagen para el hombre. Puede que no me lean quienes más lo pudieran rentabilizar, lo sé, pero quién sabe si “arañando vaho”, como diría mi colega Baruque, vamos logrando poco a poco vías de transparencia, fértiles rasguños que, por exiguos que sean, vayan abriendo el necesario claro en tan postiza y dañina nebulosa. Con esa ilusión trabajo. Aunque nace del referido incidente, no es éste, sin embargo, un texto con pretensiones contestatarias o polemistas. Ojalá pudiera alcanzar una “lucidez confortable” que, muy lejos del pugilato, sin combatir a nadie, ni siquiera a los más escépticos en esta materia, aportara alguna claridad en un ámbito para muchos tan oscuro.     

La vida, según Bergson, es un impulso, “una imprevisible creación de formas” (…) “una fuerza espiritual que extrae de sí misma más de lo que contiene”. O sea, la vida (humana, maticemos) es una impulsiva fuerza espiritual creadora de formas. En lo esencial, estoy de acuerdo. Y esa fuerza espiritual extrae de sí misma más de lo que contiene. También de acuerdo. Pero ¿qué más? ¿cuál es el enigmático “además”? Pues yo creo que ese “además” es precisamente la imagen. En este blog dedicado a ella, es lógico que busquemos entenderla. No digo definirla con exactitud o razonarla en profundidad, porque esas son tareas muy difíciles para las que no me creo capacitado, pero sí distinguirla (¿qué menos?) e incluso reducirla a palabra hasta donde sea posible para poder encomiarla con ciertas garantías. Puesto a ello, cuento esta vez con un pensador y un poeta (Bergson y Lezama) para que me ayuden a contrapesar el tiránico positivismo que gobierna nuestro tiempo. Porque eso de que la vida es una fuerza espiritual ¿acaso no parece hoy una majadería, una excentricidad? ¿Y no lo parece todavía más que esa fuerza espiritual pueda sacar de sí misma más de lo que contiene?

Para Bergson, lo real es sólo duración o cambio; el ser se reduce al movimiento. Claro, la inteligencia toma instantáneas de la duración, ya que necesita “representarse estados y cosas”. Entonces la inteligencia sustituye interesadamente la continuidad por discontinuidad, la movilidad por estabilidad. La inteligencia crea y fija imágenes, (formas, figuras, ideas) siempre provisionales, (porque la imagen, si es buena, jamás se atiene a una formalización definitiva) a través de las cuales puede “suspender” artificialmente el continuo movimiento para intentar entenderlo y razonarlo. Lezama, que en muchos sentidos era bergsoniano, dijo: “Ya la forma no puede ser definida como la etapa última de la materia, sino como el momento más eficaz para que el movimiento pueda ser captado sin ser detenido”. Y también dijo: “La penetración de la imagen en la naturaleza engendra la sobrenaturaleza” (…) “frente al determinismo de la naturaleza, el hombre responde con el total arbitrio de la imagen”.

Entonces estamos ante un animal (el hombre) que es en un escenario en constante movimiento, un escenario que resulta el movimiento mismo. Pero este animal tiene la capacidad de “pausarlo” para poder captarlo en eficaces momentos, mediante artificiales instantáneas (imágenes: formas, figuras, ideas) como vía para penetrarlo, conocerlo. Y penetrándolo de esa manera única, artificiosa, incluso tramposa, no sólo logra pesarlo, medirlo, dotarlo de sentido, sino que lo sobrepesa, lo sobredimensiona, lo sobrecarga de significados hasta poder convenirse en él. Extrae de él más de lo que contiene. Sí, a través de la imagen el hombre convierte la naturaleza en sobrenaturaleza, la grosera realidad en realidad habitable, el polvo matemático en humana escena. No es poca cosa lo que digo. Puede parecer, resultar temerario, pero estoy diciendo, no sólo que la imaginación es un agente más en el proceso cognoscitivo, cosa aceptada por casi todos, (“Se considera a la imaginación como una facultad intermedia, puesto que está a ‘medio camino’ entre la sensibilidad y la inteligencia”, diría, por ejemplo, Lluis Pifarré) sino que tal vez sea el principal motor en este proceso. Digo que mediante imágenes conocemos el medio en que somos y aprendemos a convenirnos en él. Casi nada…

