viernes, 7 de septiembre de 2012

Los beocios. Bragas sucias para la lírica




“Al menos 13 personas han sufrido una intoxicación el pasado fin de semana después de asistir a la lectura pública de un poema en mal estado, según han señalado fuentes del Institut Català de la Salut (ICS). De las 13 personas afectadas de ‘pesadumbre vital, dolor del alma y un amor desbocado hacia una persona indeterminada, quizá un ideal’, entre otros síntomas, al menos 6 continuaban la tarde del domingo llorando en el Hospital de Sant Pau y ‘buscando respuestas en el ocaso’ en palabras de los médicos que las atendieron.
 
‘La rosa del desierto’, el local barcelonés en el que tuvo lugar la lectura pública del poema en mal estado, ha sido clausurado esta mañana. ‘La poesía es un arma cargada de futuro, y si cae en malas manos pasa lo que pasa, coño. Por suerte, hay pocos aficionados a la poesía hoy en día y no tenemos que hablar de pandemia’, explica uno de los policías que ha cerrado el establecimiento. El poema, que no se puede reproducir por motivos evidentes, arrancaba con los versos ‘No alabes mi belleza maltrecha’ y terminaba con la expresión ‘pozo sombrío’.
 
El departamento de intoxicaciones alimentarias del ICS ha abierto ya una investigación para determinar, mediante comentarios de texto, cuál de los versos es el que habría sumido en un profundo estado de pesadumbre a los que asistieron a la lectura. El poeta aficionado, autor del poema en cuestión, ya ha pasado a disposición judicial y se verá en la obligación de justificar todos los recursos estilísticos usados en el texto. Se comprobará así si los copió de algún sitio y si el poeta está capacitado para abrir su corazón en locales públicos o debería conformarse con guardar sus versos en un cajón y sentirse incomprendido y eternamente desamparado...”

Mi buen amigo Gregorio, muy preocupado, me envió hace unos días esta rara y triste noticia publicada el pasado febrero en un diario barcelonés. Confieso que me contagió su desazón. Y no sólo por la suerte de los intoxicados, que también, sino porque alrededor de esa fecha entregué a otro amigo unos poemas míos que me pidió para leer precisamente en aquel local de Barcelona, pues quería ver si lo contrataban como lector-mesero, que al parecer así se llama ese nuevo oficio tan en boga de leer poesía en restaurantes y bares. Claro, a pesar de que han pasado varios meses, lo primero que me dije (pregunté) fue: Caray, ¿alguno de mis poemas habrá intoxicado a “la peña”? (Sí, digo “peña” por si acaso soy culpable, para irme congraciando con los afectados) ¿Habrá estado preso Horacio (así se llama mi amigo, el candidato a lector-mesero) por leer mi poesía? Aunque los versos citados en la noticia, créanme, no son míos, rápidamente llamé a Horacio, quien en ese momento, contratado para fines de semana en otro local llamado “Danubio azul”, leía poesía ante un público escéptico y adormilado. ––Luego te llamo, me dijo. En fin, cuando pudimos hablar con tranquilidad, me explicó que todo aquello de “La rosa del desierto” era un bulo más levantado por una secta llamada “Los beocios”. Añadió que algunos de los presentes en aquella lectura donde, entre otras cosas, leyó mis poemillas, se habían mareado un poco, pero que de sobra fue comprobado en el hospital donde los atendieron y trataron, que el mareo se debió al consumo de mala prensa tras una gran ingesta y en un ambiente poco iluminado; pues los señores, después de los postres y mientras Horacio leía, habían abierto un periódico para intentar, a la luz de las velas, cazar imágenes y titulares. Bueno, aunque mucho más tranquilo y aliviado en todos los sentidos (los intoxicados, el pobre Horacio, mi poesía) aquello de “Los beocios” me causó una nueva inquietud. ¿Quiénes son? ¿A qué se dedican realmente? ¿Cuánto nos debemos cuidar de ellos? En fin, desde entonces no hice otra cosa más que indagar al respecto, hallando tanto y tan curioso material, que no puedo sujetar la tentación de compartirlo con ustedes.

