jueves, 3 de abril de 2014

Grave sin presunción, alegre sin bajeza




                                                                       
                                                                                      Para mi familia mexicana
                                                       

Hace unos días, mi amigo Julio Guillén compartió en una red social un artículo sobre un edificio que yo no conocía: el Centro “Roberto Garza Sada”, proyectado y construido por el arquitecto japonés Tadao Ando para la Escuela de Arte, Arquitectura y Diseño de la Universidad de Monterrey, México. Las fotos de la obra terminada y en uso me entusiasmaron rápidamente. No suele ocurrirme. Soy muy receloso con la fotografía en arquitectura. Casi siempre me inhibo de juicios definitivos sobre una obra que no haya visitado, pues fui engañado muchas veces por reportajes tendenciosos y falsarios, y esto, con el tiempo, hizo callo en mi candidez. Pero los años, a la vez que endurecen frente a lo ordinario, ablandan para el disfrute de lo extraordinario. Debe ser una astucia de Psique que nos ofrece salidas al escepticismo cuando éste roe demasiado. Sí, esas fotos me entraron a la primera, y aunque apenas escribo ya sobre arquitectura, y aunque no es este espacio el más idóneo para hacerlo, me empujaron al teclado bajo un cosquilleo que me hizo recordar ciertos habaneros albores. Mas no escribiré para arquitectos, como arquitecto. No puedo dejar de serlo, claro está, ni quiero, pero lo que diré sobre este edificio no pretende encajar en moldes disciplinares o académicos. Intentaré que mis lectores participen mi extrañeza ante esta obra, que la celebremos juntos como “simples espectadores”. Lo primero que evitaré (no me habría creído capaz de ello hace unos años, ¿lo seré ahora?) es el análisis integral del edificio. Evitaré entrar en la lógica de sus espacios interiores, en su lógica funcional, estructural, constructiva o económica. Algo me dice que si voy por ahí me pierdo. Porque esta vez se trata de comentar un extrañamiento en dirección al júbilo, no de explicar lo que ha cedido el artista para lograrlo, en dirección a la duda, la pena. ¿Ven? Con los años aprendemos a no ser rácanos cuando la ocasión lo merece… Así que, primero, celebro un edificio de notable alcance poético, y después me pregunto: ¿cómo es posible que un arquitecto japonés haya dado tan de lleno con algunas de las claves de la arquitectura mexicana? ¿Las buscó esforzadamente o se las encontró sin más? Y qué más da. Ahí está la obra, ¿no?

Ambos hallazgos, poética y contextualidad, son en esta obra una y la misma cosa, la fundamental. El edificio logra una imagen potente con vocación de símbolo, porque formaliza una idea muy importante: también en el siglo XXI la arquitectura puede y debe dialogar con el hombre, sus humanas aspiraciones, su entorno socio-cultural y físico-ambiental. Después, bueno, aparecen el diseño asistido por ordenador, las audacias técnicas, y hasta los delirios inversores, pero sólo como cómplices invitados, como agentes secundarios al servicio de lo que importa, ese colmo poético que valida todos los esfuerzos, justifica todas las “locuras”... Como ya dejé medio dicho antes, no me planteo especular ahora sobre si el arquitecto hubiera construido o no este mismo edificio en Holanda o en Jamaica. Lo hizo en Monterrey, México, y eso me vale. Me centro en esta obra y no en la ejecutoria de Ando.

Si existe la arquitectura mexicana (yo creo que sí, es obvio) no es porque a la fuerza calcen en ella los edificios levantados en México, pues no se trata aquí de mera pertenencia geográfica o político-administrativa, sino de peleada y ganada identidad; tampoco porque muchas de sus obras (vernáculas o académicas) compartan cierto gusto por el color, la textura o la ejecución descuidada, detalles todos que, en mi opinión, no importan demasiado, y cuando son abusados resultan nocivos porque rayan en lo pintoresco. Si podemos hablar de arquitectura mexicana, es porque algunas de sus mejores obras de todos los tiempos responden muy atinadamente, y de manera concertada, a las condicionantes que México y sus habitantes les impusieron; porque supieron sintetizar y concretar en imagen arquitectónica toda la complejidad que encierra ese enorme y complejo país. ¿Y cuáles son las principales invariantes de esta arquitectura? Y ¿cuáles sus esenciales bases socio-culturales y físico-ambientales? En mi opinión: la masividad, que deviene de una gravedad congénita; la gran escala, que responde a la inmensidad del medio, a lo ambicioso del proyecto nacional; y el barroquismo, que pone en escena el drama mexicano, marcado por el encontronazo nada cordial de varias culturas. Quienes no estén muy familiarizados con la arquitectura mexicana pueden echar un vistazo a los conjuntos monumentales precolombinos, a los grandes templos barrocos de los siglos XVII y XVIII, especialmente a los ejemplos del llamado ultrabarroco o churrigueresco, a la obra de los grandes arquitectos del siglo pasado: Barragán, O’ Gorman, Zabludovsky, Legorreta, Ramírez Vázquez… Sí, México es un país muy extenso y diverso, con climas que van del subtropical al continental o desértico, con importantes diferencias culturales entre las diferentes regiones, pero si algunos rasgos distinguen lo mexicano, son la gravedad, el gigantismo y el drama. Éstos han sido parte esencial de un proyecto cultural, que, aunque sometido a grandes y continuas tensiones a lo largo de la historia, fue magistralmente expresado por su arte: arquitectura, muralismo, pintura, escultura, literatura, música, cine…