El hombre es un animal que imagina. Es justo esa exclusiva capacidad para la imagen lo que le permitió distinguirse primero y escindirse después de la bestia. Donde ésta dependía únicamente de los sentidos (veía presas, escuchaba aullidos, seguía rastros…) el hombre imaginaba escenarios que no podía percibir con ellos; creaba cielos, reinos, dioses, dimensiones espacio-temporales imposibles de captar por vía sensible, generando así estados de consciencia totalmente reales (pues no hay nada más real que la imaginación, Lezama) que ni están en el espacio (Bergson) ni sustancian fuera de la poesía. Estados de consciencia, digo, que comienzan y acaban en la imagen, que se almacenan en una memoria necesariamente imaginativa. 

La inteligencia y la imaginación íntimamente ligadas y concurriendo activas en un creador empedernido, en un animal-artista, un animal que conoce (intuye, comprueba, razona) siempre por medio de la imagen inteligente; un animal que además memoriza y consolida así una experiencia muy condicionada por su imaginario… 

Un ser imaginativo, un creador, un artista, eso es, para empezar, todo hombre. Todo hombre, sí, no importa cuáles sean ni su inclinación ni su consciencia al respecto. Todos somos artistas, cuando menos, en potencia, y en alguna medida todos lo somos también en acto. No es ésta una cuestión sujeta a preferencias. La imaginación puede ser una aptitud a desarrollar culturalmente, pero el origen de la aptitud misma, la capacidad de imaginar (que me perdonen psicólogos y antropólogos el intrusismo) debe venir impresa en nuestro genotipo, ya sean los genes marcados para ella, más o menos recesivos o dominantes según el individuo. Cito ahora a Roger Verneaux, que aludiendo a ideas de Ravaisson, escribe: “…el arte es la más profunda intuición y la más perfecta expresión de la naturaleza. La ciencia no hace más que trazar los contornos generales de las cosas. El arte penetra en su intimidad, hasta su misma alma. No sólo revela la forma de los seres, que es su esencia individual y su belleza, sino que también capta la tendencia, el movimiento que engendra la forma, y que constituye su gracia.” 

¿Por qué tenemos que repetir hoy estas cosas? Pues porque hoy más que nunca son puestos en solfa el hombre-artista, o sea, el hombre-hombre y la imagen de que se vale para serlo. En un ambiente tremendamente positivista, cientificista, determinista, el hombre parece alejarse progresivamente de su más profunda razón de ser. La imagen, de oscura cuna, aunque como dije, es a un tiempo vía y resultado de una actividad netamente productiva: conocer; cayó en desgracia frente al omnipresente y omnipotente láser. Los ojos del hombre, con párpados tiesos en eterna “on position”, están condenados al deslumbramiento, tanto, que anuncian ceguera incorregible. Dijo Shakespeare: “Si cierro más los ojos, mejor veo”, pero hoy padecemos también una sordera especialmente inmune a los poetas. Por eso, justamente por eso debemos repetir estas cosas. 

Sí, la vida es un impulso, “una fuerza espiritual que extrae de sí misma más de lo que contiene”. Extrae de lo imaginable el enigmático “además”: la imagen. ¿Realmente vivimos una vida humana si no participamos esta esencial demasía? No. No podemos evadir participarla sin renunciar a ser humanos. El hombre conoce imaginando, es imaginando… Contra la verdad en sí, tendenciosamente inclinada a la NADA, aciaga, el hombre tiene una pócima perfecta: la imagen, una verdad fuera de sí, propensa al TODO, feliz.

    


sábado, 15 de septiembre de 2012

Líbrate de la libertad antes de entrar al amor





                                        Para Juan Carlos Quesada  


Líbrate de la libertad antes de entrar en mí.” Sírvanos este magnífico verso de Antonio Gamoneda que parafraseo en el título, como pórtico al tema de esta “entrada”: las ineludibles consecuencias del amor. Al tanto de los episodios que viví en días pasados con relación al embarazo y el parto de nuestra perra Sombra, mi gran amigo Juan Carlos Quesada me pidió que explicara en un texto la identidad y la magnitud de los sentimientos que habían operado en aquel evento. Estuve un día entero hablando de ello con mi también amiga y experta criadora de perros Mercedes Escudero, mientras padecíamos, Marisela, ella y yo, las tensiones vinculadas a una espera preocupante, pero quedé tan exhausto, que dije a Juan Carlos (también lo había dicho antes a Mercedes) que no quería escribir sobre ello, que me lo guardaba todo esta vez. Ya ven, lo reconsideré, por complacer a mis amigos que se lo merecen todo, y porque tal vez pueda verter algo de luz sobre el asunto, una vez atravesado y superado el difícil trance.

