jueves, 29 de agosto de 2013

Con permiso de María, hablo de María Salgado


 


Días atrás, motivado por un sugerente comentario de mi amiga María Victoria Martínez, estuve escuchando y viendo en varias actuaciones a Ivette Cepeda, estupenda cantante cubana, de la que tuve primera noticia hace un par de años gracias a mi querido Luis Enrique Valdés. En la “entrada” anterior escribí sobre Gema Corredera, a quien escuché mucho últimamente, y la voz de Ivette Cepeda encajaba a la perfección en aquel sostenido y reparador placer. Sin embargo, así, porque sí, en una de las interpretaciones de Ivette, esa magnífica versión que hace de “Tú eres la música que tengo que cantar”, de Pablo Milanés, una fugaz frase de un chelo, por un instante caprichosamente solo en medio de un complejo y magnífico arreglo, me llevó de golpe a otra queridísima voz. De pronto, aquel chelo me sacó de la balada-son y me “catapultó” a la música sefardí cantada por María Salgado. ¿Por qué? No lo sé, pero intuyo que ese chelo transitoriamente devino zanfona, y que el feliz recuerdo del último trabajo de la Salgado con César Díez en un formato de voz y bajo, terminó la faena. Lo cierto es que Ivette dio paso a María, y desde entonces siento la necesidad de explicarme una vez más por qué la voz de esta mujer ejerce sobre mí tan raro poder. Confieso que María es una de mis debilidades más tercas. Es una gran amiga, pero en lo artístico, sobre todo cuando se desempeña en el folclore, su influjo sobre mí trasciende con mucho el plano personal. Es difícil hablar de la artista sin pensar en la amiga, pues María y Fernando, su marido, son ya parte de mi familia, pero puedo hacerlo porque los caminos de su voz son tan poderosos, que aun en la emotiva maraña de ardores que teje una amistad grande, se distinguen suficientemente. Aquí la artista llegó antes que la amiga, y aunque ahora son una y la misma cima, todavía puedo disfrutarla ascendiendo por distintas caras. Hoy, con permiso de María, aunque en ocasiones omita el apellido, hablo de María Salgado.

Para “hacer pupa” a un melómano como yo, una voz del cancionero popular tiene varias vías, pero mientras menos claras sean éstas, más eficaces resultarán. Si la voz debe atravesar las escamadas costras de una vida ya larga y accidentada, a golpe, sólo, de técnica y excelencia, con un salvoconducto gestionado en la cabeza, lo tendrá difícil, porque otras, oportunistas ellas, me habrán invadido, rendido y ocupado expeditamente, a través de los poros. Así lo hizo María. No la primera vez que la escuché en una grabación de habaneras, sino la segunda, mortero de cocina en mano, cantando a la cigüeña. A cuántos temperamentos “frágiles” habrá vencido esta mujer con ese escaso pero óptimo instrumental: el percutir de un mortero de madera y una voz poliédrica que acomete por todos lados sin detenerse en asuntos de permisos o credenciales, sin aspirar torpemente a los sentidos más comunes, sino revoloteando y haciendo espacio en los poros hasta penetrarlos e insuflarse en vena. Ah, como dijo el poeta: “el cerebro es un camino equivocado”. María lo sabe. ¿Y esto quiere decir que ella es técnicamente floja? No, por Dios, todo lo contrario. Doy lo que me pida a quien pueda demostrar que la escuchó desafinar una vez, cometer el más mínimo desliz musical. María es técnicamente perfecta, musicalmente infalible, pero al mismo tiempo, y eso es lo que más importa, es vocalmente compleja. Tiene una voz limpísima, como se espera de un alma mesetaria, pero también dúctil, camaleónica: seca/ húmeda, fría/ cálida, blanca/ negra, ubicua, oportuna… y oportunista, claro. Es una voz envolvente, “liante”, sedosa, nunca áspera, pero llena de “peligrosos” pliegues; no por abismales, escarpados o sucios (sería tal vez el caso de una voz flamenca) sino por sinuosos, laberínticos, seductores, fatales…

