lunes, 10 de marzo de 2014

Triángulos





                                                                          Breve tributo a Valoria la Buena

                                                                      
Dijo que se iba por asuntos de conciencia. No era del todo falso… ni cierto. Sí, estaba harto de vivir en un redil para seres tibios, pero además había recibido una extraña carta de un despacho de abogados madrileño, en la que, a cambio de colaborar en la reclamación de una suculenta herencia sin aparentes beneficiarios, le ofrecían mucho dinero.

En 1992, Ramirez & Asociados buscaba a alguien con el raro apellido del muerto (Indiano Valáureo, 1868-1959) en el país donde éste pasó parte de su esforzada juventud antes de regresar a España, aún joven, pero ya muy rico, en 1902. Los abogados pretendían montar un entramado documental falso para arrebatar la herencia al estado español, siempre presto, como cualquier otro, a engullir toda cosa que paste en el limbo, sea idea o materia, alma o cuerpo. La nota explicaba de forma somera la trama urdida, pero Vicente no la comprendía bien. Su castellano, aunque cuidado y amplio, apenas le permitía sin embargo acceder a la jerga de aquel texto leguleyo. Tampoco entendía el triángulo, que, acompañándolo, acaso cifrándolo, recogía en sus vértices tres nombres: Septimania, Pallantia y Rauda.
––Ya me lo explicarán… ––pensó.
         
––Ramirez & Asociados no tiene su sede aquí. La tuvo, pero se trasladaron primero a la calle Lazarillo de Tormes, después a la Luis Candelas, y finalmente se marcharon a Portugal. El dueño es portugués y su mujer inglesa. Se metieron en líos con la justicia española y ahuecaron ––dijo el portero de aquel edificio gris situado en la calle Goya.
Vicente había pedido un préstamo para financiar su viaje a un exiliado y viejo poeta cubano que vivía en Madrid. Para viajar tuvo que burlar el aparato de control migratorio del régimen castrista con una caterva de falsos documentos y fingidos actos. Había hecho enormes esfuerzos, pero esfumado el despacho de abogados que lo sonsacó, sólo le quedaban la dirección de su acreedor y aquel misterioso triángulo con sus tres inscripciones…
––Madrid, qué lío de ciudad. ¿Cómo dar con el sitio donde vive Aurelio? ––se preguntaba asustado.
        
––No te preocupes, querido, ya me lo pagarás. Si no con dinero, con versos. Tal vez puedas escribir algo sobre mi obra. A ver si contento a Caronte con un engañoso óbolo, pues otra cosa no tengo. No valen las monedillas de hoy para costear el último viaje ––dijo Aurelio, después del primer abrazo, de la primera disculpa ofrecida por Vicente, quien en seguida explicó con detalles lo sucedido, mostrando la carta que recibió en La Habana.
––¿No será una broma, una estafa? Cierto que tu apellido es raro, tal vez no hayan dado con otro Valáureo, pero… ¿Y este triángulo? Simancas, Palencia, Roa… ¿Qué diablos quiere decir?
El viejo poeta, que antes de emigrar había sido profesor de latín en la Facultad de Artes y Letras de su ciudad natal, y conocía muy bien la geografía española, pudo traducir rápidamente al castellano aquellos nombres. El triángulo señalaba una superficie muy concreta que interesaba parte de las actuales provincias de Palencia, Burgos y Valladolid, especialmente de esta última, sin que nada aportara más datos.

Los dos amigos hablaron con tranquilidad esa noche. Se pusieron al día en los asuntos literarios de ambas orillas, antes de que el recién llegado, que ya no podía regresar a su isla, decidiera encaminarse a la zona marcada en la enigmática figura.
––¿Qué otra cosa puedo hacer, Aurelio? ––se quejó Vicente.
El viejo poeta aún le dio dinero para el autobús que debía llevarlo a Valladolid.
––Ve de mi parte a ver a Toni. Hazlo nada más llegar. Pídele ayuda sin complejos. Lo llamaré para explicarle. A ver si lo ablando.