Existe hoy en día en Occidente, sobre todo en el llamado “Primer Mundo”, una peligrosa tendencia a evadir el dolor cueste lo que cueste. Desde que nacemos somos “víctimas” de unos padres que pretenden apartarnos de las frustraciones como de la enfermedad o la muerte. Que no nos duela nada, de eso se trata. A cualquier precio, que no nos duela nada… De aquel sufrir en este mundo como vía para ganar el otro, hemos pasado a este no sufrir perdamos lo que perdamos, aunque lleguemos a perder, incluso, la capacidad de amar. Porque claro, ¿cómo se enfrenta el indolente al amor?

Asumiendo que el amor duele (porque es así, digan lo que digan, el amor no nos deja ir “de rositas” por la vida) debemos escoger entre el fértil encontronazo con su testuz, o el estéril e indoloro paseo por su perimundo; entre la levedad de una vida indolora, indolente, sin amor, o la gravedad de una vida militante, gastada jirón a jirón en sucesivos y frecuentes lances amorosos. Suena romántico, lo siento, pero es así. Nadie que no esté (pre) dispuesto al dolor puede experimentar en plenitud el amor, o sea, el ser humano. Sí, el amor en su más amplia acepción nos hace hombres.

Una vida sin amor, sin dolor, no es humana. El amante no escatima el dolor. Enrolado, enviciado en el amor, aunque esté muy lejos de aquella vocación romántica por el abismo redentor, no dice no ante lo amado sea cual sea el precio. El amor es la imagen por excelencia, es el verdadero primer motor; colma de los pies a la cabecera la totalidad del templo humano. El amor carnal por el otro, el amor entre semejantes que se desean, ese tan fácil de reconocer, ha marcado el imaginario y hasta la historia de la humanidad. Recordemos los avatares de Paris y Helena, Aquiles y Patroclo, Edipo y Yocasta, Medea y Jasón, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Don Quijote y Dulcinea… Pero también recordemos las consecuencias de amores tan difíciles como el de Cleopatra y Marco Antonio, o el de Pedro de Portugal e Inés de Castro. Aventura, guerra, muerte, dolor, pérdida de la libertad que cedemos gustosos, pérdida incluso de la vida… Pero no es este amor por el semejante deseado el que más me interesa aquí y ahora. El amor nos obliga a sacrificios aun cuando aterrice (o alunice) en seres o cosas bien distintas a nosotros. Si somos capaces de amar, estaremos siempre a merced de lo amable, esto es de nosotros mismos y también de todo lo OTRO.

Pocas veces percibí la fuerza y el precio del amor actuando tan a fondo en una imagen, como lo hice al ver los cuerpos petrificados de los perros de Pompeya. Aquellos perros que seguro presintieron el desenlace fatal y por amor no abandonaron a sus dueños. Los que pudieron huir y no lo hicieron, y también los que fueron condenados por sus amos a una muerte segura, atados a la puerta de la casa para espantar a posibles ladrones. La fidelidad y el amor tienen siempre un precio, y los perros de Pompeya  pagaron el más alto, que no es, no, la muerte misma, sino la traición que viene del ser amado.

La imagen de estos perros retorcidos, calcinados, doliéndose al pagar el precio del amor, tiene una potencia tremenda y sin dudas puede tocar a todos los amantes del mundo. El perro de Pompeya es el Cristo de los perros. Su imagen vino a redimir su especie ante nosotros, ante nuestros dioses. Opera contra la cuerda que cuelga al galgo del cazador insensible, contra el expositor de cristal donde se muestra al cachorro tempranamente escindido de su camada, contra el dueño del perro abandonado en la carretera, apaleado en las esquinas más sucias de nuestras ciudades…

