miércoles, 23 de septiembre de 2015

Pedro se va de juerga con Barrabás








        “Y todo el pueblo, a una voz, clamó, diciendo:
        Quítale a éste [Jesús] la vida, y suéltanos a Barrabás”
                                                                       
                         Lucas, 23:18



        “Total, ¿qué bueno podía estar haciendo un iluminado 
        como el tal Pedro, (jefe de esos locos idólatras, primero 
        en Antioquía y luego en Roma) por ahí, en los confines 
        del mundo, de bares con Barrabás?”

                                                Atribuido por mí a Nerón
          (después de ejecutada su sentencia)




Pedro, la Piedra Mobile en que Jesús apoya lo que queda de su Iglesia, anda de juerga con Barrabás. Tiempo tuvo para intimar con Césares, Gensericos y Alaricos. Y lo hizo, claro, (no se “petrifica” a nadie, así, por las buenas) pero ahora se ha vuelto macarra. Ya no se emociona con esas historias que recrean matanzas llevadas a cabo con pulcrísimos rayos, similares drones, o con refinada y lenta ponzoña. Ahora Pedro prefiere oír hablar de la sangre que fluye prontamente, liberada por la vulgar navaja; como en los cuentos de Borges, pero sin la cómplice compañía del acordeón. Así que se tomó unas vacaciones lejos de Roma. Llegó a un pueblito de Judea, pobre, muy pobre; se hospedó en su única posada, en ruinas, gobernada por un tesorero jubilado del Sanedrín; y salió de paseo por las tabernas más cutres en busca del célebre indultado.

Barrabás debió estar muerto hace cuatrocientas vidas, pero sobrevive porque alguien le suministra una misteriosa pócima hecha a partir de sangre, manteca y uña molida, todas de puerco. Pedro se lo encontró en la barra de un prostíbulo en cuyo interior abundan los cocoteros de plástico. Barrabás cantaba en arameo viejas batallas. Poco tardó el Sumo Hacedor de Puentes en percutir sobre el mostrador para pautar la incomprensible y macabra tonada, dotarla de mejores afinación y tempo. Barrabás se reía. Pedro también. El coro de putas y bebedores, herederos de aquellos que pidieron a Pilatos el indulto del asesino, todavía celebraba la gran hazaña: haber salvado su vida cuando parecía imposible.

En un pequeño intermedio (al gran jefe le cambian los pañales cada tres o cuatro meadas) Pedro se dirigió a uno que parecía más lúcido, menos ebrio, y le preguntó por aquel milagro (el indulto de Barrabás, entiéndase). El hombre le contó que el Sanedrín temía que Jesús provocara una nueva revuelta seguida de la consecuente masacre romana contra Judea. Barrabás era un mal menor, hasta cómico. Unos cuantos muertos a causa de sus cuchilladas, ¿qué podrían suponer ante la alternativa…? Entonces Pedro preguntó por el método utilizado. Quería saber cómo habían logrado que la gente aclamara al truhan. El hombre le recordó que cuando Terencio estrenó Hecyra, el público abandonó el teatro al enterarse de que en el Circo se estaban batiendo un gladiador y un oso. Pedro no parecía del todo satisfecho con la imagen. El hombre añadió que la comunidad debía estar atontada, pero selectivamente. Le recordó también que Pompeyo había conquistado Judea un sábado, porque sus habitantes no quisieron renunciar al sagrado descanso.

Antes de que trajeran a Barrabás con el pañal medio limpio, el interlocutor de Pedro, que se consideró con derecho a obtener información después de haber ofrecido tanta, preguntó al representante de Jesús qué hacía allí, y por qué llevaba aún aquellas ropas tan raras en lugar de un moderno chándal. Éste le contestó que a ciencia cierta no sabía ni una cosa ni la otra, que lo vestían, que se dejaba llevar, que estaba allí porque no podía evitarlo: amaba la juerga… ―Te van a crucificar, ¿lo sabes?, apuntó el tipo, ve pidiendo perdón a tu Padre. Aquí sólo se permiten los puentes de paja, esos que no aguantan la tos del Jefe si amanece cabreado... Pero ya Barrabás y su coro cantaban de nuevo. Temblaban las botellas. Pedro, animoso, una vez más se ocupaba de la percusión. Las ropas dificultaban su baile, sin embargo, íntimamente, bailaba.

