viernes, 20 de septiembre de 2013

A ver cómo cerramos la obra sin demoler el teatro





Este espacio para la cultura, especialmente para la literatura y el pensamiento, con toda intención se inhibe del anecdotario con que la actualidad trata de imponer, y muchas veces impone, su dictadura de humo. Cuando aquí “toqué” o “rocé” actualidad pura y dura, siempre fue porque el asunto no me pareció anecdótico, y siempre traté de situarlo en el marco de un análisis que ofreciera perspectivas amplias, perspectivas que desbordaran el corsé espacio-temporal con que la anécdota suele ceñirnos en busca del mareo que nos nuble la vista, y la memoria, y el entendimiento. He recibido ya algunos “toques de atención” por ello, incluso de grandes intelectuales y muy queridos amigos. Uno de ellos me dijo: ––“Estás en Arcadia, en Batuecas”. A lo que cariñosamente respondí:  ––“Hermano, en mi modesta opinión, no hay nada que sea más político ahora mismo que retraerse ante el juego que nos proponen. Todo lo que está pasando es fruto de la ignorancia más supina. Decir NO a eso, es algo muy político. Imagínate que todos leyéramos y estudiáramos lo necesario para saber esto. ¿Con quién jugarían? Mi opción no pasa por vivir en Arcadia, créeme, sino por participar la actualidad de manera distinta de la que conviene a quienes toman y suministran esa perfecta droga: la ignorancia. El estéril debate actual entre derechas e izquierdas formales, no hace más que rentabilizar tal droga a favor de sí misma. Estamos en crisis, sí, en una crisis más cultural y cívica que económica, en una crisis esencial que, por resonante, augura importantes cambios en la humanidad. El dilema fundamental (aquí me refería a la realidad europea) ya no es que mande éste o aquél, el dilema es ahora: hombre sí u hombre no, planeta sí o planeta no, inteligencia artificial, ¿sí o no? Yo trabajo porque el mundo no cierre todavía, por hacer bueno aquello que dijo Jorge (Guillén):‘Los hombres son aún preliminares’. Trabajo modestamente contra el hombre nuevo de Marx, el superhombre de Nietzsche, el hombre ahistórico de Fukuyama, la máquina transhumana de Kurzweil. Hombre, hombre, hombre… Mi estrategia: la imagen. Mi táctica: inocularla en todos los frentes posibles. Vamos, no vivo en Arcadia, pero si para ayudar a mantener abierto el chiringuito, tengo que dejar caer en la Bolsa una dosis de orina de Pan, lo haré…” Con tales premisas trabajé hasta ahora en este formato. Espero poder hacerlo también en esta ocasión, pero reconozco que me resultará más difícil, y por ello quise escribir esta pequeña introducción ¿exculpatoria? Créanme, si no lo logro, no será porque no lo intente.