¿Por qué algunos somos capaces de asumir el dolor que acompaña al amor, también cuando los amados son otros seres vivos, especialmente animales, muy especialmente perros? Ah, “líbrate de la libertad antes de entrar al amor, duélete amando, no hay otra forma de hacerlo”, parece decirnos aquel perro de Pompeya. Sí, amigos, quien puede amar no sabe controlar del todo lo que ama, y quien ama está expuesto inexorablemente al dolor. Cuando amamos a nuestros perros, redimidos todos ellos en el gesto último de aquel ancestro pompeyano, estamos librándonos de la libertad para entrar en el inefable reino del amor, ese del que nunca sabremos ni siquiera el nombre. Y si ya no somos vulgarmente libres por serlo de la manera más humana posible, o sea, por ser amantes, felices dolientes, ¿qué sentido tienen para nosotros las preguntas que pretenden justificar la ejecutoria de los indolentes?

No sigo. No me quiero extender mucho esta vez. Prefiero compartir con ustedes un poema inédito que precisamente habla de estas cosas.       


Dolor
(el amor siempre duele)


Pueden instituir el reino de los analgésicos.
Pueden aislar en el amor las enzimas dolorosas
para aplicarles novísimas terapias génicas.   
Pueden establecer la felicidad por decreto
en un piélago donde el amor derive, integre,
se haga ecuación transparente para escupir aciertos
en los tibios caladeros de lo previsible.
Pueden levantar escuelas para amantes uniformados
que aprendan a levitar sobre endemoniados páramos.
Pueden hacer lo que quieran... Será en vano.
El amor siempre duele. No hay posible asepsia
donde la sangre riega.

Perdonad este discurso decadente
en los ínclitos umbrales de la holografía, pero
el amor es subversivo y anacrónico:
medra en una feliz y dolorosa mezcla
de pasión, compromiso y dependencia.
El amor no conmuta en la razón su precio,
no se entrega en indoloros cuantos.
El amor duele, cuesta.

Atended,
descreídos pimpollos de lo inmune,
el amor no es un protectorado de la ciencia.
El amor tiene un precio y no se regatea.
Escuchad,
hasta en la periferia de lo humano suena. Sí, 
nos lo ladran, hace ya una era,
calcinados, detenidos en su aullido pétreo,
frente al Vesubio exhausto
del que por amor no huyeron
––no quisieron o no pudieron hacerlo––
los perros de Pompeya.





viernes, 7 de septiembre de 2012

Los beocios. Bragas sucias para la lírica




“Al menos 13 personas han sufrido una intoxicación el pasado fin de semana después de asistir a la lectura pública de un poema en mal estado, según han señalado fuentes del Institut Català de la Salut (ICS). De las 13 personas afectadas de ‘pesadumbre vital, dolor del alma y un amor desbocado hacia una persona indeterminada, quizá un ideal’, entre otros síntomas, al menos 6 continuaban la tarde del domingo llorando en el Hospital de Sant Pau y ‘buscando respuestas en el ocaso’ en palabras de los médicos que las atendieron.
 
‘La rosa del desierto’, el local barcelonés en el que tuvo lugar la lectura pública del poema en mal estado, ha sido clausurado esta mañana. ‘La poesía es un arma cargada de futuro, y si cae en malas manos pasa lo que pasa, coño. Por suerte, hay pocos aficionados a la poesía hoy en día y no tenemos que hablar de pandemia’, explica uno de los policías que ha cerrado el establecimiento. El poema, que no se puede reproducir por motivos evidentes, arrancaba con los versos ‘No alabes mi belleza maltrecha’ y terminaba con la expresión ‘pozo sombrío’.
 
El departamento de intoxicaciones alimentarias del ICS ha abierto ya una investigación para determinar, mediante comentarios de texto, cuál de los versos es el que habría sumido en un profundo estado de pesadumbre a los que asistieron a la lectura. El poeta aficionado, autor del poema en cuestión, ya ha pasado a disposición judicial y se verá en la obligación de justificar todos los recursos estilísticos usados en el texto. Se comprobará así si los copió de algún sitio y si el poeta está capacitado para abrir su corazón en locales públicos o debería conformarse con guardar sus versos en un cajón y sentirse incomprendido y eternamente desamparado...”