Una herramienta con estos dones no necesita (ni debe) pretender todos los destinos. Aun inserta en la música popular, la voz de María no es cosa para mayorías, para calmar apetitos ávidos de comida rápida. María canta para gente con digestión más lenta, compleja; para gente necesitada de un sustento más inclusivo. Por eso tal vez, cuando la escuché mortero en mano y cigüeña al aire, caí rendido. Luchaba yo por resolver una ecuación vital donde el desarraigo y el deseado nuevo arraigo parecían eternas invariables, cuando asomó la cigüeña de María, portando en su pico buena parte del mediterráneo apaño. Sí, la voz de María es mediterránea, puede portar y porta (resuelta) la cargazón "polifónica" de sus múltiples corrientes, desde el recogido Egeo hasta la ambición atlántica. Sin embargo, aun sobrecargada de sur, también está muy bien dotada de Ecuador, de norte. Por eso María puede cantar, con el mismo éxito, en Praga o Lisboa, Israel o La Habana. No en estadios de fútbol, claro está, María juega a otra cosa, en otros predios, buscando otras victorias muy lejos de la banal hazaña… Si ella se acerca no ladrarán los perros, ni moverán desesperadamente la cola; se echarán y escucharán, presas de un babeo inteligente, relajado… Si bien es inigualable cuando se desempeña en el folclore, especialmente en el sefardí y el castellano-leonés, María puede abordar todos los géneros latinos y otros que no lo son tanto. He flipado escuchándola cantar coplas, boleros, sones, tangos, fados; pero también canciones gallegas con ascendente celta, y vascas, y asturianas… Es eso lo que me pudo, lo que me puede: una voz tramposamente limpia, medida pero compleja, con un centro claro, pero también una inmensa periferia, capaz de inquietar a los espíritus más diversos y oblicuos, que son muchas veces los más exigentes; y a la vez calmarlos, colmarlos con una porción ajustada, delicadísima, redonda del medicamento más indicado para su excéntrica y asimétrica "afección". La voz de María Salgado es un compendio ideal para musicalizar la muda del relambido majá en su camino a matemática o hipnótica serpiente. ¿Dónde me encuentro ahora? María, por favor, dilo tú… cántalo. Completa el aviso de aquel chelo que ladeaba entre el despellejado ofidio y yo... buscándote.  
       
Concluyo repitiendo aquí algo que le escribí para presentar su disco “Abrecamino”. Entonces dije: “En tu voz se amalgaman y se distinguen a la vez, esas venas imprescindibles que riegan tu tierra: la mediterránea (greco-latina y árabe), la celta, la americana María, y en sus brazos, la africana. Porque con tus viajes de ida y vuelta a la sonoridad ultramarina, no te alejas María de ti, sino te adentras en lo que eres, en lo que somos, en lo que esperamos seguir siendo con tu ayuda: el hombre de siempre que se agarra a su raíz, para desde su rincón global, atender a lo realmente universal: ese latido propio, que en la gran convención cósmica del tiempo y el espacio, nos une en la diferencia que no en la uniformidad. Sigue, María, por favor, acarreando nuestro pasado hacia nosotros de esa manera que tan bien conoces. No con una mera vocación arqueológica que nos avoque a un espejo en el que no sepamos reconocernos, sino con tu frescura de siempre: la que indaga en todos los caminos posibles con la esperanza de que se abran y nos conduzcan de nuevo al caudal de la historia, para desde allí, mejor comprender, digerir, y en algunos sentidos evitar, la rabiosa actualidad que nos envuelve. ¿Qué es la historia, María, si no ese sitio de donde salir nosotros cuando hemos entrado idos? ¡Ole por entrar! Tu amigo.”

Y como cuando se trata de María Salgado, me desgobierno con facilidad, sobreabudante yo (espero que me perdonen) un poema escrito hace varios años con la cantante y su “Canto de siega” al fondo.



Todo lo vence el amor

 
Para María Salgado.