Sólo espero que en la cruz, ya sin sotana, apenas ataviado con un pañal como los que usa su último ídolo, satisfaga las expectativas de quienes todavía creen en su humildad (¡solavaya!) y pida que lo coloquen boca abajo. Que no emule a Jesús en el vertical trance. Pero sobre todo, que no se le vaya a caer, por Dios, tan escaso atuendo, dejando a la vista de todos el mísero mantecado.


domingo, 20 de septiembre de 2015

Las dependencias del diablo




  
I


Lautaro nació en La Puya. Sus padres provenían de Las Cañitas. Se mudaron para acercarse al trabajo cuando se pusieron al servicio (jardín y cocina) de la acaudalada familia Suárez, que a finales de los ochenta se estableció en Arroyo Hondo. El niño no encajaba en el barrio. No jugaba a la pelota ni a las bolas. Repudiaba los hábitos de las pandillas callejeras. Cuando no estaba en el colegio, apenas salía de casa; quedaba al cuidado de su abuela, una mujer mapuche muy poco integrada en la cultura del país y dueña de unos cincuenta libros. Sayen, se llamaba.

Sayen casó en el 45 con Felipe Arnau, diplomático dominicano de origen francés que trabajó para el régimen de Trujillo, y estuvo destinado en Chile entre los años 39 y 46. Al finalizar este período, su marido regresó a Santo Domingo. Sayen viajó con él. Ni en “los buenos tiempos” se adaptó a su nueva tierra. Mucho menos a partir del 61. Cuando el país se zafó la terrible dictadura del Chapita, los Arnau lo perdieron todo; Felipe, incluso la vida. Sayen y Berenice, la madre de Lautaro, tuvieron que comenzar de cero. Desclasadas y pobres, madre e hija comenzaron a rodar hasta que Berenice casó con Pedro James, peón de jardinería que vivía en Las Cañitas. Unos dicen que Pedro desciende de un predicador norteamericano que llegó al país a principios del XIX; otros, más suspicaces, creen que su origen se pierde entre los facinerosos que acompañaban al mismísimo Drake. Él, en cualquier caso, era un hombre convencional… pobre y convencional. Poco tardó Berenice en hacerse a su horma, amén la influencia de Sayen en sentido contrario.

Lautaro James Arnau era un bicho raro. Leía. Quería ser escritor. Con esos vicios, nombre y apellidos, parecía condenado a salir de La Puya nada más entrar en la pubertad. Mientras sus padres trabajaban para los Suárez, Sayen asumía su cuidado. Le hablaba especialmente de historia; más especialmente aún, de la historia de América. Con doce años, Lautaro podía disertar sobre Caupolicán o Cortés con la misma solvencia. En el asiento de una vieja butaca colocada a un lado de su catre, donde nunca se sentaba nadie, (era imposible) tenían un puesto fijo los principales Cronistas de Indias. Su obra preferida: La araucana, de Alonso de Ercilla.

El joven, que también apreciaba la ficción en prosa, había leído más de una vez las dos obras de Víctor Hugo que atesoraba su abuela: Los miserables y Nuestra Señora de Paris. Con quince años ya soñaba escribir su primera novela, y quería localizarla en una catedral. Sayen, que desde la muerte de su marido llevaba un diario, para entonces había escrito en él: Este cabro será un gran novelista.   




II


El cardenal y arzobispo lo “rebautizó” como Lau. (Lautaro le parecía un nombre muy poco cristiano, de compleja ascendencia. No español, pero tampoco con origen en una voz quisqueyana) Su eminencia había conocido en vida al abuelo Felipe, a quien además debió algunos favores. Aceptó que el joven entrara en la Arquidiócesis para colaborar en ella a cambio de la manutención. Le sorprendían su ambición por conocer y sus ganas de escribir. Lau obtuvo permiso para inspeccionar los entresijos (históricos y espaciales) de la Catedral de Santo Domingo. Lo hizo durante varias semanas, pero claro, había en el edificio muy poco ámbito novelero. Ni sótanos, ni sotabancos de importancia, ni otros recovecos donde ambientar una buena historia. El edificio es discreto en todos los sentidos, pequeño y completamente exento, al aire por sus cuatro costados. Una muestra del pragmatismo que pesó sobre la primera época colonizadora, aun en la construcción de sus más importantes templos.