Mi buen amigo Gregorio, muy preocupado, me envió hace unos días esta rara y triste noticia publicada el pasado febrero en un diario barcelonés. Confieso que me contagió su desazón. Y no sólo por la suerte de los intoxicados, que también, sino porque alrededor de esa fecha entregué a otro amigo unos poemas míos que me pidió para leer precisamente en aquel local de Barcelona, pues quería ver si lo contrataban como lector-mesero, que al parecer así se llama ese nuevo oficio tan en boga de leer poesía en restaurantes y bares. Claro, a pesar de que han pasado varios meses, lo primero que me dije (pregunté) fue: Caray, ¿alguno de mis poemas habrá intoxicado a “la peña”? (Sí, digo “peña” por si acaso soy culpable, para irme congraciando con los afectados) ¿Habrá estado preso Horacio (así se llama mi amigo, el candidato a lector-mesero) por leer mi poesía? Aunque los versos citados en la noticia, créanme, no son míos, rápidamente llamé a Horacio, quien en ese momento, contratado para fines de semana en otro local llamado “Danubio azul”, leía poesía ante un público escéptico y adormilado. ––Luego te llamo, me dijo. En fin, cuando pudimos hablar con tranquilidad, me explicó que todo aquello de “La rosa del desierto” era un bulo más levantado por una secta llamada “Los beocios”. Añadió que algunos de los presentes en aquella lectura donde, entre otras cosas, leyó mis poemillas, se habían mareado un poco, pero que de sobra fue comprobado en el hospital donde los atendieron y trataron, que el mareo se debió al consumo de mala prensa tras una gran ingesta y en un ambiente poco iluminado; pues los señores, después de los postres y mientras Horacio leía, habían abierto un periódico para intentar, a la luz de las velas, cazar imágenes y titulares. Bueno, aunque mucho más tranquilo y aliviado en todos los sentidos (los intoxicados, el pobre Horacio, mi poesía) aquello de “Los beocios” me causó una nueva inquietud. ¿Quiénes son? ¿A qué se dedican realmente? ¿Cuánto nos debemos cuidar de ellos? En fin, desde entonces no hice otra cosa más que indagar al respecto, hallando tanto y tan curioso material, que no puedo sujetar la tentación de compartirlo con ustedes.

Pude averiguar que todo comenzó precisamente en Beocia a finales del siglo VI a. C., cuando en las afueras de Cadmea (Tebas) un extranjero, indigente y medio loco, en un arranque de prepotencia dijo a los campesinos del lugar que, en Samos, su isla, había nacido un iluminado al que llamaban Pitágoras, capaz de lograr que el orfismo, verdadero germen de la poesía, siguiera vigente muchos siglos después de que fuera olvidado Hesiodo. Al parecer los campesinos beocios, que aun analfabetos adoraban a su célebre compatriota, sin tener en cuenta que aquel extranjero era un vulgar provocador, se organizaron para intentar abortar el vaticinio. Así, de esa manera tan insólita, nació la secta “Los beocios”, enfrentada primero a “Los órficos” y después a todo lo que fuera POESÍA, porque increíblemente los campesinos de Beocia no tenían a Hesiodo por poeta (qué disparate), sino por historiador; y su Teogonía era para ellos el Manual de Ciencia por antonomasia, el Libro Universal, vaya, el mismísimo Tratado de la Verdad. Donde Hesiodo sembró esponjada imagen, había prosperado esa leyenda a la que muchos llaman verdad, de tal manera que, cualquier cosa que no hubiera escrito Hesiodo, sencillamente no era, mucho menos si se expresaba con palabras y conceptos que ni ellos ni su ídolo habrían comprendido nunca.