Como cada día
abrí la puerta
y escruté el canto de los pájaros
buscando el mío, el para mí.
Como cada día
sacudí la memoria en la ventana sur
de esta mazmorra levantada con años
para aliviarla de distancia y despiste.
Como cada día
entoné una plegaria por los sentidos
y ventilé el pasado para merecer de la mañana
el milagro de su misa diaria.
Como cada día
rebañé los sueños al amparo del sol
y dispuse la nulidad del dolor
frente al sabor del empeño...

Pero hoy fue más fácil hacerlo.
Inesperadamente,
mientras seguía el sonoro trajín de los pájaros
como cada día, 
una voz desnuda,
sin dimensión, ni peso, ni tiempo conocidos,
con la verdad anudada a la cintura
––su única defensa frente al miedo––
colonizó mis poros uno a uno.
Y una vez me tuvo a su merced
desenvainó su espiga
para herirme de posibles
la alegría. 

Y cantó como salida de su propio cuento:

                                   Todo lo cría la tierra.
                                   Todo se lo come el sol.
                                   Todo lo puede el dinero.
                                   Todo lo vence el amor...



 

sábado, 17 de agosto de 2013

Cada vez más grande…




Recién llegado a Valladolid, pero ya con la familia de este lado, o sea, listo para comenzar a revivir, un sábado de 1993 (o quizás 94) bajé con mi mujer, mi hermano Omar y unos amigos, a un pequeño y ruidoso sótano de la calle Cebadería. San Satirio, creo recordar que se llamaba el local, con agujero incluido, donde por primera vez me (re) encontré plenamente conmigo en el exilio. Bajamos, pedimos una copa, y nos pusimos a charlar mientras esperábamos la actuación de la noche. Había en aquel hoyo una pequeñísima tarima donde actuaban cantantes y músicos, no sé con qué frecuencia, porque sólo volví una vez, sin más aliciente que la nueva compañía, la nueva copa y el entrañable recuerdo de la primera visita: …Allí estábamos purgando las dificultades iniciales de todo proceso migratorio, cuando aparecieron, sobre el poco elevado suelo del rinconcillo reservado a los músicos, Gema y Pavel, dueto cubano que justo comenzaba a “sonar” en La Habana cuando me alejé de ella. Me parece recordar que en Cuba pude escucharlos en radio y verlos en televisión (los conocía de lejos) pero no me había detenido suficientemente en ellos. Aquella noche, sin embargo, me conmovieron a fondo. En la pequeña gruta castellana, y por primera vez en el exilio, La Habana se me encimaba hecha música y humanidad, sí, metafórica y literalmente, porque podía inhalar sin esfuerzo el humo que exhalaba Gema de sus cigarrillos, dado el poco espacio que mediaba entre su taburete y mi silla. Estaba muy cerca de ella, y su voz me entraba esta vez, como se diría en Cuba: hasta la cocina. Qué revelación. Un diminuto espacio en el subsuelo de la meseta-madre donde cabía toda la “habanidad” (¡ah, vanidad!) que me define, gracias a una voz portentosa y sabia, que ya entonces tenía un poso de habanera sustancia presta a la más subversiva salmodia. Pavel a la guitarra, créanme, parecía cumplir diferentes pero bien avenidas órdenes de Obatalá y Dioniso. Y Gema, guapísima, tocada con aquel gorrito de colorines varios, y al mando de una sonrisa amplia, perenne, pulsaba todos los registros imprescindibles para cantar La Habana. Su voz esa noche parecía decirme:

Déjate llevar, torpe peregrino. Saborea la extraviada fruta ibero-yoruba de semilla egea, que chorrea alto Caribe por todos los flancos. Mánchate como nunca las manos, la boca, para que aproveches bien la reparadora siesta. Agradece el regalo a este sonoro Cristóbal, ya no santo, sino cíclope que cruza el Atlántico con tu bienquerida en brazos para devolverte bahía, plazas, amplias avenidas, crípticas y angostas bocacalles; en fin, sus signos más caros hechos bocado sacramental para la larga digestión sustentadora. Muerde, mastica, chupa esta porción de insólita pulpa, y no escupas en las próximas diez vidas. Guarda este sabor para tus hijos, vueltos al ordenado nido. Guárdalo, eso sí, vivo. Poco más podrás ofrecerles para calmar sus ansias de extravío, cuando el mesetario y esencial dolmen arroje una sombra soberbia y vertical a sus ombligos…  

