viernes, 22 de mayo de 2015

Estatuas vivientes




 

 I


Fue el mejor afinador de pianos del sur de Europa. Aunque oriundo de un pequeño pueblo de Tierra de Campos, en Palencia, España, Diógenes llegó a vivir, casi, en los aviones. Siempre se ocupó de su familia desde el punto de vista económico, pero su cartera de clientes era tan amplia y especial, que le obligaba a una agenda inmisericorde, con frecuentes y largos desplazamientos. Compró viviendas en varias ciudades: Atenas, Zagreb, Milán, Toulouse y San Sebastián, aunque apenas las usaba. También era prolífico en conatos amorosos. Se le relacionó con grandes figuras de la música culta y el mundo empresarial, pero asimismo con putas de lujo o mujeres del más pintoresco famoseo. Leía. Hablaba varios idiomas. A los cuarenta había alcanzado el éxito, sin dudas. Manejaba una pequeña fortuna y contaba con una aceptación social envidiable.

Pessoa nació en Nápoles. Fue modelo. Trabajó con los mejores diseñadores italianos en muchas campañas de ropa y perfumes. Mientras duró su apogeo, en los staff de las mejores revistas de moda se le consideraba el hombre más guapo del planeta. Iba continuamente de un lado a otro, aunque pasaba las temporadas más largas en Florencia y Montreal, donde había comprado sendas casas: contenedores de lujo para guardar lo mejor de sus colecciones de ropa y arte. También era políglota. Vivía solo. O no, porque no sabía separarse de sus perros. Hasta en los camerinos de los espacios donde desfilaba, pedía y obtenía sitio para ellos. En algunos casos, lograba incluso que le asignaran personal para su atención especializada.

Cuando estos hombres disfrutaban la cresta de sus vidas, Jesús no había nacido.



 II


Diógenes y Pessoa se habían visto de lejos en alguna ocasión, pues ambos acabaron malviviendo en los peores antros de Lisboa, donde, además, compartían oficio. Su primer contacto directo tuvo lugar mientras participaban en un concurso de estatuas vivientes que se celebraba en la Praça do Comércio. Para desempañarse con opción al triunfo, a Diógenes faltaban los perros que “sobraban” a su compañero. Así que al descanso de la primera jornada hablaron del asunto. Podían colaborar en pos del premio (que compartirían en cualquier caso, claro) si pulían sus roles y se agenciaban la complicidad de los animales.

Tiempo atrás, Pessoa se habría dejado matar antes de consentir que ataran a una de sus mascotas. Pero éstas debían comer, incluso vacunarse, desparasitarse, tratarse contra pulgas y garrapatas. Tenían más de diez años y precisaban muchas atenciones. Lo que ganaba el poeta en el flamante Parque de las Naciones, sentado sobre su vieja Thonet y ante su destartalada Remington, no le alcanzaba ni para cobijarse decentemente. La oferta de Diógenes era tentadora, más en beneficio de los animales que en el suyo propio. El premio del concurso estaba dotado con tres mil euros.  

Diógenes había conseguido un barril en desuso que molestaba en la trastienda de un bar cutre de la Alfama. Tenía también una vieja lámpara de aceite que encontró a orillas de un contendor de basura, y pudo restaurar hasta poner en uso. Sólo necesitaba perros para completar su aparejo. Se negaba a recrearlos de forma inanimada. De mantenerse muy próximo a Pessoa durante la competición, Fígaro y Cara apenas lo extrañarían. Si por añadidura estuvieran bien comidos, tal vez aceptaran permanecer atados al barril. Entonces dejarían de contaminar la perfecta estampa poética de su dueño y colmarían la del “hippie” griego.

Cuando los extranjeros cerraban su trato para encarar la recta final del certamen, Jesús tenía veinte años, y, sin proponérselo, se vio implicado.