En fin, según pude leer en documentos de muy difícil acceso, cuyo origen todavía no debo revelar, los beocios, movidos por un ideal tan simple y visceral, gracias a su tozudez y mala leche han conseguido llegar hasta nosotros, tan vivos y activos, que pueden plantarse en un local de Barcelona donde se lee poesía, y ofrecer un periódico de dudosa calidad a quienes, después de una comilona, se disponen a escucharla; y no contentos con provocar en ellos la lógica intoxicación, difunden en la prensa que muchas veces controlan, que el daño fue causado por la poesía. Bueno, por lo que llaman poesía en mal estado, una suerte de saco de boca ancha en el que meten a toda poesía (buena o mala) que use formas y palabras que ellos no captan; y del que sacan toda poesía (buena o mala) que use formas y palabras que simplemente les suenan. Los beocios no sólo se dedican a intentar destruir lo que les queda grande, sino que ayudan a construir falsas cimas poéticas para tener leña fácil al alcance de su hoguera. Según parece, tienen una sección que va minando lo grande y animando lo grandilocuente; y otra sección que, en paralelo, ensalza lo trivial. Entonces, al animar lo grandilocuente crean la necesaria confusión con relación a lo grande, y ensalzando lo trivial rematan la faena: lo grandilocuente desplaza a lo grande para que su lugar sea ocupado final y fácilmente por lo trivial. Un lío, pero así funcionan. Lo trivial, innecesario y perecedero es su meta: el fondo perfecto, según ellos, para que sobre él figure la excelente obra de su líder espiritual. Si, kafkiano pero cierto. Le gustará saberlo a Gregorio.