Esto, si cantado por Gema, lo puedo asegurar, queda grabado en la memoria para siempre. La habanera medicina que su voz aplica es remedio de santo (santa) para todo aquel que deba llevar a cuestas su porción de distante Habana por la vida. Aquella noche, en el castellano agujero, Gema entró en la mía. Su voz, reconfortante caricia y vivísimo amuleto, me acompaña desde entonces vaya donde vaya. Cada vez más madura, diversa, compleja; pero más suya… y más mía. Qué swing. Qué “filin”. Qué gracia… Gema participa, y en buena medida capitanea, la vertiente de la música popular cubana que se sostiene y renueva sin hacer concesiones al mal gusto. Su exquisita formación musical y su gran talento la protegen de tales tentaciones. Gema puede entrar y salir de todos los géneros que se le antojen sin patinar en ningún caso. Todo lo contrario: donde entra, ensancha, enriquece, actualiza… Siempre con un marcado equilibrio entre tradición y modernidad. Siempre con un afán de perfección que impresiona, asusta incluso, a quienes la hemos visto trabajar de cerca. En una muy selecta nómina de voces femeninas vinculadas a la canción popular cubana, donde aparecen Freddy, Elena, Moraima, Omara y muy pocas otras, está Gema por derecho propio hace mucho tiempo ya. En fin, las nóminas de este tipo poco importan, pero cuando se hacen tan obvias a golpe de talento y verdad, sirven para potenciar útiles referencias. En lo que a la canción popular se refiere, La Habana que obra entre Freddy y Gema, especialmente ésa, es la mía.      

Aquel primer encuentro en el temprano bajo rasante del exilio, propició que surgiera entre nosotros una amistad que valoro mucho, porque Gema, además de grandísima artista, es muy buena persona. Tal amistad desgraciadamente no puede avivarse con continuos contactos personales, pero tiene otras vías para hacerlo. Hace un par de años, después de muchos sin vernos, Gema estuvo por aquí con nosotros. Esta vez en la superficie, a plena luna, pero no de Valladolid, sino de la Castilla profunda. Vino, además, con dos grandes amigos comunes y estupendos músicos: Rubén Aguiar y Judith Rodés. Vaya lujo. Actuó en nuestro pueblo y compartió con nosotros unas veladas inolvidables. Desde entonces no nos vemos. De vez en cuando intercambiamos correos, y siempre, siempre la sigo, la escucho, la propongo a quienes no la conocen…

Hace unos días me envió un mensaje con un “enlace” para que viera una entrevista que le hicieron con relación a su último disco “Derramando luz”. Salvando las distancias, su efecto sobre mí fue parecido al de aquel primer encuentro en el sótano pucelano. Mi ánimo actualmente no es óptimo, y Gema le viene como anillo al dedo. Vi su entrevista varias veces, y seguidamente me aferré a su voz una vez más. Gema tiene una capacidad sanadora increíble. ¿Cómo agradecerlo de nuevo? Bueno, esta nota modestamente pretende hacerlo. La acompaño con un poema que le escribí en su última visita a mi casa. Vayan ambos, nota y poema, a reconocer y compensar a una gran señora, artista y persona, armada con una infalible herramienta para combatir olvido y despiste: su muy personal y habanera voz, compendio de talento, formación y experiencia, cada vez más rica, más sucia de vida, más canalla y honda, más perfecta y grande, grande, grande…                


Bacanal de perfección
              
                                
                                  Para Gema Corredera


        ... la gran exclamación con que todos los días
    comienza el mundo.
                                         Octavio Paz

En las bisagras del aire,
esas que gobiernan sus etéreas puertas,
cualquier sonido no perfecto fuera
un desliz imperdonable.

Ciertos días
de los que vale la pena ser testigos,
el aire abate ante nosotros
las hojas del silencio
para mostrarnos acaso el infinito,
y no puede permitirse ruidos
en semejante trance.

