miércoles, 25 de marzo de 2015

A los políticos...







 Mercurio, en el Prólogo de Anfitrión (Plauto):


“Vosotros queréis que os sea propicio y os proporcione ganancias en vuestros negocios […] queréis también éxito para vuestras empresas dentro y fuera de la patria, prosperidad y provecho sostenido en los negocios emprendidos y por emprender, queréis que os comunique buenas noticias […] lo mismo os pido yo ahora que guardéis silencio durante esta representación y que seáis para ella jueces justos y equitativos […] vengo en son de paz: lo que yo quiero de vosotros es algo justo y nada problemático; he recibido el encargo de venir como embajador para hacer una petición justa a gente que también lo es; y es que no está bien pedir cosas injustas a gente justa… (continúa al final)



––¿Dónde estáis, qué hacéis?, preguntaba un político a los intelectuales hace algunos días, en un mitin vinculado con la campaña para las pasadas elecciones andaluzas, ensayo de las regionales y municipales que se celebrarán próximamente en toda España. Lo escuché prácticamente en duermevela (todavía pongo el telediario mientras me levanto) y por un instante me sentí aludido. En la trastienda de su pregunta formal (simple y dramático petardeo) latía la informe, pero corrosiva, la que “debía” formalizar en la conciencia, o, mejor aún, en la subconsciencia de gente como yo: ¿No veis, desalmados juguetones, que el mundo se acaba, y que, para evitarlo, debéis atraer votantes a mi opción política?

En realidad ¿a quiénes se dirigía este hombre? ¿Por qué me sentí fugazmente aludido? ¿Por qué siento la necesidad de escribir algo sobre un asunto tan manido y abusado? ¿Cuáles son los intelectuales emplazados, y por qué lo son especialmente en épocas de movimientos políticos más o menos aparatosos, ya sea durante períodos electorales en timoratas democracias que intentan sacudirse, o durante virulentos cambios de régimen? Llevamos más de dos milenios y medio hablando de esto, y todavía me animo. Hago hueco en la cansina tertulia. Levanto la mano: ––Perdón…

Caimán no come caimán, se decía en mi tierra, cuando las fuerzas entre dos contendientes estaban parejas, pero también cuando los partisanos de alguna causa, sobre todo de dudoso provecho para el común, se protegían mutuamente en horas bajas, hacían valer su complicidad frente a terceros. Mas en este caso un intelectual, rodeado de intelectuales por los cuatro costados, con grave retintín preguntaba a sus homólogos: ––¿dónde estáis, qué hacéis? Él, al margen, como si se dirigiera a extraños… casi traidores. Pero ¿no son la mayoría de los políticos, intelectuales ellos mismos? ¿No cuentan ya con sus aparatos de prensa? ¿No son los periodistas que aparecen en la nómina de los grandes medios, por lo regular cojos de uno u otro lado, intelectuales; y no lo son los llamados analistas políticos, profesionales del debate que prácticamente viven en la radio y la televisión? Sí, claro, todos estos son intelectuales, pero no basta. Su maltrecha credibilidad los invalida para “cosas serias”. En tales casos se necesita que apoyen los que no están emplantillados, al menos formalmente, sean del tipo que sean. Da igual orgánicos o tradicionales (Gramsci), verdaderos o falsos (Sartre), ideólogos o expertos (Bobbio). Todo vale, previo acto de fe, especialmente si se trata de gente con un rostro televisivo, tan capaz de miserere como de zambra. Sin embargo, ¿ni estos últimos se acercan ya voluntariamente? ¿Tan infecto está el charco que espanta hasta los patos? Bueno, todavía los hay que se dejan caer, nadan desgarbados, pero no basta, insisto. Cuando la historia acelera en los circuitos cerrados, algunos es poco para empujar el carro.

Aquel hombre, intelectual él mismo, nacido a la política en el fragor de la modernidad tardía, tan hecho al Partido, que, según Gramsci, “procura la soldadura entre los intelectuales orgánicos del grupo dominante y los intelectuales tradicionales; […] cumple esta misión subordinada a la esencial de preparar a sus componentes, elementos de un grupo social que nace y se desarrolla en lo económico, hasta convertirlos en intelectuales políticamente calificados, en dirigentes y organizadores de toda clase de actividades y funciones inherentes a la evolución orgánica de la sociedad, en lo civil y en lo político”; se extrañaba, (el demandante, digo) de que gran parte de la curia faltara a su envite. ––¿Dónde estáis, qué hacéis?…