Hace unos días, un músico popular cubano llamado Roberto Carcassés se atrevió a pronunciar públicamente un breve discurso político, sencillo, pero muy espinoso para el régimen de Castro. Nada especial, si no fuera porque lo hizo como improvisación sonera, en medio de una actuación televisada por los medios oficiales de la tiranía, y en una de sus tribunas preferidas: esa suerte de decorado para el tórrido sainete que se ha montado frente a la sede de la representación de Estados Unidos en la capital del país, y a la que ellos llaman “tribuna antiimperialista”. No se extrañen. En Cuba, una isla de grandísimos poetas, hemos desarrollado sin embargo una especial capacidad para maltratar el idioma. Habría que estudiar en qué medida le debemos a ese dudoso don el último tramo de nuestras desventuras. Hablo del sitio donde se acuñaron desde el gobierno términos como “plan java”, “punto de leche”, “oficoda” (no me pidan, por favor, que explique esto); y donde los niños hace mucho que se llaman “Jeiyu” (libre interpretación del título de una conocida canción pop) Yanalai, Yunielsis, Yunisleski… En fin, la contestación interna y pública al régimen por medio de la música popular, viene ocurriendo en Cuba hace ya treinta años. Desde los ochenta del siglo pasado se suceden episodios en este sentido, más o menos interesantes, con mayor o menor calidad artística. Carlos Varela y Pedro Luís Ferrer fueron tal vez quienes primero se atrevieron a ello, y luego hubo otros hasta llegar a este último caso, que, insisto, tiene de diferente el lugar donde ocurre, y también que lo hace en la época de Internet, de las redes sociales, con un dictador en paro, chocho, moribundo, un “regente” que renquea, y un país en franco proceso de “haitianización”… No quiero centrarme en analizar críticamente el hecho musical, ni la calidad del discurso, ni siquiera sus evidentes contradicciones. (Debemos respetar y agradecer a cualquiera que, por sus medios, sean éstos los que sean, asuma una actitud cívica y aporte su esfuerzo al necesario cambio político en la isla. Además, en ese otro Haití para el nuevo-hombre-nuevo, llamar héroe a un vulgar espía es cosa normalísima, no debe extrañarnos. Tampoco debe hacerlo que en el mismo discurso en que se pide la liberación de los supuestos héroes, se demande similar suerte para el consumo de marihuana. Vivimos en un mundo postmoderno, decadente. Qué podemos esperar de la sufrida Habana, si hoy leí en la prensa que un multimillonario anda vendiendo teléfonos en París disfrazado de Guevara, el pistolero argentino que administró el plomo en los paredones que flanquearon el umbral de la última borrachera isleña.) Quiero centrarme esta vez en algo que ha pasado inadvertido en los comentarios y análisis que hasta ahora me han llegado sobre el asunto: el público. ¿Cuánta gente fue a ese concierto? ¿A qué fue? ¿Por qué? ¿Cómo reaccionaron al imprevisto contramitin? ¿Cómo maneja el régimen este tipo de actividad “cultural”, y cómo la rentabiliza? Aquí, mucho más que en otros aspectos del fenómeno, debíamos buscar sus claves. Vamos…

Yo, cuando en este texto digo héroe o tiranía, lo hago en un sentido nada metafórico. Para el término “héroe” me remito, en primer lugar, al concepto homérico-hesiódico recogido, por ejemplo, en Jünger; y para “tiranía” a “La república” de Platón. En segundo lugar me remito al diccionario de la R.A.E. Porque claro, tenemos que fijar estos conceptos para no caer en la palabrería con que el régimen cubano, como cualquier otra tiranía, trata de confundir y confunde a sus ignorantes víctimas. Entonces ¿cómo evaluar al público que asistió al referido concierto? Resulta que se reúnen miles de personas a bailar y beber (no me creo que en tales convocatorias de alguna manera no esté el alcohol por medio en su peor versión), mientras piden que se excarcele en los Estados Unidos a unos espías cubanos, llamándoles héroes porque así son llamados por los voceros del castrismo. Ante el decorado propagandístico de los opresores, y para que el sainete nacional continúe, se citan títeres y palmeros. Estos últimos, cuando no “obligados” (comillas, porque nadie puede obligar a tal cosa a quien realmente no quiere) por el aparato represor del régimen, atraídos por su cantinela, o, tal vez lo peor de todo, por la percusión y la chabacanería aderezados con el aguardiente y los navajazos. No digo que no se hayan programado allí a buenos artistas, que no se hayan dado buenos conciertos musicalmente hablando, digo que también, y especialmente, se trata de un escenario para el panfleto más cursi, el chovinismo más ciego y vulgar. Ante ese público actuaba Carcassés cuando salió del guión. Porque lo hizo, es cierto, aunque llamara héroes y hermanos a los espías del tirano que no le da lo que él quiere: ni la libertad de expresión, ni el derecho al voto directo, ni el salvoconducto para consumir libremente marihuana, ni el carro, ni… Allí estaban escuchándole los policías formales, y los informales, que son todos o casi todos los que asisten a esas “fiestas”; estaban quienes quieren sostener un cargo en la burocracia de la tiranía, quines buscan “pasarla bien” bajo cualquier circunstancia (¡a bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional!, que se decía en mi época), quienes sostienen el imperio de su majestad El Culo a ritmo de reggaeton, los bebedores de “huesoetrigre”, “saltapatrá” y “chispaetrén”, los negros curros (véase Ortiz) del siglo XXI que buscan carne hermana donde hundir acero; pero, sobre todo, los sumos vigilantes, quienes controlan incluso a los policías. Aunque éstos bien pudieran haber estado no sólo entre el público, sino también agazapados en la propia orquesta del díscolo, para desde lo alto, y con su carroñera vista, tomar oportuna nota de todo lo que se meneara en escenario y suelo.