Sólo los dioses pueden cantar
cuando el aire decide desplegarse
hacia lo eterno abriendo.
Sólo sus protegidos saben pautar
el sonido que anuncia la búsqueda
de la gema más cara:  
la medida canción con que ciertos días
comienza el mundo. 

... Yo estuve allí.
El aire activó sus afinados goznes,
abrió las puertas hacia lo insondable
y encontró una diva predispuesta al canto.
Ella cantó, dio con la gema perfecta
para el renovado acto inaugural
y ante todos los presentes
la ungió:

––Para iniciados y legos en sonidos primigenios,
    empiece otra vez el mundo.
                 Celébrese en una fausta  
      bacanal de perfección… con ron.



sábado, 10 de agosto de 2013

Ah, dioses míos…



Hasta hace unos diez años no me preocupó mi ateísmo. Con veinte lo cultivaba torpemente, con treinta lo asumía, con cuarenta lo soportaba sin más… A partir de entonces, sin embargo, comencé a sentirlo como una carencia, de baja intensidad al principio, pero carencia al fin. Ahora creo saber que es un engorro ir por el mundo sin dioses, porque debes dedicar mucha energía a levantar otras ideas (imágenes) para colocar en un pedestal especialmente indicado para ellos. Si reculas o tuerces ante ese pedestal, estás perdido. Así que, sin alguna divinidad con que dotarlo de elemental sentido, debes trabajar durísimo para coronarlo con algo cuya gravidez impida que la mundana palomina lo cubra y te condene al hoyo fáctico que tras de ti se disputan las bestias, fiera y felizmente.

El hombre es un ser dual. Mientras se sobrecarga de humanidad, o sea, de múltiples y complejas realidades que recuerda, inventa o modifica con notable disciplina, economiza al máximo su uso: esto sirve para… no para… el camino más corto es… En fin, la dicha dualidad aconseja, por una parte, no renunciar a la creación continua, pero por otra, tampoco hacerlo a la conservación de lo ya memorizado, ni a la recreación convenida, conveniente de lo muchas veces testado y validado. Visto así, ¿para qué buscar otras sustancias y formas con que ocupar un podio durante eras construido para lo divino? …Pero también somos prepotentes, torpes, curiosos, infantiles. ¿Cómo rondar el ara sin orinar los votos y dejar nuestro olor en prenda para el despistado dios, o el interino figurón que lo suplanta? En la memoria somos albaceas a la vez que ingenieros y púgiles. La memoria es algo vivo. La incubamos, pero sin renunciar a trastearla, zarandearla incluso. Así nos vamos haciendo, o deshaciendo, quién sabe. Nada nos vale como es, como no es. Nada nos vale del todo si no se mueve... lo movemos.

Mi ateísmo, que en origen tuvo más que ver con la vocación de púgil ingeniero que con la de albacea, comenzó a desteñir justo por economía. ¿Qué sentido tiene reescribir un poema perfecto durante milenios escrito? ¿Por qué dedicar energía a una empresa tan estéril? El hombre se hizo tal cuando comenzó a imaginar realidades habitables con las que compensar aquellas otras, hurañas, que ceñidas a su universo sensorial, lo equiparaban al oso. Las humanas realidades, brotadas de la flamante capacidad para la imagen, no se podían disfrutar si a la vez se pretendían controlar bestialmente. En un fuego, no se puede ser leña, chispa, oxígeno, llama, humo, ceniza y ardor a la vez. El protohombre intuyó que no podía controlar solo, desde su insipiente, pero ya compleja humanidad, ni siquiera lo que percibía a través de los sentidos, mucho menos lo que imaginaba. Necesitaba ayuda. Sea la fe en lo extraterreno y sobrehumano puramente inmanente, con todo el universo hecho sujeto; o trascendente, con el sujeto y el objeto bien definidos y ordenados alrededor el proceso cognitivo, es siempre consustancial al hombre. Vamos, que somos hombres gracias a la imagen, y su acto primario (sustancia y forma) no pudo validarse en la contingente materialidad de su simplón soporte. No lo hizo en el hombre, sino en lo sobrehumano; no en la naturaleza, en lo sobrenatural. Magníficas invenciones. Infinita heredad para los dioses. Desde el animismo más elemental hasta el más complejo monoteísmo participan la fuerza genitora de esa fantasiosa semilla exclusivamente humana.                  