Aunque no puedo en esta entrada contarles todo lo que averigüé al respecto, transcribo unas pocas de las anécdotas que más me llamaron la atención sobre la retorcida actuación de esta secta a lo largo de la historia. Cuentan que regularmente introdujeron espías en la servidumbre de pensadores, poetas, daxógrafos e historiadores para arrimar el ascua a su sardina. (Con el único que no se metieron nunca los beocios fue con Píndaro, pues, aunque fue un poeta rarísimo, era un coterráneo, y además, muy crítico con Homero). Así lograron, por ejemplo, convencer a muchos de que Pitágoras era un líder religioso y un seudocientífico, más que un filósofo o un poeta, y sin éxito intentaron reducir su legado, como mucho, a los hallazgos en geometría. Un adepto a la secta, al servicio de Heráclito, se encargaba diariamente de indisponerlo contra los necios hasta provocar sus salidas de tono, con tal de convertirlo en un apestado. También aplaudía sus tesis aunque no las entendía para inducirlo a una complejidad condenatoria. Este “ayudante”, que lo sobrevivió, llegó incluso a cambiar el sentido de algunos de sus pensamientos. Cuentan que aquello de “no te podrás bañar dos veces en el mismo río” es su versión interesada (hasta los beocios, sin pretenderlo, a veces aportan cosas) de la verdadera y mucho más simple frase heracliteana: “los estúpidos sólo ven agua en el río”. Esta gente manipuló las paradojas de Zenón, metió picapica en el tinajón de Diógenes, penetró el ámbito de Sócrates. Sí, Jantipa (su esposa) debió ser una beocia enmascarada. Convirtieron a Sócrates en un pesado y lo condenaron a muerte después de cargarle el invento de la mayéutica. Dicen que Platón no era más que un pastelero de Epicarmo, pero Epicarmo no era bien visto por los beocios que destruyeron sus obras y auparon a la posteridad las de Platón. Claro, éste, en agradecimiento al servicio que se le prestaba, siendo él mismo un poeta, expulsó a sus colegas de la República que idealizó. A Aristóteles también lo “penetraron”. Lo indujeron a salir de La Academia y comenzaron a enviarle todo tipo de animales vivos al Liceo para obligarlo a la zoología. No entendían nada de lo que dictaba a sus seguidores, pero procuraron que se mantuviera muy entretenido al margen de la poesía y redujera la poética a la simple imitación de la naturaleza. Los beocios también estuvieron muy activos en el período helenista y en Roma antes de plantarse en el medioevo. A Augusto le malmetieron con relación a ese gracioso librillo sobre amoríos de Ovidio, hasta que lograron que el emperador deportara al poeta de por vida al Ponto. A Luciano intentaron dirigirlo hacia la escultura cuando le sabían un genio nacido para la retórica. Sólo la intuición de su madre, que odiaba verlo sudado, pudo salvarlo. A Petrarca no lo soportaban. Lo incitaban a plagiar a Cicerón y a escribirlo todo en latín para después poder desacreditarlo tildándolo de mero y poco original epígono. No lo lograron, claro. A Dante le temían especialmente. Se metieron en su casa, en su obra. No soportaban su sublime aventura con Virgilio y no pararon de aguijarlo hasta que el florentino introdujo a varios de sus vecinos en el Infierno de la Comedia. Pensaban demostrar así su humanidad rasa. Y bien que lo hicieron. Bendita sea. Pero también pensaban cuestionar su intemporalidad. Ah, qué error… En el renacimiento los complejos de la secta encarnaron en un agitador llamado Aretino. Talentoso pero envidioso, pagado por el Duque Urbino (¿otro beocio?), llegó a decir: “La enorme dificultad para ascender al Parnaso es un infundio. Lo cierto es, en cambio, que resulta sumamente fácil precipitarse de él”. En el siglo de oro español los beocios enfrentaron a Quevedo con Góngora para anularlos a ambos. A Góngora le colgaron el sambenito de oscuro para enterrarlo. Lo lograron, pero sólo a medias, porque hace mucho que el cordobés universal se les aparece por las noches y los atraviesa con su lucidez, señalándolos sin remilgos dondequiera que se escondan. A Shakespeare lo avergonzaban para intentar que destruyera sus sonetos, y todavía hoy (literalmente) difunden rumores sobre su posible destinatario: que si una mujer, que si un hombre, que si una puta, todo para distraer la atención que debe prestarse a su altura poética… En el siglo XVIII tuvieron una época aparentemente propicia. Se cuenta que lograron predisponer a Goethe contra Schiller y viceversa, aunque al final fracasaron de nuevo. Se cuenta también que intentaron dinamitar la promisoria poesía francesa previendo lo que pasaría en su enorme diecinueve. En fin, llegado el momento colocaron espías contra Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud… Recurrieron a viejas tretas para encasillarlos: que si parnasianos, orfistas, impresionistas, simbolistas… raros y oscuros, peligrosos, vamos. A la Dickinson la acusaron de todo. Lograron mantenerla oculta por un tiempo, y después la tildaron de incoherente, oscura, frágil, infantil, timorata, pacata, mal poeta, rara. A Darío lo persiguieron con especial ahínco. En América del Sur no habían tenido un reto tan importante como éste. Como no podían callarlo, con éxito esta vez, lo reconozco, intentaron conducirlo a un amaneramiento excesivo y acusador. Cuentan que un falso amigo, beocio camuflado, le dictó aquello de “¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa/ quiere ser golondrina, quiere ser mariposa…”. Y luego Juan Ramón, y más tarde Lezama... Pero qué impotencia ante estas dos inmensas torres de la poesía. Cómo se resienten los beocios ante huesos tan duros de roer. Ya saben lo que contestó Juan Ramón en su célebre dedicatoria a quien le pidió (beocio, claro) que reuniera poemas suyos con tal que fueran accesibles a la mayoría. Y aquella anécdota de Lezama que hace poco me recordó mi amigo Luis Enrique Valdés: Un librero habanero, a todas luces pagado por los beocios, en una reunión de la empresa distribuidora que debía “mover” Paradiso, dijo: “Me llegó la novela Paradiso que, según cuentan, es pornográfica. Unos dicen que es buena y que debemos venderla. Otros que la recojamos. ¿Qué hago?” El hombre no sabía que Lezama, su autor, estaba presente (infiltrado órfico) en el conclave beocio. Mas éste tomó la palabra y le dijo al librero: “Usted, se ve, es un hombre joven, pero ¿recuerda los zeppelines?” El librero, nervioso, preguntó: “¿Los zeppelines?” “–dijo Lezama–, aquellos globos dirigidos. ¿Los recuerda?” “Claro que los recuerdo, pero yo era muy pequeño”, atinó a responder el librero. “¿Y qué hacía usted cuando pasaba un zeppelín?”, insistió Lezama. “¿Qué iba a hacer? Nada. Lo veía pasar.” Entonces llegó la conocida sentencia del maestro: “Pues haga lo mismo con Paradiso: véalo pasar.

Los beocios llegaron a penetrar y perturbar al maestro Octavio Paz en los últimos ’80 y primeros ’90 del pasado siglo, haciéndole emitir criterios poéticos facilones que evidenciaban su senil relajación. Obran desde el siglo VI a.C. en todo el planeta. Tengan cuidado, por favor… Están en los periódicos, en los jurados, en las cátedras de lengua, en las instituciones, y hasta en los locales de hostelería. Donde menos se les espera, ahí están. Siempre sospeché que son asiduos, incluso, al jurado del Nóbel, aunque a veces yerren el blanco, porque, si bien muy experimentados y socarrones, son falibles, claro.