Ante la frustración del prometedor literato, Su eminencia, que le había tomado afecto, tenía muy buenas relaciones con la Iglesia española, y, además, era de origen conquense, logró que el obispo de Cuenca becara a Lau durante seis meses, prometiéndole a cambio una novela ambientada en la catedral de aquella ciudad. Su excelencia reverendísima, ilusionado con el retorno de la inversión, desde España corrió con los gastos e hizo los trámites legales necesarios. Sayen se opuso en primera instancia a que su nieto se alejara de casa por tanto tiempo. Ya le molestaba bastante que le hubieran hurtado su nombre completo, y, hablando en plata: le preocupaban los indicios de pederastia que señalaban a muchos curas, y que sobre todo afectaban (o así se creía entonces) a la Iglesia de los países ricos. Sin embargo, la mujer terminó consintiendo: El futuro literario de su nieto miraba a Cuenca.




III


Sayen lo preparó todo en pocos días. Sospechó que su nieto estaba en peligro cuando dejó de llamarla durante un mes. Pidió dinero prestado a los Suárez, se apoyó en la Arquidiócesis de Santo Domingo para lograr el visado, y se presentó en la catedral de Cuenca como abuela y representante legal de Lautaro. Su eminencia reverendísima no la recibió. Lo hizo uno de los canónigos. Éste le explicó a la anciana que Lau hacía mucho tiempo no salía del “apartamento de arriba”, (así llamaban a unas estancias ubicadas en lo alto del templo, cerca del campanario) que al chico había que llevarle hasta la comida, que escribía obsesivamente, y que ni siquiera el obispo estaba al tanto del asunto abordado en su novela.

Sayen apenas podía subir aquellas escaleras. Llegó exhausta. Tocó a la puerta y pegó la oreja. Lau tardó en abrir. Tenía un aspecto penoso, pero se abrazó a su abuela con ímpetu y le pidió perdón por el silencio que la había obligado a un viaje tan largo y costoso. En la habitación contigua descansaba Alberto, el sobrino del obispo. Lau lo presentó como su ayudante. El chico tenía mejor aspecto que él, pero también lucía unas llamativas ojeras. Ambos parecían anémicos. Lau no preguntó por sus padres. Tampoco se interesó mucho por los detalles de la estancia de Sayen en Cuenca. Estaba como poseído por el trabajo. Le explicó a su abuela que no podía acompañarla a conocer la ciudad, que tenía mucha labor por delante y sólo dieciocho días para darle fin. El obispo le había dejado claro que los seis meses de beca no eran prorrogables, y que Alberto tenía que quedar liberado con prontitud para realizar sus funciones habituales.        



IV


Sayen estuvo en Cuenca una semana. Como andaba escasa de dinero, evitó los hoteles. Alquiló una habitación en un piso cercano a la catedral y ocupado por los dueños. En esos días hizo amistad con aquella familia. A su través indagó todo lo que pudo sobre el obispo y su sobrino. Lo escuchado no resultaba muy alentador. Cuando se despidió de su nieto, la segunda vez que lo vio, (no hubo más que hola y adiós en aquel viaje) le dijo que si Pedro y Berenice llegaban a enterarse de su convivencia con el otro muchacho, serían capaces de lo peor. No logró averiguar nada sobre lo que escribía Lau. Éste le aseguró que leería pronto la novela terminada. La tenía que mostrar primero al obispo, pero después, a nadie más antes que a ella. (Alberto no contaba, pues era prácticamente coautor). La mujer regresó preocupada. Su Lautaro, para entonces Lau, ya no era un niñato con pájaros en la cabeza, sino un joven independiente que compartía días y noches con otro en dudosas circunstancias. Un escritor, quizás.     



V


El obispo de Cuenca no se acercó al banco donde estaban, cabizbajos, Pedro y Berenice. Cuando acabó la misa, mandó a llamar a Sayen y se encontró con ella en la sacristía. Había viajado a Santo Domingo para asistir al funeral de su sobrino, pero, sobre todo, para intentar hacerse con el original de la novela de Lau; en su opinión, el tipo de obra que menos convenía a la Iglesia en aquellos momentos. El prelado entendía que el pago de la beca al autor, muerto éste, le otorgaba todos los derechos sobre la obra. Así se lo dijo. Sayen, tan abatida como colérica, le lanzó un escupitajo a la cara. Hijo de la gran puta, le espetó.