¿Qué mensaje puede calar en tal público? ¿Éste? Si ni siquiera fue aplaudido. Más de uno habrá huido de allí con verdadero pavor. Por suerte el tibio resbalón (sí, tibio. Cómo cojones llama héroe a semejante gentuza: culones al servicio del tirano que disfrutaban de importantes prebendas; justo esas que ayudaban a negar a sus iguales. ¿Acaso trabajaban en el “Imperio” para servir y defender a su sátrapa sin comulgar con sus abusos internos? Perdónenme la grosera digresión, pero hay cosas que deben ser dichas como se piensan) sucedió, el tibio resbalón, digo, ante las cámaras de televisión y vídeo, y por ello puede, precisamente a través de esos medios de comunicación que el tirano hurta a sus súbditos, andar por medio mundo tratando de con-mover y mover a otros públicos. Claro, buena parte de los otros posibles y pretendidos públicos se preguntará: ––“¿Y yo qué pinto aquí?”. Un sainete es un sainete, y sólo puede cerrarlo en condiciones su autor. Ah, el autor… El problema es que aquí el autor, que en origen tuvo varias caras pero una sola cruz (el dinero) y que nació entre la poderosa sacarocracia hispano-cubana hace más de ciento cincuenta años, se encuentra en retirada, más aún, en estampida. El conflicto se ha descafeinado tanto que está a punto de esfumarse. Ya no hay imperio decadente que abandonar, ni imperio emergente al que subirse, ni enfrentamiento entre imperios donde amodorrarse para vivir sin esfuerzo. Ya no hay enemigos íntimos de consideración. Sin conflicto no hay obra, tampoco sainete. ¿Y quién conviene el final si el autor se ha esfumado? ¿El público de siempre? ¿Ese que desde el gallinero palmeó todo lo que le echaron, y que ahora lleva sesenta años sometido a un severo espulgo en busca de su esencia más insulsa, inocua y maraquera?

Mira, Carcassés, te respeto, te felicito incluso. Finalmente, y hecha la mitigante catarsis, ni siquiera tendré en cuenta que hayas llamado héroes a esos burdos funcionarios de la represión. No hay que darle mayor importancia. En Cuba, de todo lo dicho en los últimos sesenta años, quedarán en pie unas pocas frases de Lezama. Pero todo esto lo hago porque arrastro parte de tu pena. No esperes complicidad como la mía en otras almas. Todos tenemos que hacernos responsables de nosotros mismos. Si quieres algo, tómalo. Cantarlo improvisado está muy bien, pero no basta, sobre todo, porque lo jodidamente amolador es que no tienes un público fiable, y que el verdadero autor de la tragedia ya no existe. Maldito éxodo para un corifeo que chilla su monserga en babélica lengua. Tanta palabrería termina siempre en funcional sordera. A ver cómo cerramos la obra sin demoler el teatro. ¿Podremos? ¿Quién lo sabe? Todo es posible. Al parecer el arado que trazó el surco fundador de Roma estaba tirado por bestias tan dispares como un buey y una yegua… ambos etruscos, para hacerlo más complejo. Eso sí, estaban dirigidos por dioses, y seguían un círculo hipnótico trazado por ellos en el cielo, no en el suelo. Tenemos más de tres mil años de historia y unos ciento cincuenta de engañoso relato, de reductora ceguera. Mas ya no hay templo a cuya puerta pedir limosna. Se acaba el tiempo para los apaños. Dejémonos de “quiero, quiero, quiero…” Y démonos prisa, que mientras la otrora refinada Habana, muy fatigada se desploma ante su hombre nuevo, Pòtoprens se relame con sus muñecos pinchados al contraluz de las velas. No sea. 