Me imagino que algunos estarán (so) pesando la mies, clasificando la lana, leyendo las palmas de sus propias manos. Otros, sencillamente cansados. Los más serios, puede que estén avergonzados, sobre todo si en algún momento atendieron a llamadas de este tipo. ¿Los habrá que prefieran mantenerse callados, obedeciendo aquella máxima de Sartre sobre el “intelectual verdadero”?: “No tiene que hablar, sino intentar por los medios que están a su disposición, dar la palabra al pueblo”. Río… Lo cierto es que el político increpaba, sí, increpaba a intelectuales otros, como diciéndoles, o mejor dicho, gritándoles: –– falsos orgánicos, desclasados, tradicionales…  

Pero ¿cómo pretenden todavía estos pistoleros que la gente sería y de paz se presente así, sin más, a tan burdos y patéticos duelos? Como diría Platón: “Acaso piensas […] que he de estar tan loco como para tratar de esquilar al león…” ¿Qué responsable hombre de ideas puede estar verdaderamente interesado en representar un papel al son de la opereta que corre? Platón, que, como todos sabemos, confiaba su comunismo aristocrático solamente a los guardianes-filósofos, esto es, a los intelectuales de más alto nivel; y que mucho antes que Marx pretendió que los filósofos no sólo comprendieran el mundo, sino que intentaran cambiarlo para bien primero, y sostenerlo después asido a la verdad y la justicia, sabía perfectamente que tales hombres solían interesarse en el gobierno de la polis en casos muy especiales. Así lo explicaba el pensador ateniense hace dos mil quinientos años: “El castigo mayor [para estos hombres] es ser gobernados por otros más perversos si no quieren ellos gobernar: y es por temor a este castigo por lo que creo yo que gobiernan, cuando gobiernan, los hombres de bien; y aun entonces no van al gobierno como quienes van a algo ventajoso, ni pensando en lo que van a pasar bien en él, sino como los que van a cosa necesaria y en la convicción de que no tienen otros hombres mejores ni iguales a ellos a quienes confiarlo.” ¿Y cabe esta opción ahora mismo en nuestras democracias? ¿Realmente los partidos políticos en lidia permitirían a los hombres más capaces ascender en sus organigramas con tales presupuestos? ¿No implicaría ello negarse a sí mismos? Está claro: los partidos son maquinarias para bruñir a los malos, para amellar el filo a los buenos hasta convertirlos en inocuos fieles. Los gobernantes que de ellos emanan son sus productos-estrella, a la postre maestros con la lima en la mano. Si al menos se dejaran aconsejar, supieran escoger a sus asesores. Pero tampoco…

Decía Maquiavelo: “hay entre los príncipes, como entre los demás hombres, tres clases de cerebros. Los primeros imaginan por sí mismos; los segundos, poco dotados para inventar, captan con sagacidad lo que les muestran los otros, y los terceros no conciben nada por sí mismos, ni por los discursos ajenos. Los primeros son ingenios superiores; los segundos, excelentes talentos; los terceros son como inexistentes”; para venir a decir después que los príncipes deben pertenecer, cuando menos, al segundo grupo, o sea, que deben tener la capacidad de captar lo que otros le muestran, a fin de saber seleccionar a sus ministros. Pero en la actualidad la política ha degenerado tanto, que es prácticamente imposible encontrar entre los gobernantes (adalides de sus partidos) gente capaz de escuchar música y letra diferentes a las que calcen en la cantinela que empieza y termina con el conteo de votos. ¿Y cuál es aquí entonces el papel de los intelectuales no políticos de profesión? Pues meter la cantinela en partitura, pautarla, elevarla formalmente, disimular su cacofónica cojera, y, sobre todo, repetirla con el mismo objetivo: votos. ¿Tenemos que prestarnos a esto?                

No necesariamente. Rehusar la participación en el insano juego es algo muy político: es señalarlo con total claridad. Los intelectuales responsables no han desaparecido. No pueden desaparecer. Incluso su relativo silencio (habrá que buscarlos en las librerías, si no se encuentran en las tribunas) conlleva una potencia actual enorme. El mismo Bobbio decía: “En una sociedad pluralista, la desaparición de los intelectuales, con la que se fantasea, es improbable: al cerrarse un canal por el que pasaba un flujo de poder ideológico, se abre otro inmediatamente”. Este es un planteamiento con fondo filomarxista (no más que filo, remarco) pero tiene fundamento. Sólo que aquí un ala del supuesto “poder ideológico” puede retraerse y se retrae, para, desde la aparente inacción en los más penosos y triviales pugilatos, actuar en otro plano; plantarse ante el disparate: No.  