Pero lo movemos todo. Y cuando nos escindimos definitivamente del resto de lo natural para ser el sujeto que conoce frente a todo lo demás (objeto conocido) estuvimos en condiciones de iniciar una carrera, primero, hacia el materialismo, segundo, hacia el ateísmo. Y la iniciamos. Y saltamos grandes obstáculos hasta que llegamos a la tremenda sentencia de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”. Madre mía, qué horror. ¿Cómo salir de ese agujero? El saber es peligroso, muy peligroso. El sujeto puesto a conocer segregado de lo otro y distinto, puede llegar a ser devastador para sí mismo. ¿Cómo sostener la vida en sociedad con tal relativismo? A reinventarlo todo. A construir un edificio ético para encerrar y vigilar a los suicidas, para reordenar el mundo y hacerlo viable... Hace unos días escribía a un amigo: “Gerardo, cuando Protágoras, dos mil quinientos años atrás, dijo: El hombre es la medida de todas las cosas nos hizo la ‘putada’ más grande que se nos podía hacer. Para mí es la sentencia más sensata, y sin embargo inoportuna, demoledora, que ha parido el hombre. Pues ¿cómo se ‘avanza’ a partir de ella? Entonces ya sabíamos que nos teníamos sólo a nosotros. Gran parte del pensamiento posterior ha sido una operación ética dirigida a negar o contrapesar aquella sentencia. Porque entendimos, y todavía lo hacemos en buena medida, que con semejante relativismo no podemos sostener la vida en la polis. Había que poner pensamiento absoluto donde lo había relativo, y había que poner pensamiento racional donde lo había mitológico. Hubo que hacerlo para que la vida altamente socializada fuera viable. La realidad, la verdad, y todas las categorías de ese tipo se caen solas ante la máxima de Protágoras. Imagino que en alguna medida lo supieron Sócrates (vaya sofista), Platón (vaya poeta) , Aristóteles (vaya niño), y todos los demás que les siguieron, pero si el hombre quería ‘progresar’ debía buscar salida al abismo que tenía ante sí. Ya se estaba cocinando en Oriente la “solución”: mazdeísmo (Zoroastro), judaísmo (Abraham)… En fin, el monoteísmo preparaba el apaño, y Alejandro abrió la redoma para que el mundo de entonces se globalizara. Occidente cedió sus abismales descubrimientos y sus infantiles maneras, mientras Oriente colocaba a un Dios iranio de moral excelsa, irreprochable, donde había reinado el dorio Zeus con los más humanos vicios”. Se acabó la fiesta.

Sí, desgraciadamente, relativista y ateo. Aunque ateo ya descafeinado, porque considero el ateísmo una pesada carga que sólo alivio con mis amados dioses. Atletas de la imagen, depositarios del semen supraestelar que nos define y distingue, soy polvo propenso, propicio: ¡enamórenme! Pero sobre todo, no eviten a mis hijos. Ahórrenle el largo camino que los devolverá a su reino vanamente agotados. Graben y guarden para ellos las cifras en que debo transfundirles mi memoria. Prepárenlos para recibirme trascendido; en mí completamente extinto, hecho imagen memoriosa en ellos dilatada. Ah, dioses míos: “el mundo es mi representación”. La cantidad que deba testar a mis hijos, a ustedes la confío