Pude averiguar que todo comenzó precisamente en Beocia a finales del siglo VI a. C., cuando en las afueras de Cadmea (Tebas) un extranjero, indigente y medio loco, en un arranque de prepotencia dijo a los campesinos del lugar que, en Samos, su isla, había nacido un iluminado al que llamaban Pitágoras, capaz de lograr que el orfismo, verdadero germen de la poesía, siguiera vigente muchos siglos después de que fuera olvidado Hesiodo. Al parecer los campesinos beocios, que aun analfabetos adoraban a su célebre compatriota, sin tener en cuenta que aquel extranjero era un vulgar provocador, se organizaron para intentar abortar el vaticinio. Así, de esa manera tan insólita, nació la secta “Los beocios”, enfrentada primero a “Los órficos” y después a todo lo que fuera POESÍA, porque increíblemente los campesinos de Beocia no tenían a Hesiodo por poeta (qué disparate), sino por historiador; y su Teogonía era para ellos el Manual de Ciencia por antonomasia, el Libro Universal, vaya, el mismísimo Tratado de la Verdad. Donde Hesiodo sembró esponjada imagen, había prosperado esa leyenda a la que muchos llaman verdad, de tal manera que, cualquier cosa que no hubiera escrito Hesiodo, sencillamente no era, mucho menos si se expresaba con palabras y conceptos que ni ellos ni su ídolo habrían comprendido nunca.

En fin, según pude leer en documentos de muy difícil acceso, cuyo origen todavía no debo revelar, los beocios, movidos por un ideal tan simple y visceral, gracias a su tozudez y mala leche han conseguido llegar hasta nosotros, tan vivos y activos, que pueden plantarse en un local de Barcelona donde se lee poesía, y ofrecer un periódico de dudosa calidad a quienes, después de una comilona, se disponen a escucharla; y no contentos con provocar en ellos la lógica intoxicación, difunden en la prensa que muchas veces controlan, que el daño fue causado por la poesía. Bueno, por lo que llaman poesía en mal estado, una suerte de saco de boca ancha en el que meten a toda poesía (buena o mala) que use formas y palabras que ellos no captan; y del que sacan toda poesía (buena o mala) que use formas y palabras que simplemente les suenan. Los beocios no sólo se dedican a intentar destruir lo que les queda grande, sino que ayudan a construir falsas cimas poéticas para tener leña fácil al alcance de su hoguera. Según parece, tienen una sección que va minando lo grande y animando lo grandilocuente; y otra sección que, en paralelo, ensalza lo trivial. Entonces, al animar lo grandilocuente crean la necesaria confusión con relación a lo grande, y ensalzando lo trivial rematan la faena: lo grandilocuente desplaza a lo grande para que su lugar sea ocupado final y fácilmente por lo trivial. Un lío, pero así funcionan. Lo trivial, innecesario y perecedero es su meta: el fondo perfecto, según ellos, para que sobre él figure la excelente obra de su líder espiritual. Si, kafkiano pero cierto. Le gustará saberlo a Gregorio.