No se trata de que los intelectuales se hayan convertido en los clérigos de Benda: “los que honran la verdad y la justicia con fin en sí mismas”; tampoco en los frustrados filósofos de Platón, que se abstienen apesadumbrados de guardar su república:

“Pues bien, quien pertenece a este pequeño grupo (los filósofos verdaderos) y ha gustado la dulzura y felicidad de un bien semejante (la filosofía) y ve, en cambio, con suficiente claridad que la multitud está loca y que nadie o casi nadie hace nada juicioso en política, y que no hay ningún aliado con el cual pueda uno acudir en defensa de la justicia sin exponerse por ello a morir antes de haber prestado algún servicio a la ciudad ni a sus amigos, con muerte inútil para sí mismo y para los demás, como la de un hombre que, caído entre bestias feroces, se negara a participar en sus fechorías, sin ser capaz tampoco de defenderse contra los furores de todas ellas… Y, como se da cuenta de todo esto, permanece quieto y no se dedica más que a sus cosas, como quien, sorprendido por un temporal, se arrima a un paredón para resguardarse de la lluvia y la polvareda arrastradas por el viento; y, contemplando la iniquidad que a todos contamina, se da por satisfecho si puede él pasar limpio de injusticia e impiedad por esta vida de aquí abajo y salir de ella tranquilo y alegre, lleno de bellas esperanzas.”

No se trata, insisto, necesariamente de esto, ni de que los intelectuales inhibidos ante la comparsa descrita se estén atrincherando en un intelectualismo enfermizo y recalcitrante. Aquí tampoco apruebo el positivismo integrista de Weber, quien apuntaba: “los residuos irracionales de la racionalización de la realidad se han constituido como las zonas específicas donde se ha visto constreñido a replegarse el irrefrenable deseo de posesión de valores sobrenaturales del intelectualismo. Esto se intensifica cuanto más libre de irracionalidad parece encontrarse el mundo.” ¿Residuos irracionales, irracionalidad encantada? En lo absoluto. No se puede generalizar en esto. Ni siquiera los mejores artistas, rama de los intelectuales a la que parece dirigirse el gran sociólogo alemán en este comentario, están por definición al margen de la política, tampoco de la más activa y visible.

El repliegue de los mejores intelectuales ante la desfachatez del poder político, detentado y pretendido, pues en estos momentos ambos estadios son tristemente capítulos de un mismo y único cuento, obedece muchas veces a un hartazgo comprometido, y puede que hasta estratégico. Aunque parezca imposible, en la cosa pública por excelencia: la política, el silencio selectivo en ocasiones resulta más militante que el vocerío. Si en la misma plaza, a la misma hora y para el mismo público, actúan mendigos, mercaderes, ingenieros, banqueros, malabaristas, jueces, capitanes, sacerdotes, magos, artistas y maestros, lo más seguro es que la gente que los atiende deponga la parte más fina de sus sentidos y actúe adormecida, desorientada, llevada por impulsos donde la dominante patética se imponga a la ética y la lógica. En tales casos, conviene que alguien se aparte, y en lo más umbrío de la estoa, se abstraiga del confuso maremagno, aunque sólo sea para mostrar que hacerlo es posible, que se puede optar a ello, y que tal vez se debe.

Hoy en día, en una Europa tan vieja y decadente, parece inevitable descreer del Estado ideal para el hombre estético (Schiller), el hombre nuevo (Marx), el superhombre (Nietzsche), porque de acuerdo con el primero de estos tres pensadores, tal vez haya que aceptar que: “el Estado ideal, tal como lo concibe la razón, antes de dar origen a una humanidad mejor, tendría que fundarse en ella”. Pero no creer ciegamente en estas abstracciones para el hombre y su correspondiente Estado, no implica descreer del Hombre mismo.

A los políticos, tan intelectuales ellos, y a veces tan demócratas, pediría por favor que no chillen en la tele cuando me desperezo; que cuando quieran dar conmigo, se pongan a leer y eviten el patético griterío; que vigilen, eso sí, al ingeniero, al banquero y al mercader, esa nueva y “santísima” trinidad que ya piensa la polis para los robots, con su robótica política. (Qué rápido van los cabrones)


             
 
  …pero pedir cosas justas a gente injusta es una necedad.”