 http://www.youtube.com/watch?v=WuYW__EBVkA


 

      

domingo, 15 de septiembre de 2013

Tenemos tanto que ganar…





La extensa estela del romanticismo que, incluso en su versión más potable, nos ponía (y pone) muchas veces en un trance emocional último (entre la vida y la muerte, entre el amor y el desamor más teatreros, entre una belleza que alela y otra por la que se muere o mata) marca aún la visión que muchos tienen de lo poético. Aquella respuesta de Bécquer a la pregunta ¿qué es poesía? sigue vibrando hoy entre lectores y no lectores, más o menos conscientemente: ––¿Poesía? ni los poetas saben qué es eso, para qué sirve… ¿Para ligar? ¿Para ir de raritos por el mundo? ¿Para consolarse? ¿Para negar la esencia animal y pragmática de la vida? ¿Para evadirse de lo real, huir de uno mismo?... Incluso notables pensadores como Santayana, por citar sólo un ejemplo, desde un estrecho pragmatismo positivista, indirectamente han ayudado a limitar en los lectores la necesidad y el deseo de la poesía. Dijo éste: “…entenderse a sí mismo es la forma clásica de consolación; huir de sí mismo es la romántica.” Sin entrar a contestar esta frase, muy contestable ella, (anda que no huyen de sí los clásicos para consolarse) está claro que tales pareceres, que asocian el romanticismo con una simple huída, confluyendo con la persistente asociación de lo poético y lo romántico, propician un resultado caricaturesco que aparta de la poesía a muchos desorientados, como también atrae hacia ella a otros que lo están mal.

“Encomio de la imagen” es un espacio para cuestionar, incluso combatir (por muy romántico que suene el término) esta errónea visión que, a la vez que nos aleja de la poesía, nos pone en bandeja para el más integrista cientificismo, ese que ya nos sueña perfectas máquinas libres de todo “oscurantismo” poético. La inminencia de la “entrada” número cincuenta fue un buen acicate en este sentido. Quinquaginta… ¿No huían de sí Virgilio, Horacio, Ovidio?  Sí, también lo hacían, clásica-mente. Con frecuencia huían de los hombres que eran, buscando encontrar a los hombres que fuimos, somos y seremos; trascendían al hombre-límite-fenómeno, para dar con lo humano, con la Idea Hombre, porque, ¿quién lo sabe?, tal vez sólo en esa búsqueda hallaban consolación. Buscaban (aquí “enredo” una frase leída recientemente en Badosa) acompasar el tiempo histórico en que pasamos, con el “tempo” poético en que existimos, para encontrar el binomio tiempo-“tempo” en que esencialmente somos, ya trascendidos en una suerte de pre-eternidad. Y gracias a ellos… Lo dejo, que me enzarzo con Santayana... Claro, este espacio precisa de mensajes escuetos, pero no renuncia a defender sus fueros. La número cincuenta va de poesía.

¿Por qué leerla?