VI


Pedro y Berenice los echaron de casa. Lau y su amigo eran pareja, estaba claro. El “pájaro español” o “la españolita”, le llamaban a Alberto en el barrio. Sayen, la única que apoyaba a su nieto, les buscó cobijo en casa de unos haitianos que sabía muy solidarios. En dos cuartos, con un total de veinticinco metros cuadrados de superficie, convivían cinco personas; siete, contando a los “refugiados”.

Poco duró el frágil amparo. Encontraron sus cadáveres a orillas del río Isabela, lejos de casa, en un matorral próximo al sitio en que éste se une con el Ozama, junto a un mínimo claro donde suelen improvisarse irregulares peleas de gallos. Un sitio peligroso, sin dudas, al que jamás habrían ido por voluntad propia dos jóvenes como ellos. Aparecieron violados y apuñalados, desnudos, con una bola de trapo color rosa en la boca. Los identificó Sayen, que haciéndolo subiría el segundo y definitivo escalón de su odio al extremismo dominicano. A Felipe lo mataron por razones políticas, A Lautaro…

Ya sin tiempo para regresar a su Chile natal, la anciana tuvo fuerzas todavía para repudiar a Berenice, retirarle la palabra a Pedro, y unirse al insipiente movimiento a favor de los derechos que debían asistir a los homosexuales, condenados por la sociedad dominicana desde siempre, incluso jurídicamente en los tiempos de la España Boba. Dos objetivos quedaban a Sayen por cumplir en vida: luchar contra la estupidez homófoba, y publicar la novela de su nieto.


   
VII


Alberto, que había recibido a Lau encendido, (el chico era tan guapo como raro y misterioso) no tardó ni dos días en meterlo en su cama; ni cuatro, en subir al “apartamento de arriba”. A la semana de conocerlo, totalmente instalado junto al becario, en perfecta comunión psíquica y carnal con él, estaba lo bastante entusiasmado como para regalarle la sustancia más novelable que hubiera podido imaginar el primerizo autor: una carta de Teresa dirigida a Alonso de Ojeda, que supo sustraer a su tío del cofre donde guardaba sus más preciadas pertenencias.

Por esa carta supo Lau que Teresa vivió emparedada desde 1497 hasta su temprana muerte en 1506, en las mismas habitaciones donde lo habían instalado. La carta estaba fechada en enero de ese último año y dejaba bien claro que su autora, aunque joven todavía, estaba gravemente enferma, a punto de morir. No se sabe si su emparedamiento fue voluntario o forzado, tampoco su apellido, pero sí que Teresa era miembro de una familia muy bien posicionada en Cuenca, que tuvo una relación ilícita con Alonso de Ojeda, y que por ello terminó sus días recluida en la catedral.

La carta tiene una extensa compilación de datos personales e históricos. Nunca salió del “apartamento de arriba” en vida de Teresa. Ella pensaba hacerla llegar a Alonso, entonces en Las Indias, a través de Diego Hurtado de Mendoza, a quien parecía estimar mucho. (Sí, ese Diego Hurtado, el padre y abuelo de Andrés y García respectivamente, los hombres que, como el propio Ojeda en aquellos momentos, tanto tuvieron que ver unos años más tarde con el proceso de colonización de América). Alguien se cruzó, no obstante, para impedir que la misiva llegara a correo y destino, más aún, que saliera del recinto donde fue escrita.

En ella, la moribunda le confesaba a Ojeda que nunca lo había olvidado. Aunque con recato y elegancia, rememoraba pasadas ardentías. Le exponía los detalles de su íntimo encierro y de su enfermedad. Pero también aludía a los hechos que estorbaban su retiro y mermaban su paz espiritual. Hablaba de las cosas raras que ocurrían en unas pequeñas estancias cercanas a las suyas, a las que llamaba Dependencias del Diablo. En ellas vivía el campanero con esposa y dos hijas. Teresa le contaba a Alonso sobre los ruidos que venían de allí casi todas las noches. Le decía que a los intensos gemidos mujeriles se sumaban extrañas crepitaciones, latigazos, carcajadas, y también voces de excitados varones que creía reconocer cuando escuchaba misa por el ventanuco que a tal fin tenía junto a su cama. 