                        Mercurio, en el Prólogo de Anfitrión (Plauto)



Ah, y a la pregunta: ––¿Dónde estáis, qué hacéis?, yo respondo: aquí, esto.



domingo, 8 de marzo de 2015

Yo, la mujer de Pancho, os digo…






 
La historia de Europa empieza en China.
                                   Montanelli


La civilización es hija de la barbarie y nieta del salvajismo.
                                                                     Ortega


Pancho, que como cada día dormitaba sentado en la arena, protegiéndose del sol con su gran sombrero, recostado a la pared, a un lado de la única puerta de su casita situada a orillas de la Sierra Madre, aquella mañana vislumbró una serpiente venenosa, que, a unos veinte metros de distancia, iniciaba una peligrosa maniobra de aproximación. Entonces dijo a su mujer que faenaba dentro: ––Lupe, tráigame el antídoto. Ella, alarmada y nerviosa, mientras buscaba el frasco, pregunto: ––¿Lo ha mordido una serpiente, Pancho? Y entonces él, con su característica flema, explicó: ––No, pero la veo venir…

        Cuento popular



Occidente, tan pancho él, hace unos días se enteró vía satélite de que Mesopotamia está siendo de nuevo contestada por los chicos malos de la prole de Nestorio; aquel díscolo patriarca de Constantinopla que fue desterrado a Libia, cuyos discípulos emigraron a Siria después de su muerte, tradujeron la Biblia al idioma local, y sentaron así las bases para que el arcángel Gabriel, tan atento siempre a los impulsos mesiánicos, trasladara, también a Mahoma, su mensaje divino.

Si la historia de Europa empezó en China, según Montanelli, cuando los hunos fueron rechazados allí, y, obligados a dirigirse al Oeste, pusieron su destructiva mirada sobre la enferma Roma; si la civilización es hija de la barbarie y nieta del salvajismo como nos dice Ortega, ¿podemos entender que estas enormes fuerzas civilizadoras operan de nuevo, ahora desde el Medio Oriente, para incoar la posthistoria de Europa, de Occidente? ¿Son las excavadoras, las marras y los taladros de los nómadas musulmanes, empeñados en destruir las bases de nuestra cultura (y en gran medida la suya propia) demoliendo lo más pétreo de su rostro, las herramientas, que, junto a las armas, las expulsiones y los asesinatos masivos, anuncian el gran cambio? Y de ser así, ¿bastará con que los satélites lo registren mansamente? ¿Estamos condenados, tanto, que vemos a la serpiente avanzar sobre nosotros y apenas añoramos el antídoto…? Sí, lo estamos. El falso antídoto del pancho europeo es la tecnología; esa, que, según él, en última instancia le permitirá abandonar el viejo barco para ver desde el Espacio cómo se hunde. Ah, la tecnología, ciega pizpireta, tan maquillada ella, y sin embargo, tan tragona, con el estómago tan dado a los minerales, los combustibles fósiles.  

Europa hace tiempo que no juega en las playas de Tiro, que no es pretendida por ningún toro, que tiene su mirada puesta en el casquete polar de Marte, y se entretiene soñando máquinas capaces de “aterrizar” allí. Quién sabe si el propio Nimrod, que dio nombre a la ciudad recientemente saqueada y demolida por esos salvajes, y que en realidad fue bisnieto de Noé, comparta la vocación escapista de su bisabuelo, y, aunque ya sin mandato ni protección divinos, esté ofreciendo a Europa un nuevo Arca para la evacuación final. Un Arca que se eleve sobre el mar de petróleo… Ah, cuánto más se habría podido entretener a la historia jugando con ella al escondite (la Tierra como casa).

A los asesinos que tienen asignada la misión de barrernos y regenerarnos, por inconscientes que sean de ello, y a quienes le dan alas acelerando la historia en los laboratorios, las bolsas, las lonjas, pensando en escapar a última hora, o, peor aún, en nada; os advierto: puede que la partida esté fatalmente marcada, pero habrá que jugarla hasta el final. La mujer de Pancho todavía trabaja, imbéciles, hijos de la gran puta.


miércoles, 4 de marzo de 2015

¿Son neto?








Durante los treinta años que llevo escribiendo poesía, nunca (hasta hoy) escribí un soneto. Nunca sentí la necesidad de hacerlo. Además, me llegó muy temprano (tal vez demasiado) aquella anécdota de Guillén (Nicolás) que circulaba entre poetas y lectores afines, y en la que éste recriminaba a los versolibristas jóvenes que no cultivaran el género; viniéndoles a decir que, sin pasar por él, su aprendizaje no sería completo. Muchos autores opinan lo mismo, pero escuchado (aunque indirectamente) de Guillén, ante quien me rebelaba entonces sin medias tintas, producía en mí un rechazo frontal. Qué tontería… la mía, claro.      