Nuestro genotipo nos permite participar la más sofisticada aventura animal del planeta: la vida imaginativa, inteligente; pero tal participación será más plena, cuanto mejor dotados estemos para heredar, incubar y testar su esencia. ¿Y cuál es la esencia de la humana aventura? Pues que se lleva a cabo por un animal que imagina, conoce y crea en sociedad. La capacidad de imaginar es vital en esta trinidad que nos define, y aunque como toda capacidad se recibe genéticamente, si se quiere aprovechar ha de cultivarse. El hombre, animal y ser social, se mueve en medio de complejas dualidades (ahora “enredo” unas ideas de Fernando Ortiz) sometido al difícil equilibrio de muchos pares dialécticos: natura y hechura/ natura y cultura/ herencia y adherencia/ soma y psiquis/ substancia y circunstancia… Y en ese “lío” sólo podemos “resolver” imaginando. Sobre todo las segundas categorías de los referidos pares: hechura, cultura, adherencia, psiquis y circunstancia, especialmente esas que nos dieron el fuego y el notario para expulsar de la caverna al oso y ponerla a nuestro nombre, son absolutas deudoras de la imaginación. Imaginando conocemos y creamos, pero también “nos defendemos” de lo incognoscible, lo inalcanzable. Imaginando afrontamos las primeras fases del conocimiento con base sensorial, y todo el conocimiento suprasensorial. La capacidad para recibir, digerir y transmitir imagen, no es sólo imprescindible en los artistas, sino necesaria en todo ser humano. Una persona que no ejercite tal capacidad, estará reduciendo su experiencia en un sentido animal. La aptitud para la imagen, insisto, no es cosa de poetas o artistas, es cosa de mujeres y hombres. Los poetas, los artistas son aquí una vanguardia importante; han de imaginar como todos, memorizar como todos, comunicar como todos, pero podrán hacerlo, gracias a su alta capacidad para trabajar con imágenes, hasta unos niveles inalcanzables para los demás. Entonces, estos “visionarios”, que no son más que individuos especialmente imaginativos y curiosos, deberán “traducir” para los otros lo que haya de humanamente aprovechable en los muchos planos que de la realidad (sensorial o suprasensorial) puede obtener y obtiene una imaginación aguda. Y una vez que esto ocurre, una vez que el poeta, por ejemplo, ha captado, creado o recreado una imagen válida para el conocimiento, sobre todo si esta imagen no se cierra en sentencia, sino que se abre en símbolo, sus lectores podrán participarla, y en ella crecer como seres humanos. Entonces, repito la pregunta y contesto resumidamente:       
           
¿Por qué leer poesía?

  1. Porque la poesía es la mayor y mejor expresión de la capacidad de imaginar que tiene el hombre. No hay nada más humano que la poesía.
  2. Porque la imagen poética, como ninguna otra, es una vía de conocimiento que llega a la esencia de las cosas, donde jamás podrá hacerlo, por ejemplo, la ciencia, en última instancia, tan pobre y fatalmente sujeta al fenómeno.
  3. Porque permite un alto ejercicio de humanidad, al ofrecernos realidades creadas o recreadas más allá de las percibidas por vía sensorial.
  4. Porque aumenta en el lector la capacidad para recibir, memorizar y transmitir conocimiento a través de la imagen.
  5. Porque la capacidad para “entendérselas” con la imagen, que la poesía ensancha y afina, es imprescindible para actuar en cualquier ámbito, sea éste artístico, científico o técnico. Una mente abierta a la “comprensión” de la imagen, o sea, a sacar provecho de su multiplicidad significante, de su capacidad evocativa, estará mejor preparada para actuar en cualquier área del quehacer humano.
¿Quiénes deben leerla entonces?

Obviamente todos. La poesía, si es buena (la mala es muy dañina) es un vector de humanidad inigualable. El apogeo de lo humano ocurre en la imagen; y el apogeo de la imagen, en la poesía. Si devaluamos la imagen en nuestra estrategia de conocimiento, además de forzar una anomalía, pagaremos un alto precio por hacerlo. Si estamos preparados para la imagen (no quiere decir esto que todos podamos crearla, recrearla o transmitirla ensanchada, sino simplemente que podamos captarla y procesarla) seremos mejores aprendices de hombre, y claro, mejores lectores, amantes, deportistas, médicos, ingenieros, zapateros, maestros, economistas… menos animales, vaya, más humanos… Cierto que una sociedad donde todos sean poetas o buenos lectores de poesía, sería tan peligrosa como aquella república platónica sin poetas y gobernada por los filósofos. Pero no debemos temer ese escenario, pues el hombre siempre supo evitar incluso sus inmediaciones.