domingo, 4 de agosto de 2013

Vivir ya es algo… imaginar






                  Para Antonio, Pilar, Marta, Carlos y Luis

 
Ayer estuve con mis amigos de la Fundación Jorge Guillén. Como siempre, disfrutando de muy agradables compañía y conversación. Ellos trabajan en un pequeño edificio restaurado a su medida (sonrío) y situado en un entorno mágico, incluso romántico, el parque “Las Norias de Santa Victoria” de Valladolid. Como el edificio está tan bien pensado (ahora río) y tiene un pequeño office estratégicamente situado, surtido con lo necesario para recibir visitas, siempre que voy a “robarles” unos minutos de cara amistad, se complementa todo lo dicho con un puntual e inevitable café. Adoro visitarlos. Lo hago cada vez que puedo. ¿Cómo no hacerlo ante tales expectativas? Un café compartido con gente amable, inteligente y guapa (sí, hay quien lo tiene todo, Pilar y Marta son, además, guapísimas) nunca comienza ni termina en sí mismo. El café “guilleniano” suele poner un aromático y terreno colmo a temas muy interesantes que, sin embargo, se abordan siempre con humor. Como diría Lezama, con una “gravedad alegre”.

Ayer estuvimos hablando y riendo con el tema de la felicidad de fondo. Las bromas giraron esta vez alrededor de la pregunta ¿escepticismo o positivismo? como estrategia para mejor vivir, o como resultado inevitable del recorrido vital. Teniendo en cuenta que las edades y experiencias de los actores metidos en escena son un tanto desiguales, era lógico esperar ciertas asimetrías en la visión de cada uno sobre un tema tan complejo, y esto, claro, aportó riqueza y gracia a una conversación puesta deliberadamente al margen de cualquier vocación trascendente. Hablamos, reímos, tomamos café, y, como es lógico y saludable, no resolvimos nada, más que la certeza de que debemos repetir tales encuentros de vez en cuando para mantener la temperatura de una relación muy sabrosa. Sin embargo, yo que soy tan torpe cuando me quedo solo, seguí pensando todo el día en aquello que hablamos. Incluso lo hago hoy. Y es que en realidad llevo algún tiempo sobre el tema merced a mi estado de ánimo actual (un tanto grave) y varias relecturas (¿interesadas?) que de una manera u otra lo abordan. Así que decidí darme un gustazo escribiendo algo al respecto, especialmente dedicado a los chicos de la “Jorge Guillén”. Para ello utilizo dos citas que salieron ayer a colación. La primera, no literal. Decían, antes Erasmus, y después Ortega: “la felicidad es estar fuera de sí”. La segunda, literal. Decía Schopenhauer: “… el juego del perpetuo tránsito desde el deseo a la satisfacción y desde ésta al nuevo deseo -tránsito que se llama felicidad cuando su curso es rápido, y sufrimiento cuando es lento-…” Como estoy muy de acuerdo con ambas ideas, de ellas parto.

Estar fuera de sí”. De eso se trata para Erasmus y Ortega. ¿Abandonar el estado en que somos animales sometidos a un fin (y final) puramente biológico, regalados con la sobrecarga de creer saberlo? Puede que sí. Fuera de nosotros mismos, ya sea en un trance dionisíaco o apolíneo, en brazos del carnaval o la cuaresma, ayudados por un cóctel chamánico o un precepto de Dios. Fuera de nosotros mismos gracias a la capacidad de imaginar que compensa con creces la sobrecarga de saber. Por fortuna la imaginación puede con todo; hasta con el conocimiento, tal vez un acto de perversa concreción de la imagen en pos de engañar hasta las últimas consecuencias a sus propios gestores. Lo “en sí”, de existir, (con todos los matices necesarios) quizás sea nuestra capacidad para el (auto) engaño; y su mejor matiz, la capacidad que tenemos de memorizarlo. Aquí está el quid de la cuestión: ¿Qué es primero, la imaginación o el conocimiento? ¿Quién produce a quién? Seguramente ya saben que para mí la imaginación lo produce casi todo.