Esta carta fue un maná para el joven escritor. Su novela, llamada precisamente Las dependencias del diablo, y cuya protagonista es Teresa, se desarrolla sobre todo en una catedral, como había deseado siempre; pero a la vez hilvana una historia ocurrida entre Cuenca y Santo Domingo, donde jerarcas de la Iglesia, nobles, militares y aventureros de todo tipo van desde las más oscuras alcobas a los grandes escenarios de la época, igualmente poseídos por afanes relacionados con poder, gloria, dinero y sexo.

Lau describe una relación vehemente entre Teresa y Alonso. Sospecha que pudo ser incestuosa. Sospecha también que su desvelamiento, no sólo llevó a Teresa a emparedarse, sino que tuvo algo que ver con que Alonso embarcara junto a Colón hacia Las Indias. En un arranque de fantasía creadora, y dando muestras de un loable sentido del humor, el joven llega a imaginar una disputa entre Alonso y Américo con relación al nombre que debían poner al país que descubrían para Occidente. Mientras el florentino decía Venezuela (pequeña Venecia), el conquense decía Terezuela (pequeña Teresa). Américo debió esgrimir razones de conveniencia histórica para imponerse… En fin, la historia, que no se sospecha a sí misma, relacionó los palafitos del Orinoco con las casas flotantes del Véneto. Teresa, la pobre, tuvo que esperar por Lau unos quinientos años para abandonar su anonimato.       

No sabemos qué le dijo el obispo de Cuenca al becario después de conocer su obra, pero a juzgar por las molestias que se tomó para obtener y retener el original una vez que lo supo muerto, no debió aprobarla en ningún sentido.   



VIII


Cuando Sayen terminó de leer Las dependencias del diablo, pocos días antes de que mataran al autor y su cómplice, escribió en el diario: Ya me puedo morir. Y añadió unos versos de La araucana:

                     Esta cuesta Lautaro había elegido
                     para dar batalla, y por concierto
                     tenía todo su ejército tendido
                     en lo más alto della descubierto…

La mujer había cumplido los setenta y ocho… Poco tardó en reconsiderar su apunte, sin embargo. Hasta los noventa sostuvo la vida (en perenne estado combativo) y protegió el manuscrito de aquel libro… Lo leí. Sé donde está, quien lo guarda. Perdonen que no lo airee. Me inhibiré de hacerlo mientras no sea publicado. El diablo es un gran lector. También de cuentos. Jamás se distrae. Y aunque pernocte en los cuartos más licenciosos y divertidos de la casa de Dios, a todas horas, en todas partes obra, hiede.

La carta de Teresa fue foto… ―Calla, Jorge... Callo.



lunes, 14 de septiembre de 2015

Rectificación de errores y tendencias negativas






Aunque no me dedico a leer espacios como el suyo, no puedo evitar tropezármelo en algunos medios. Normalmente lo obvio, que es lo debería hacer siempre, pero esta vez siento que debo expresarle mi más enérgica disconformidad con su artículo El hombre nuevo, la rana toro y el pez gato porque su texto y usted padecen:

                            . Visión eurocéntrica
                            . Determinismo geográfico
                            . Lenguaje filoimperialista
                            . Bromas de mal gusto con relación a cosas importantes
                            . Desconocimiento de los logros de la Revolución Cubana
                            . Irrespeto por los grandes hombres que ha dado su patria
                            . Mentiras y medias verdades que generan confusión entre los lectores

Debía sentir vergüenza por dedicar su talento en una dirección tan desafortunada. Quienes amamos a su país sabemos que su gente sabrá salir de todos esos problemas que tienen, no siempre generados de manera interna. Creemos en ellos y en el camino que no sin dificultades se han marcado, porque tendrán algunos problemas materiales pero dignidad les sobra, y dignidad es lo que a usted le falta, lo siento.