III


Jesús era escultor. Lisboeta de pro. Estaba especializado en piezas de arena. Solía levantarlas entre mayo y septiembre en las playas de Estoril y Cascais. A la sazón había ganado varios premios internacionales en esa categoría: Valladolid, San Diego, Acapulco… Pero en temporada baja para el turismo de mar, cogía una vieja cruz que guardaba desarmada en casa de un amigo, y obraba en su propio cuerpo la figura del Mesías para sobrevivir. Normalmente se crucificaba en las cercanías del Castillo de San Jorge.

Él también participaba en el concurso. En un bar cercano a su sede, donde merendaban las “estatuas” invitadas por la Organización, Jesús escuchó la oferta que hizo Diógenes a Pessoa y puso atención al resto. Hablaban en inglés, pero él podía entenderlos muy bien. Mientras repasaban los detalles de su acuerdo, Jesús se mantuvo callado, aparentemente al margen, espiando. Gracias a ello, pudo escuchar también cómo, una vez superado el impasse negociador, y metidas en escena las primeras cervezas, los hombres se contaban uno al otro las complejas historias de sus vidas.



IV


El jurado debía acometer la última fase de su trabajo. Consistía en evaluar, sobre todo, la vertiente más graciosa de las estatuas: el gesto que hacían para salir de su impavidez cuando recibían una moneda de los espectadores. Pessoa debía teclear en su Remington la palabra gracias. Diógenes debía encender la llama de su lámpara. Jesús, que para entonces se había colocado al lado de los extranjeros, y tenía sus cuatro extremidades comprometidas en la cruz, debía levantar la cabeza, mirar al cielo como implorando al Padre.

El jurado estaba integrado por artistas, políticos y patrocinadores. El principal entre estos últimos era el Banco Espirito Santo. Su director en Lisboa, el señor Costa, fue seleccionado por los restantes miembros para lanzar la moneda en las escudillas de los concursantes. Su nombre, cargo y cometido se anunciaron por megafonía y comenzó la definitiva ronda evaluadora.

Cuando Costa se acercó a Diógenes, Fígaro y Cara, que hasta entonces se mantuvieron mansos y obedientes, comenzaron a ladrar con insistencia arrastrando el tonel del filósofo-mendigo. Uno de los guardias que escoltaba la comitiva sacó su porra en actitud amenazante. Mientras caía la moneda en la escudilla de Diógenes, Pessoa se interpuso al policía para proteger a sus animales. Sin querer tiró al suelo la lámpara de su cómplice y renunció al concurso abrazándose a los perros. Diógenes se llevó las manos a la cabeza. Los jueces, nerviosos, abandonaron los fallidos puestos y se acercaron a Jesús. Éste, aunque muy mermado en su movilidad, había visto de reojo lo ocurrido a sus competidores, con quienes ya tenía un feeling especial, pues las historias que hurtó mientras se sinceraban mutuamente en el bar, lo habían estremecido. En aquel instante Jesús también olvidó que optaba al premio. Se apartó del guión. Mantuvo su rostro inmóvil al recibir la moneda. Dejó caer una lágrima. Ganó.



V


Con la plaza abarrotada de participantes y público, Costa le entregó el cheque al vencedor, todavía Jesús, pero ya Helder, cuyas únicas palabras fueron: “El corazón, si pudiese pensar, se pararía”. La gente aplaudió con verdaderas ganas. Fígaro y Cara no dejaban de ladrar al encorsetado Midas. La policía se mantenía alerta. Pessoa, para entonces Giani, esbozó una leve sonrisa, y contagiado tal vez por el cariz del momento, le dijo a Diógenes: amigo, “la luna es el sol de las estatuas”. Diógenes se mantuvo impasible. Estaba vivo, pero era demasiado viejo. Ninguno de los presentes supo qué nombre gastó en su otra vida. Finalmente resuelto en las calles y plazas de Lisboa, ya no era capaz de afinar su maltrecha fe.



2 comentarios:

  1. Un cuento excelente. Cuánta maña para liar estos tres personajes con sus actos y palabras. Gracias, está muy bien. Ciertamente, si pudiera pensar, se pararía,
    Sonia

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  2. Gracias, amiga, muchas gracias. Sí, se pararía... Y por eso no piensa... Besos.

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