¿Y no andamos con este asunto a cuestas hace tres mil años? Me temo que sí. ¿Y hemos aprendido algo desde entonces? Pues también. Aprendimos sobre todo lo peligroso que puede resultar el saber cuando trata de erguirse por encima de su madre: la imaginación. ¿Y qué hicimos desde entonces hasta hoy? Pues seguir imaginando, incluso que podemos dejar de imaginar libremente. Entonces trazamos una vertical que pudiera contenernos y proyectarnos por encima de la muerte hasta la eternidad, levantada con IDEAS situadas al margen de nosotros mismos, los únicos animales que pueden gestarlas, emitirlas y recibirlas. Vaya paradoja. Y tratamos de calzar en esa vertical. Y malamente lo hicimos hasta el punto en que tuviera Erasmus que contestarla, desde el mismísimo humanismo cristiano renacentista, al identificarla como un germen de infelicidad. Entonces “estar fuera de sí”, merced a esa rara y humana peripecia, viene a ser ahora justo participar lo “en sí”, o sea, imaginar. ¿Alguien puede ser feliz sin hacer a diario un ejercicio de alta imaginación que dinamite los pertinaces restos de simplona animalidad en la memoria?¿Alguien puede serlo, no siendo? Porque quien carece de imaginación... Y sólo el hombre es en plenitud ¿O no? El “estar fuera de sí” erasmiano y orteguiano no es más que estar en sí, plenamente en sí, o sea, estar, ser imaginando. La tortuga que mató a Esquilo, convertida en manzana iluminó a Newton. Las dos veces cayó de lo alto. La primera en oblicua proyección, cual meteorito olímpico. La segunda, verticalísima, cual regalo de Yahveh. Pero en ambos casos su objetivo era la cajita negra donde guarda el hombre la máquina de imaginar. En ambos casos pretendió activar el motor de la inocencia. Lo insólito y casual como cura a lo previsible y causal…          

¿Y no es el deseo la inocencia en movimiento? ¿Y no es la inocencia ese estado en que la imaginación, totalmente libre de su perverso intento de reductora concreción: el saber, puede ocurrir sin cautelas? El deseo es un acto de suma y móvil inocencia. La inocencia es la Arcadia de la imaginación. El deseo sostenido en un curso rápido de nacimiento-satisfacción/muerte-renacimiento, sin grandes intervalos entre sus etapas, sobre todo entre su muerte y renacimiento, es evidencia de una inocencia sana, fértil para la imaginación. Si deseamos con vivacidad es porque somos sanamente inocentes, imaginativos; estaremos mejor preparados para “salir de nosotros”, o sea, para ser nosotros a plenitud, imaginando en positivo. Porque claro, también podemos imaginar negativamente. Sobre todo en épocas de pensamiento débil (poco imaginativo), la imaginación, demasiado condicionada por su avaro hijastro: el saber, suele cargarse de negatividad. Cuando imaginamos sobre todo que sabemos, no nos valen ni la inocencia ni la vertical creada para contener y encauzar el apetito destructivo del conocimiento. La inocencia, perfecto estado de fertilidad para la imaginación, y la ética, uno de sus productos más raros, contradictorios y útiles de cara a la supervivencia de una especie fuertemente socializada, carecen de sentido para quienes imaginan que saben mucho, y que la imaginación es sólo un satélite del saber. Entonces la verdad, “esa leyenda”, que diría Jiménez Lozano, emerge como credo negativo, y como si no fuera fruto de la imaginación, cierra las puertas a la inocencia que la produce y pacta. En tal caso la inocencia no se mueve, luego no se desea con normalidad. El curso del “tránsito desde el deseo a la satisfacción y desde ésta al nuevo deseo” no sólo es lento, sino que se bloquea. Somos escépticos. Enfermamos. Quedamos inmóviles. Podemos prescindir, incluso, de la imagen primaria por excelencia: el Amor. Peligro. Alto peligro… Sólo la imaginación, tan indócil y magnánima ella, puede salvarnos de ésa. Y lo hace, siempre lo hace, especialmente con la poesía...

Como este escueto texto pretende ser un obsequio para unos amigos, y no quiero que se convierta en uno de esos incómodos “regalos” con los que no se sabe qué hacer, corto. No me vayan a esconder el café cuando vuelva a la Fundación. (Ahora echo una carcajada, porque en vano se me esconderá algo en ese edificio) Decía que termino, y lo hago con unos versos. Podría hacerlo con muchos otros, pero lo quiero hacer precisamente con unos de Jorge Guillén.

Aquí mismo, aquí mismo está el objeto
De la aventura extraordinaria. Salgo
De mí, conozco por amor, completo
Mi pasaje mortal. Vivir ya es algo.