Valladolid es dura. Más que fría, dura. Mal sitio para llegar sin dinero, sin amigos. Pero el recomendado se presentó en la consulta de Toni, un compatriota médico que le prestó los primeros auxilios necesarios para todo emigrante… En Valladolid, Vicente, que con el tiempo comenzó a trabajar en una imprenta, tuvo que aprender muchas cosas. Todo lo antes leído y estudiado sobre Castilla: el centro de su cultura, tomaba cuerpo, encarnaba en la gente, petrificaba en el espacio, se regodeaba en el tiempo… Sin embargo, aquella carta, y sobre todo el triángulo que contenía, no dejaban de inquietarlo.
––Vive, lee. A fray Luis, san Juan, Manrique, Cervantes… y claro, no dejes de leer a Lezama. ––le repetía Aurelio siempre que hablaban por teléfono.
––Vive, lee… enamórate, olvida de una vez el maldito triángulo. ––insistía el viejo poeta, cada vez más enfermo.   

Cinco años vivió Vicente en Valladolid (tiempo bastante para aprehenderla y comenzar a amarla) antes de conocer en una tertulia literaria a Emilio Morejón, peluquero y aficionado a la poesía, con quien trabó una rápida y sabrosa amistad. Vicente llevaba el Morejón de cuarto apellido, y esto hizo mucha gracia a su amigo, quien además era oriundo de un pequeño pueblo de la provincia llamado Valoria la Buena. Cuando Vicente mostró a Emilio, que ya conocía su primer apellido, la carta con el críptico triángulo, explicándole además todo el asunto que lo había traído a España, el valoriano dijo:            
––Amigo, en este triángulo está el valle del Cerrato, y en uno de sus costados, Valoria. Tu apellido parece haber nacido allí. No puedes apellidarte Valáureo, también Morejón, estar custodiando este raro mapita, y no tener nada que ver con Valoria. No sé si el tal Indiano está o no relacionado con mi pueblo, pero en esto hay gato encerrado, seguro.

Muy poco tiempo después, ya vivía Vicente en Valoria. Resulta que Indiano Valáureo, El Pajas, que así le conocían en el pueblo antes de que huyera en el verano de 1888, por haber sido descubierto intimando a escondidas con la hija de Florencio, se llamaba realmente Alberto Ortega. Nadie supo que había logrado embarcar hacia La Habana, ni que había cambiado nombre y apellido; mucho menos que devino millonario con el comercio de harina en la otrora colonia; ni tampoco que regresó en 1902, ya con su falso nombre bien asentado en cuentas bancarias, acciones empresariales y escrituras mercantiles, para instalarse en Madrid, donde vivió hasta su muerte sin haber vuelto jamás a su pueblo.

El Pajas trabajaba a finales del diecinueve como empleado en un molino de trigo ubicado a orillas del Pisuerga, en las proximidades de Valoria la Buena. Entonces salía de la provincia de Valladolid casi todo el cereal que se consumía en Cuba, especialmente la harina de trigo candeal, con la que se hacía y se hace el pan de igual nombre, para muchos el mejor que se puede comer. A lo largo del Pisuerga, y especialmente del Canal de Castilla, se instalaron numerosos molinos que, a la vez que utilizaban la energía hidráulica para moler el grano, aprovechaban su proximidad a las vías acuáticas para hacer llegar el oro blanco en pequeñas barcas hasta Alar del Rey, desde donde, a lomo de mulo o en carretas, era trasladado a los puertos del mar Cantábrico, para ser embarcado finalmente en los cargueros que viajaban a La Habana. Angelines todavía recuerda haber escuchado la historia que cuenta la espantada de El Pajas, quien una mañana fue sorprendido moliendo algo más que grano en su puesto de trabajo, desnudo y no precisamente quieto encima de Petrita, guapísima joven que, aunque pertenecía a una familia de misa diaria y muy acomodada, todo el pueblo (re) conocía como hija de Florencio, el entonces párroco local. Angelines cree haber escuchado de sus abuelos que aquel mismo día el chico desapareció sin que se supiera nada más al respecto.