El Centro “Roberto Garza Sada”, proyectado por Ando para la Universidad de Monterrey, me parece un excelente edificio mexicano: masivo, escalado a lo grande y con algunos notables guiños al barroco y a la arquitectura precolombina. El arquitecto se abstrae del gusto actual por la cacharrería al que se pliegan muchos de sus colegas-estrellas para enfrentar encargos de similar relevancia, y trabaja con los elementos precisos para dar en el clavo. Parece sustraer a la omnipresente Sierra Madre un bloque de roca para modelarlo según conviene al ethos de sus moradores. El edificio es rotundo en su volumen y muy masivo. Grave. Adusto. Pulcro. Pero también está escalado a lo mexicano. Por tratarse de una pieza única de dimensiones considerables, y porque la perforación que se le hace para producir la puerta urbana es enorme, quedando muy bien contrastada con los discretos accesos al interior. Un puente estereotómico (perdónenme el término, pues no hay otro igualmente adecuado) grave y grande. Y entonces aparece la tercera invariante de la arquitectura mexicana, la barroca. Porque contrastando con la tersura del rocoso puente, se irrita sin miramientos su intradós, su panza, para que la luz dé un perfecto contrapunto y acentúe las tensiones en dirección al desconcierto, al drama. El barroco mexicano tiene muchos ejemplos con similar convivencia entre volúmenes tersos, pesados, y paños sumamente irritados. Pero ¿quién no ve aquí, además, la referencia formal a otro discurso arquitectónico mexicano con iguales contrarios dialécticos: masiva tersura frente a excesiva irritación? ¿Acaso no se manejan estos elementos en la arquitectura precolombina de este país? Hay muchos ejemplos de ello, pero nótenlo en la pirámide de Kukulcán, Chichén Itzá, por citar el caso tal vez más relevante. Por el edifico de Ando no se desliza la serpiente emplumada para anunciar los equinoccios. No existe aquí esa dimensión mágica, religiosa; pero sí parece arquear su vientre para dejarnos pasar. Y aunque nos recuerde su perseverante influjo, aunque tense su primera invitación, también nos hace más humano, leve y entretenido el tránsito bajo el pesado pórtico. Porque el gesto barroco tiene en esta obra una doble lectura. Por un lado añade tensión dramática, pero por otro (aquí, tal vez, su peaje al canon postmoderno) quita trascendencia a la soberbia y rocosa estructura, mediante la humana relajación que propicia una curva amable e historiada.

¿Cómo pudo un arquitecto de origen tan lejano acertar tanto? Entre las arquitecturas tradicionales mexicana y japonesa (especialmente la que no tiene influencia china) hay enormes y esenciales diferencias. La una masiva, estereotómica; la otra ligera, tectónica. La una propensa al gigantismo; la otra modestamente escalada. La una barroca, dramática; la otra formalmente contenida, serena. La una con espacios cerrados, estancos y totalmente determinados; la otra con espacios fluidos, abiertos y flexibles. No sólo son diferentes, sino opuestas en muchos sentidos. Es como comparar en cuanto a tamaño de grano, peso, o intensidad de color y sabor, al maíz con el arroz… Cierto que Ando, aun recogiendo parte de su tradición, ha sido bastante occidental en algunos sentidos, y muy pronto se aficionó al trigo. Son evidentes en su obra las influencias de Le Corbuisier y Kahn. Pero aún así, sorprende su acierto en un trabajo sometido a condicionantes que a priori le son tan ajenas. Esto y la obra en sí misma me impresionaron desde el primer momento. Excelente edificio. Muy mexicano. Me atrevería a decir, incluso, aunque con algunos matices, hispanoamericano. Como diría Lezama: “con una gravedad alegre”. Como diría Cervantes: “…grave sin presunción, alegre sin bajeza…” ¡Enhorabuena, maestro!

2 comentarios:

  1. A mi también me ha parecido estimulante ver tanto logrado con aparentemente tan poco esfuerzo, la gracia comedida (understated); como arquitecto, sé lo mucho que ha costado llegar a esa destilación formal. Así que hay como un gran lazo: gran esfuerzo (técnico) para llegar a una simplicidad de lenguaje (formal), que a su vez despierta una riqueza de experiencia (sensorial). En poesía, la concentración y aparente simpleza de un gran soneto puede ser equivalente.

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  2. Sí, amigo, realmente un edificio poderoso. De los que contestan el escepticismo que a veces me invade. "Gracia comedida", sí... y honda. Gracias por dármelo a conocer, y por comentar aquí. Abrazos. Jorge

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