¿Y cómo convencer de que se equivocan, a quienes viven y piensan tan al margen de todo esto? ¿Merece la pena intentarlo?

No lo sé. Y tampoco tengo espacio aquí para ello, mucho más allá de las escuetas explicaciones ya dadas. Mas hagamos un último esfuerzo y traigamos un ejemplo sencillo. Veamos unos versos de Lorca, poeta fácil que resulta cercano a mucha gente. Tomemos unos versos de alta poesía en este poeta (también los tiene, por supuesto). Pero antes imaginemos que un niño dice a su madre que la muerte lo espanta, que quiere ser inmortal, y además, que no quiere crecer, envejecer; en fin, que no entiende ni asume el final y quiere ser especial, distinto a los demás. ¿Cómo contestaría a esto una madre “normal”? Se podrían suponer miles de respuestas más o menos "lógicas", aunque partan de ópticas muy distintas, con dispares niveles de imaginación. Habrá  madres que evadan la respuesta. Habrá otras que no quieran que su hijo coquetee con la idea de la muerte, y propongan salidas muy imaginativas. Las habrá que lo enfrenten sin tapujos a una realidad finita y unívoca, como “cura” a cualquier indicio de idealización trascendente. Habrá las que prometan a su hijo una vida singular, llena de éxitos, sin penalidades. Habrá otras que hagan justo lo contrario. Habrá de todo. Pero veamos cómo recoge Lorca una situación de este tipo:

Mamá.
Yo quiero ser de plata.
Hijo,
tendrás mucho frío.

¿Se puede hacer mejor? Después de conocer estos magníficos versos, en los que caben todas las demandas y las advertencias posibles, ¿se precisa añadir algo? Tanto en el deseo del niño como en la visión de la madre se abren infinitud de potencias. Nada queda del todo resuelto, pero a la vez todo parece predicho, dicho, entredicho, sobredicho… Ahí está el asunto, servido en alta tensión poética, esperando a que los lectores tomen uno o varios de los múltiples caminos que se abren para incorporar la imagen a su experiencia, a su memoria. Y la economía de medios con que madre e hijo se nos meten dentro, nos sacuden y estremecen, nos resuelven un montón de urgentes dudas, a la vez que nos abren otro montón de ellas, ¿es fruto de la pereza, de la apatía? Para nada. En este caso decir algo más habría significado decir mucho menos. En esos versos está todo lo necesario… Es sólo un ejemplo. Como es lógico, no se pretende, al menos yo no lo hago, que entre hijos y madres se produzca este tipo de diálogo poético, pero si todos tuviéramos acceso siquiera a esta sencilla y primaria dimensión de la imagen, seríamos más plenos como hombres... Leamos poesía...

¿Y qué pudo responder Bécquer a la célebre pregunta, para aliviarnos del “peso romántico” que tiene su ingrávida salida? No lo sé, pero al menos me tranquiliza que ya nadie más pueda tomar el ocurrente y exaltado atajo sin caer en un espantoso ridículo. Ya ven, Barnet, cien años después de Bécquer, dijo algo parecido a Guevara: “…el poeta eres tú”, madre mía, al ritmo de las ametralladoras… qué cínica cursilada. Pero no sigo por ahí, pues no se lo merece la “entrada” número cincuenta. Bécquer tal vez pudo regalar a la chica una edición de la Divina Comedia, diciéndole: ––toma, amiga, ahora métete en mi cama, regálame, íntegro, ese curioso azul, y luego, pasadas las ardentías, averígualo tú misma... No, lo hizo bien Bécquer. Lo hace mal quien no entiende aquellas circunstancias. No siempre se puede ser un gran poeta ante determinadas urgencias, frente a ciertos estímulos... Río. ¿Y cómo no compartir el poético resbalón, si con ello se puede tentar a todo el azul que embeleza al mundo? Río de nuevo. Leamos poesía, amigos, buena poesía. Tenemos tanto que ganar… Siento repetirme. De una u otra forma, lo dije aquí cincuenta veces ya. Sólo por ésta, y hasta la próxima, me disculpo. 