El Pajas, Alberto Ortega o Indiano Valáureo, como prefieran, es el bisabuelo de Vicente, aunque éste jamás pudo hacer valer su parentesco frente a la enorme y fallida herencia que le hizo venir a España. Cuando El Pajas llegó a La Habana en 1888, seguramente utilizando sus conocimientos básicos acerca del comercio de harina con la colonia, quién sabe si activando a su favor viejos contactos que pudo haber hecho mientras fue un simple peón en el origen del negocio, logró insertarse plenamente en el sector, hasta hacerse, en un período de tiempo muy corto, su principal operador en la isla. A mediados de la década de los noventa del diecinueve, Indiano Valáureo ya era famoso por la cantidad de harina que movía, los almacenes que tenía, su inmensa fortuna… Entonces debió liarse con una criolla, hija de canarios, y tener un hijo varón con ella. Lo reconoció con su falso apellido, pero lo abandonó cuando, independizada Cuba de España, regresó a la península.

Vicente nunca escuchó hablar en casa del bisabuelo paterno. Nunca tuvo motivos para pensar que su primer apellido era falso. Pero lo era, y tal circunstancia permitió a Ramirez & Asociados dar con él en La Habana para impulsar esta historia. Vicente vive en Valoria desde 1997. Con todos los vecinos del pueblo se lleva muy bien, menos con aquellos que se regodean en lo más morboso de su ascendencia, y a sus espaldas llaman El Pajillas a Lorenzo, su hijo. Sí, Emilio debió soltar la lengua con su mujer y ésta… En fin, Vicente, que visita con frecuencia las ruinas del molino valoriano, y gusta pasear por la ribera del Pisuerga en sus aledaños, dice tener ordenado el episodio en su memoria, aunque confiesa no haber tirado aquella primera carta que recibió del despacho de abogados madrileño, especialmente por conservar el enigmático dibujo del triángulo: Septimania, Pallantia y Rauda.
––¿De dónde sacaron esto? ¿Por qué lo añadieron a la carta? ––se pregunta todavía, pero sólo de vez en cuando, y ya sin desasosiego.

Así quedaron las cosas por muchos años, hasta que hace muy poco recibió una nueva carta de Tesalónica; esta vez firmada por un tal Apetros Kostas, de Kostas Legals. En la misma, que por extraño y anacrónico que parezca, llegó por correo postal con la única referencia: P.O. Box 54024, Le oforos Nikis Road, Thessalonikis, 54624, Greece, se lee textualmente: “…antes de su muerte, mi cliente depositó USD 41.000.000,00 (cuarenta y un millones de dólares) en una institución financiera aquí en Grecia. Documentos relativos a estas transacciones indican que las reclamaciones sólo se pueden hacer por un miembro de la familia. Puesto que usted tiene igual apellido que el finado (Valáureo) es elegible para este trámite…” Lo más raro es que esta carta también llegó con el dibujo de un triángulo en cuyos vértices pone: Calcídica, Laconia y Jonia… Aurelio ya murió. Ahora Vicente ronda los cincuenta años y dictó a su hijo una respuesta serena:
   
––Estimado Apetros Kostas, mi verdadero apellido es Ortega. Lo de Valáureo es agua pasada. Lo usé un tiempo porque mi bisabuelo paterno nació en Valoria la Buena, un pequeño pueblo situado al norte de las Columnas de Herácles, donde ahora vivo. Me vendría bien ese dinero para mi hijo, pero no es mío… ni suyo. De aquí no me muevo. Busque a un Valáureo cierto. Le deseo suerte en el empeño, aunque le vaticino dificultades. Su información con relación a mí es errónea. Reclame a Google… Por cierto, el triángulo que incluye en su carta no es lo bastante abarcador para inquietarme a estas alturas, pues soy de una estirpe egea, pero también mediterránea y atlántica. Además, ahora me doy a las corrientes fluviales en zonas interiores y poco convulsas. Para próximos envíos, si es que los hace a otros posibles millonarios, que como yo arrastren sonoros apellidos falsos, revise esa carencia en el esquema con algún pitagorín de su despacho.

Eso respondió… Lo sé porque Lorenzo tontea con mi hija, y a ella le contó toda la historia. También le dijo que no llevó al correo la respuesta de su padre, que guarda la carta de Kostas y, sin que lo sepa Vicente, intenta descifrar el enigma que asegura contiene el nuevo triángulo.




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