No les cuento más porque temo cansarlos, pero si escuchan o leen alguna otra historia sobre poesía tóxica con versos supuestamente engolados, floridos o crípticos, corran el riesgo y pidan leerla, no vaya a ser que detrás del asunto estén una vez más los beocios haciendo de las suyas, tratando de pasar por corrupta a la poesía incorrupta, sólo porque le temen. Claro que existe poesía en mal estado, trasnochada, con versos afectados y vacuos, pretenciosos, regalados, decadentes, cursis… como también existe poesía en mal estado por su precoz y rampante caducidad, por intrascendente, innecesaria, flácida, amante del estéril colegueo, incluso soez, pretendidamente “directa” y presa de una contingencia a la que ruega frutos urgentes aunque resulten espurios. Sin embargo, los beocios no se muestran hostiles con esta última tendencia. Insisto, tratan que la poesía incorrupta, la buena, la que nunca caduca, se confunda con la poesía falsaria y grandilocuente, para que resulte más fácil desplazarla y entronar en su lugar a la trivial, que claro, es la que escriben o avalan, según el caso, los propios beocios. ¿Y todo esto por defender a Hesiodo, un enorme poeta, frente a Orfeo, Homero, Pitágoras… a partir del vaticinio de un provocador? Qué tontería, como si fuera necesario distinguir, en poesía, la divina providencia de la divina gracia, aun a riesgo de perderlas ambas…

Que los dejo, ahora sí. Tengo que llamar a Gregorio para contarle que la intoxicación de “La rosa del desierto” no fue poética. A ver si lo tranquilizo y hasta lo regocijo con esta kafkiana historia. Además, suena el teléfono. Debe ser Horacio, mi otro amigo, el lector-mesero, para pedirme material. Aunque apenas le pagan, hoy lee en un local llamado “La noche ébana”. El muy loco declinó hacerlo en otro bastante mejor pagado llamado “Bragas sucias para la lírica”. Eso sí, antes de cerrar, quede claro que aprecio mucho a Hesiodo. Su obra es para mí un mapa básico. Necesito a Hesiodo. Sólo temo y señalo a “Los beocios”.




















Nota para el policía que cerró “La rosa del desierto”:


Señor… sí, sí, usted, el que declaró a “El Mundo Today” que “la poesía es un arma cargada de futuro, y si cae en malas manos pasa lo que pasa, coño”, y añadió: “por suerte, hay pocos aficionados a la poesía hoy en día y no tenemos que hablar de pandemia”; escuche: la poesía es un arma cargada de futuro, claro, y de pasado, y de presente, o sea, de tiempo. Más que un arma, es un germen de humanidad, pero dejémoslo ahí, no se me vaya a intoxicar… ¿Ve usted el error que ha cometido al cerrar “La rosa del desierto”? Por muy ridículo y demodé que nos resulte el nombre del local, en aquel caso parece demostrado que no fue la poesía en mal estado el agente tóxico, sino la lectura de mala prensa en el momento y el lugar inadecuados, todo ello inducido por los beocios. Le ruego que si ve a la poesía entrar y desplegarse serenamente en locales de pública concurrencia no se asuste, espante los prejuicios y las cautelas. Si observa síntomas de indisposición en sus consumidores, antes de pensar que la poesía está en mal estado (cosa probable, por supuesto, pero sobre la cual, y a juzgar por sus propias declaraciones, usted no tiene argumentos) piense que pueden estar sucediendo muchas otras cosas. Puede, por ejemplo, que los consumidores todavía no estén preparados para ella, o que hayan sido predispuestos en su contra por los beocios a través de los medios de comunicación. Espere un rato, por favor. Si la poesía es buena, discretamente se retirará al comprobar que se encuentra en territorio infértil o enemigo. Sólo una poesía presuntamente corrupta persistirá en tales circunstancias. Si así sucede, podrá usted actuar cautelarmente, pero cuídese de hacer declaraciones rápidas a los periódicos, no vaya a equivocarse de nuevo. En fin, yo le daría un consejo: lea, especialmente poesía. Y otro, por si decide no atender al primero: siempre que pueda, al paso de la poesía sea precavido, haga usted lo que haría ante el zeppelín lezamiano, sencillamente véala pasar.