Aunque no puedo en esta entrada contarles todo lo que averigüé al respecto, transcribo unas pocas de las anécdotas que más me llamaron la atención sobre la retorcida actuación de esta secta a lo largo de la historia. Cuentan que regularmente introdujeron espías en la servidumbre de pensadores, poetas, daxógrafos e historiadores para arrimar el ascua a su sardina. (Con el único que no se metieron nunca los beocios fue con Píndaro, pues, aunque fue un poeta rarísimo, era un coterráneo, y además, muy crítico con Homero). Así lograron, por ejemplo, convencer a muchos de que Pitágoras era un líder religioso y un seudocientífico, más que un filósofo o un poeta, y sin éxito intentaron reducir su legado, como mucho, a los hallazgos en geometría. Un adepto a la secta, al servicio de Heráclito, se encargaba diariamente de indisponerlo contra los necios hasta provocar sus salidas de tono, con tal de convertirlo en un apestado. También aplaudía sus tesis aunque no las entendía para inducirlo a una complejidad condenatoria. Este “ayudante”, que lo sobrevivió, llegó incluso a cambiar el sentido de algunos de sus pensamientos. Cuentan que aquello de “no te podrás bañar dos veces en el mismo río” es su versión interesada (hasta los beocios, sin pretenderlo, a veces aportan cosas) de la verdadera y mucho más simple frase heracliteana: “los estúpidos sólo ven agua en el río”. Esta gente manipuló las paradojas de Zenón, metió picapica en el tinajón de Diógenes, penetró el ámbito de Sócrates. Sí, Jantipa (su esposa) debió ser una beocia enmascarada. Convirtieron a Sócrates en un pesado y lo condenaron a muerte después de cargarle el invento de la mayéutica. Dicen que Platón no era más que un pastelero de Epicarmo, pero Epicarmo no era bien visto por los beocios que destruyeron sus obras y auparon a la posteridad las de Platón. Claro, éste, en agradecimiento al servicio que se le prestaba, siendo él mismo un poeta, expulsó a sus colegas de la República que idealizó. A Aristóteles también lo “penetraron”. Lo indujeron a salir de La Academia y comenzaron a enviarle todo tipo de animales vivos al Liceo para obligarlo a la zoología. No entendían nada de lo que dictaba a sus seguidores, pero procuraron que se mantuviera muy entretenido al margen de la poesía y redujera la poética a la simple imitación de la naturaleza. Los beocios también estuvieron muy activos en el período helenista y en Roma antes de plantarse en el medioevo. A Augusto le malmetieron con relación a ese gracioso librillo sobre amoríos de Ovidio, hasta que lograron que el emperador deportara al poeta de por vida al Ponto. A Luciano intentaron dirigirlo hacia la escultura cuando le sabían un genio nacido para la retórica. Sólo la intuición de su madre, que odiaba verlo sudado, pudo salvarlo. A Petrarca no lo soportaban. Lo incitaban a plagiar a Cicerón y a escribirlo todo en latín para después poder desacreditarlo tildándolo de mero y poco original epígono. No lo lograron, claro. A Dante le temían especialmente. Se metieron en su casa, en su obra. No soportaban su sublime aventura con Virgilio y no pararon de aguijarlo hasta que el florentino introdujo a varios de sus vecinos en el Infierno de la Comedia. Pensaban demostrar así su humanidad rasa. Y bien que lo hicieron. Bendita sea. Pero también pensaban cuestionar su intemporalidad. Ah, qué error… En el renacimiento los complejos de la secta encarnaron en un agitador llamado Aretino. Talentoso pero envidioso, pagado por el Duque Urbino (¿otro beocio?), llegó a decir: “La enorme dificultad para ascender al Parnaso es un infundio. Lo cierto es, en cambio, que resulta sumamente fácil precipitarse de él”. En el siglo de oro español los beocios enfrentaron a Quevedo con Góngora para anularlos a ambos. A Góngora le colgaron el sambenito de oscuro para enterrarlo. Lo lograron, pero sólo a medias, porque hace mucho que el cordobés universal se les aparece por las noches y los atraviesa con su lucidez, señalándolos sin remilgos dondequiera que se escondan. A Shakespeare lo avergonzaban para intentar que destruyera sus sonetos, y todavía hoy (literalmente) difunden rumores sobre su posible destinatario: que si una mujer, que si un hombre, que si una puta, todo para distraer la atención que debe prestarse a su altura poética… En el siglo XVIII tuvieron una época aparentemente propicia. Se cuenta que lograron predisponer a Goethe contra Schiller y viceversa, aunque al final fracasaron de nuevo. Se cuenta también que intentaron dinamitar la promisoria poesía francesa previendo lo que pasaría en su enorme diecinueve. En fin, llegado el momento colocaron espías contra Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud… Recurrieron a viejas tretas para encasillarlos: que si parnasianos, orfistas, impresionistas, simbolistas… raros y oscuros, peligrosos, vamos. A la Dickinson la acusaron de todo. Lograron mantenerla oculta por un tiempo, y después la tildaron de incoherente, oscura, frágil, infantil, timorata, pacata, mal poeta, rara. A Darío lo persiguieron con especial ahínco. En América del Sur no habían tenido un reto tan importante como éste. Como no podían callarlo, con éxito esta vez, lo reconozco, intentaron conducirlo a un amaneramiento excesivo y acusador. Cuentan que un falso amigo, beocio camuflado, le dictó aquello de “¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa/ quiere ser golondrina, quiere ser mariposa…”. Y luego Juan Ramón, y más tarde Lezama... Pero qué impotencia ante estas dos inmensas torres de la poesía. Cómo se resienten los beocios ante huesos tan duros de roer. Ya saben lo que contestó Juan Ramón en su célebre dedicatoria a quien le pidió (beocio, claro) que reuniera poemas suyos con tal que fueran accesibles a la mayoría. Y aquella anécdota de Lezama que hace poco me recordó mi amigo Luis Enrique Valdés: Un librero habanero, a todas luces pagado por los beocios, en una reunión de la empresa distribuidora que debía “mover” Paradiso, dijo: “Me llegó la novela Paradiso que, según cuentan, es pornográfica. Unos dicen que es buena y que debemos venderla. Otros que la recojamos. ¿Qué hago?” El hombre no sabía que Lezama, su autor, estaba presente (infiltrado órfico) en el conclave beocio. Mas éste tomó la palabra y le dijo al librero: “Usted, se ve, es un hombre joven, pero ¿recuerda los zeppelines?” El librero, nervioso, preguntó: “¿Los zeppelines?” “–dijo Lezama–, aquellos globos dirigidos. ¿Los recuerda?” “Claro que los recuerdo, pero yo era muy pequeño”, atinó a responder el librero. “¿Y qué hacía usted cuando pasaba un zeppelín?”, insistió Lezama. “¿Qué iba a hacer? Nada. Lo veía pasar.” Entonces llegó la conocida sentencia del maestro: “Pues haga lo mismo con Paradiso: véalo pasar.