          

sábado, 7 de septiembre de 2013

¿Contracandela?






¿Acaso hubo alguna vez un fuego que no
encendiera un niño, Oh Eróstrato?
                                    
                                     Yorgos Seferis


Llevo un tiempo entre libros, discos, comidas y veladas que son como aceite virgen para la vieja antorcha de mi niño: un saco de yute apretadamente enrollado con la punta tiznada, y un raro pero tentador olor a queroseno y miel. Mi niño, descamisado, castraba con ella en los panales de su tiempo sin haber sido alcanzado por las amenazantes abejas de lo por venir. Sin embargo, apagada la antorcha y trascendida la temeraria apicultura, el escenario quedó a cargo de un superviviente zángano que, aun sin aguijón ni cosecha propios, vivía de la memoria y copulaba con cualquier bicho capaz de avivarla hasta la más insana quemazón. Tuve que poner remedio. Mi niño lo lamentó, pero el zángano fue reducido. La antorcha es un peligroso resto de aquellas ardentías. Tramposamente apagada, que no extinta, lo mismo puede resultar barrita de incienso en las manos del niño, que hierro para cebú en las del zángano. Peligro.

Lo cierto es que no sé distinguir quién empuña la antorcha en estos días. Lo sabré cuando compruebe si el lance queda en sugerente aroma, o se resuelve en úlcera. Las ganas de averiguarlo impiden que me detenga. Sería inteligente hacerlo (¿qué falta hace llegar al final?) pero en la génesis de estos procesos no estamos al mando. Habrá que avanzar, torpe-mente. En el camino aparecerán viejos conocidos: unos vendrán subidos en libélulas, otros en caballitos del diablo. Tendré que escucharlos a todos, que intentar poner orden en el sumo guirigay. Homero, Heráclito, Eurípides, Dante, Miguel, William, Friedrich, Julián, Juan Ramón, Joseíto,1 Gastón, Eliseo, Fernando, Lydia… uno a uno, por favor, primero quien traiga las claves para responder a Yorgos. ––¿Claves? ¿Cuáles? ¿Dónde? ¿En los arcos béticos, en la ibérica vihuela, o en los palitos de Chano?2

En fin, así de complejo es… Según Joseíto: “somos el recuerdo de una imagen” y “todo lo que se puede imaginar gravita”. En la memoria pesa cuanto imaginamos. Cabalgo un penco nervioso. A un lado de la alforja mamoncillos, al otro pienso para unicornios. A la cintura, cual machete paraguayo de romo pero presto filo, la vieja antorcha del niño. A las ancas, pegado y vigilante, el prominente ojo del zángano. Avanzo. Contesto a la pregunta introductoria: no hubo fuego que no encendiera un niño, que no viciara un zángano, que en vano no intentara sofocar un pobre sabio… Mas el pirómano pastor jonio que fue directamente preguntado, no puede responder al vate esmírneo. Artemisa lo condenó: Será recordado siempre, pero jamás podrá volver a hablar su lengua… Mis días disponen sus trampas, tienen su libre albedrío. Avanzo como puedo... ¡Soooo!... Parece que el niño toma la antorcha. No hay abejas, sin embargo el zángano yergue su pene. Si el yute finalmente enciende (cándido bombero, habías preterido tus artes) el agua no será bastante, puede que tenga que dar contracandela. Espero no correr tu suerte, oh Eróstrato.




1. Joseíto: Así llamaban en familia a José Lezama Lima
2. Chano: Chano Pozo, célebre rumbero cubano. Uno de los padres del jazz latino