De cualquier modo, y con todo respeto a los buenos sonetistas, vivos y muertos, llegué hasta aquí sin sentir urgencia alguna de escribir ajustado a tal formato. Leo sonetos muy frecuentemente. Y lo hago con gran placer. Pero escribirlos… En fin, son muchos los que me han invitado a estrenarme. Hace poco, un poeta conocido insistió en ello con cierto retintín. No hubiera bastado, por supuesto, para que enfilara hacia mi primer soneto, y mucho menos para que lo hiciera en público, (qué culpa tienen en todo esto mis lectores) pero se sumaron dos coincidencias desencadenantes: Primero, llevo un buen tiempo releyendo con orden la poesía del Siglo de Oro, muy familiarizado con la lectura del soneto (bueno, regular y malo). Y segundo, esto que les cuento ahora con más detalle:

Hace unos días asistí a una brillante conferencia dictada por Antonio Carvajal como clausura del I Congreso de la Asociación Internacional para el Estudio de Manuscritos Hispánicos (AIEMH) que, organizado por la Fundación Jorge Guillén y la Universidad de Valladolid, se celebró en la Facultad de Filosofía y Letras. Antes de que comenzara la intervención del vate de “Graná”, y con ella el derroche de humor inteligente, mi buen amigo, el poeta y dramaturgo Luis Enrique Valdés, se acercó a mi butaca con aire socarrón para leerme, muerto de la risa, un soneto del también “granaíno” Diego Hurtado de Mendoza. Nos reímos juntos, Luis, Marisela y yo, con el ocurrente de Mendoza (el soneto es malo, pero graciosísimo) y seguimos haciéndolo con Carvajal toda la tarde.

Después me quedé pensando que tal vez fuera el momento de iniciarme como sonetista. ¿Por qué no hacerlo dando la réplica al cachondo poeta del XVI? ¿Qué mejor forma de acometer algo así? El humor es un lenitivo muy eficaz, también para desvirgar poéticas. Río… Bueno, el caso es que hoy, contestando un soneto tan alejado del petrarquismo en todos los sentidos posibles, me encontré muy cómodo. Entonces, ya puesto, y con ánimo juguetón, no sólo recreé la rima del soneto de partida (ABBA-ABBA-CDE-CDE) sino que, además, la convertí en base para un falso acróstico. Qué chulo, un principiante cerrando el soneto por ambos flancos. A ver si se conforman. Río de nuevo…

Una vez escrito, se lo envié a Luis (también socarronamente, como quien hace una trastada y busca cómplice) para que lo leyera y revisara, pues él ya es un experimentado autor de sonetos. Luis aceptó amablemente: hizo algunos apuntes métricos, y tuvo además la delicadeza de reírse conmigo un poco más, prolongando la gracia de aquella picante lectura compartida. Cuando escriba mi próximo soneto, para lo que, por razones obvias, no debería esperar otros treinta años, se lo dedicaré a él.

Éste, sin embargo, y con su permiso, es para ustedes. Se los confío con la esperanza de que se rían... inteligentemente.



Soneto de Diego Hurtado de Mendoza (1503 – 1575)


Rapándoselo estaba cierta hermosa,
hasta el ombligo toda arremangada,
las piernas muy abiertas, y asentada
en una silla ancha y espaciosa.

Mirándoselo estaba muy gozosa,
después que ya quedó muy bien rapada,
y estándose burlando, descuidada,
metióse el dedo dentro de la cosa.

Y como menease las caderas,
al usado señuelo respondiendo,
un cierto saborcillo le dio luego.

Mas como conoció no ser de veras,
dijo: «¡Cuitada yo! ¿Qué estoy haciendo?
Que no es ésta la leña deste fuego».



Mi réplica


Al instante preciso, Diego Hurtado,
Baraja quid y guiño tu doncella:
Bojea el hoyo donde se atropella
Aturdido el potrillo de su hado.

A un tiempo el apogeo es cuestionado,
Bóreas enfría y Torquemada amella.
Bajamar, soso cabotaje, y ella
Amputa del festón lo más dorado.

Contritos el instante, su atalaya,
Demos a tu soneto el beneficio
Efímero y gracioso del buen juego:

Calita necesaria en toda playa.
Del rasurado no hallo lo nutricio.
Es el miedo la nieve en ese fuego.