Los beocios llegaron a penetrar y perturbar al maestro Octavio Paz en los últimos ’80 y primeros ’90 del pasado siglo, haciéndole emitir criterios poéticos facilones que evidenciaban su senil relajación. Obran desde el siglo VI a.C. en todo el planeta. Tengan cuidado, por favor… Están en los periódicos, en los jurados, en las cátedras de lengua, en las instituciones, y hasta en los locales de hostelería. Donde menos se les espera, ahí están. Siempre sospeché que son asiduos, incluso, al jurado del Nóbel, aunque a veces yerren el blanco, porque, si bien muy experimentados y socarrones, son falibles, claro.

No les cuento más porque temo cansarlos, pero si escuchan o leen alguna otra historia sobre poesía tóxica con versos supuestamente engolados, floridos o crípticos, corran el riesgo y pidan leerla, no vaya a ser que detrás del asunto estén una vez más los beocios haciendo de las suyas, tratando de pasar por corrupta a la poesía incorrupta, sólo porque le temen. Claro que existe poesía en mal estado, trasnochada, con versos afectados y vacuos, pretenciosos, regalados, decadentes, cursis… como también existe poesía en mal estado por su precoz y rampante caducidad, por intrascendente, innecesaria, flácida, amante del estéril colegueo, incluso soez, pretendidamente “directa” y presa de una contingencia a la que ruega frutos urgentes aunque resulten espurios. Sin embargo, los beocios no se muestran hostiles con esta última tendencia. Insisto, tratan que la poesía incorrupta, la buena, la que nunca caduca, se confunda con la poesía falsaria y grandilocuente, para que resulte más fácil desplazarla y entronar en su lugar a la trivial, que claro, es la que escriben o avalan, según el caso, los propios beocios. ¿Y todo esto por defender a Hesiodo, un enorme poeta, frente a Orfeo, Homero, Pitágoras… a partir del vaticinio de un provocador? Qué tontería, como si fuera necesario distinguir, en poesía, la divina providencia de la divina gracia, aun a riesgo de perderlas ambas…

Que los dejo, ahora sí. Tengo que llamar a Gregorio para contarle que la intoxicación de “La rosa del desierto” no fue poética. A ver si lo tranquilizo y hasta lo regocijo con esta kafkiana historia. Además, suena el teléfono. Debe ser Horacio, mi otro amigo, el lector-mesero, para pedirme material. Aunque apenas le pagan, hoy lee en un local llamado “La noche ébana”. El muy loco declinó hacerlo en otro bastante mejor pagado llamado “Bragas sucias para la lírica”. Eso sí, antes de cerrar, quede claro que aprecio mucho a Hesiodo. Su obra es para mí un mapa básico. Necesito a Hesiodo. Sólo temo y señalo a “Los beocios”.




















Nota para el policía que cerró “La rosa del desierto”:


Señor… sí, sí, usted, el que declaró a “El Mundo Today” que “la poesía es un arma cargada de futuro, y si cae en malas manos pasa lo que pasa, coño”, y añadió: “por suerte, hay pocos aficionados a la poesía hoy en día y no tenemos que hablar de pandemia”; escuche: la poesía es un arma cargada de futuro, claro, y de pasado, y de presente, o sea, de tiempo. Más que un arma, es un germen de humanidad, pero dejémoslo ahí, no se me vaya a intoxicar… ¿Ve usted el error que ha cometido al cerrar “La rosa del desierto”? Por muy ridículo y demodé que nos resulte el nombre del local, en aquel caso parece demostrado que no fue la poesía en mal estado el agente tóxico, sino la lectura de mala prensa en el momento y el lugar inadecuados, todo ello inducido por los beocios. Le ruego que si ve a la poesía entrar y desplegarse serenamente en locales de pública concurrencia no se asuste, espante los prejuicios y las cautelas. Si observa síntomas de indisposición en sus consumidores, antes de pensar que la poesía está en mal estado (cosa probable, por supuesto, pero sobre la cual, y a juzgar por sus propias declaraciones, usted no tiene argumentos) piense que pueden estar sucediendo muchas otras cosas. Puede, por ejemplo, que los consumidores todavía no estén preparados para ella, o que hayan sido predispuestos en su contra por los beocios a través de los medios de comunicación. Espere un rato, por favor. Si la poesía es buena, discretamente se retirará al comprobar que se encuentra en territorio infértil o enemigo. Sólo una poesía presuntamente corrupta persistirá en tales circunstancias. Si así sucede, podrá usted actuar cautelarmente, pero cuídese de hacer declaraciones rápidas a los periódicos, no vaya a equivocarse de nuevo. En fin, yo le daría un consejo: lea, especialmente poesía. Y otro, por si decide no atender al primero: siempre que pueda, al paso de la poesía sea precavido, haga usted lo que haría ante el zeppelín lezamiano, sencillamente véala pasar.


4 comentarios:

  1. Amigo, Jorge. Tus artículos en este blog exquisito hacen revivir a cualquier muerto. Cada día justifico con cualquier tontería ridícula el acto de posponer las toneladas de comentarios que me sugieren y me debo por cada entrada tuya. Ya sabemos que terminan en "calenturas" las ganas acumuladas, pero por alguna desconocida razón pospongo una y otra vez, una y cada vez...
    Hasta hoy, que leyendo tu deliciosa entrada me he preguntado si no serán precisamente "los beocios" los causantes de esta suerte de mío abandono...
    Sabe que estoy y quiero estar aquí, que te quiero y te admiro como hombre y como poeta, y que me siento en deuda contigo por lo mucho que aprendo con tus textos y maneras.
    Un abrazo muy fuerte.
    Rubén

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  2. Hermano, me place mucho que mis textos no te sean indiferentes. No sé si merezco tus consideradas palabras, pero créeme, también te quiero y te admiro en todos los sentidos posibles, imaginables. Si mis esfuerzos llegan a gente como tú, valen la pena, seguro. A veces me pregunto: ¿por qué necesito compartir estas cosas? Tú acabas de responder a ello… Intentaré seguir reuniendo fuerzas y ganas para hacerlo. Ya veremos si lo logro. Me reconforta mucho saberte por ahí. No me gusta, me entristece estar mucho tiempo sin saber de ti, de ustedes. Un beso y un abrazo sincerísimo para todos. Los quiero. Jorge

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  3. Querido amigo es un verdadero placer leer tanto tu poesía como tu prosa. Es una ventana abierta al estimulo del puñetazo o a la caricia del mordisco, gracias.
    Creo que un "beocio" ha entrado en mí produciendo la negada actitud, ya no de escribir, sino de saborear con la vista la poesía.
    Mi camino era claro, amaba la Poesía y la intentaba desde la ignorancia del niño con el lápiz haciendo sus primeras letras. Pero algo pasó, y ahora gracias a tu esplendida lectura estoy segura, fueron los "beocios".
    Desde este tu blog volveré al Parnaso... recogeré mi tóxico corazón y abriré mis poros... me entregaré a la POESIA... Mi palpitante y reconfortable útero al que siempre se puede volver.
    Besos.
    Mercedes.

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  4. Ay, amiga, qué alegría verte tan animada hacia la poesía. ¿Ya ves? Ni los beocios pueden con ella, contigo. Cuánto me agrada que mis notas te provoquen tal deseo: volver a leer, a escribir poesía. Muchas gracias por leerme y por dejarme saber que te sirve lo que hago. Sí, la poesía, la imagen es la cruz que frena al beocio, la estaca que lo anula. Claro que puedes (y debes) regresar a ella. Te abrazo. Jorge

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