Bueno, lo más dignamente que puedo, respondo “en abierto” a esta nota. Debe ser de ese lector esporádico y contestatario que tengo, y que todo escritor filoimperialista merece. Creo que éste ya me interpeló hace un tiempo, con parecido tono y por similar vía, (correo electrónico anónimo) cuando escribí alrededor del origen tirio-troyano de Castro. ¿Será ciertamente el mismo? El sujeto escribe con mediana solvencia, su ortografía y sus formas son correctas. Lo imagino varón, caucásico, de mediana edad, con voz grave, relativamente instruido, un poco resentido y quizás con algún pequeño defecto físico… ¿Presbicia? ¿Vivirá sólo? ¿Estará jubilado? Porque, ¿quién podría leerme sin querer hacerlo, cuando muchas veces no lo hacen ni siquiera quienes dicen desearlo y (qué locura) necesitarlo? Desconozco por qué razón no firma ni se pronuncia ante todos. ¿Vivirá en Cuba? Habla como si no fuera cubano (―Quienes amamos a su país…). ¿Trabajará para el gobierno de la isla? ¿Tendrá una cuenta ilegal de correo? ¿Carecerá de permiso oficial para mostrar su identidad?

El caso es que su nota me hizo pensar mucho. Esta vez las acusaciones son muy graves. ¿Las merezco? Creo que sí. Aunque no tuve toda la culpa. Les cuento: Hice una investigación profunda sobre el asunto, y eché una bronca tremenda a mi primo Juan Manuel, quien, después de ser casi torturado, (le retiré durante un mes el generoso estipendio que le doy por informarme puntualmente sobre la actualidad cubana) reconoció ser el autor del bulo sobre las ranas toro en las pozas de las calles de Guanabo, y haber manipulado asimismo la foto (ahora fotomontaje) que introduce aquel texto: (http://encomiodelaimagen.blogspot.com.es/2015/06/el-hombre-nuevo-la-rana-toro-y-el-pez.html)

Qué vergüenza. Resulta que mi primo, pensando que me interesaría la imagen resultante, y sin prever el uso que finalmente yo le daría, buscó y encontró en Internet una foto tomada en un suburbio de Niamey (capital de Níger), le encasquetó un celaje caribeño, y convenció a Babila (un camerunés que criaba ranas goliat en su país natal, y que vive en Guanabo hace varios años trabajando como entrenador de béisbol en las categorías infantiles) para que, a cambio de un par de cervezas frías, le diera una foto suya de cuando era ganadero en África, más el permiso para introducirla en el dicho simulacro. Con todo ello bien ajustado en un programa de tratamiento de imágenes, montó la foto que me indujo al engañoso artículo. Así que el bueno de Babila aparece en ella con uno de sus otrora sementales, en una “calle” que nada tiene que ver con Guanabo, sobre un fondo creo que jamaicano.

Ruego que me perdonen, porque, además, lo que me contó Juanma sobre la importación de ranas goliat desde Haití, y cándidamente reproduje en el texto que ahora rectifico, es también una patraña. Al parecer en el país hermano no quedan ejemplares de esa subespecie, tampoco en los abundantes charcos de las calles y terraplenes de Puerto Príncipe, donde antaño proliferaron. Ni siquiera por ser muy preciados para la celebración de algunos ritos vudú, pudieron salvarse de la cazuela.

El programa de importación de anfibios en Cuba es secreto. Nada tiene que ver con su repoblación callejera. Dicen las malas lenguas del Ministerio de Salud Pública (esta vez me esforcé y di con fuentes más seguras) que en la isla se retomará la prueba de embarazo que implica a estos animales: Prueba de la rana, se llama. Fue recomendada por las autoridades sanitarias de Bolivia. Resulta que si se inyecta subcutáneamente a la hembra de esta especie una dosis de orina de la mujer que se investiga, y se observa el plazo en que el animal desova después de haber sido inoculado, se puede saber con total seguridad si se sostienen las expectativas de prole (en la mujer, por supuesto). Para esto se quieren llevar ranas goliat a Cuba. Están pensando importarlas directamente desde Guinea Ecuatorial. Juanma oyó campanas y no supo dónde. Así que se inventó la historia que yo, por necio y liviano, les transmití sin haber comprobado lo bastante.

En realidad las calles de Guanabo están en perfecto estado. El hombre nuevo y cubano progresa adecuadamente, como queda claro al comprobar el interés que tienen los norteamericanos en reanudar las ejemplares relaciones de hermandad que unieron a ambos pueblos durante la primera mitad del siglo XX.

Lo del clarias o pez gato, otro invento de mi primo. Sí, fue implantado en los ríos habaneros, pero no causa ningún daño. Todo lo contrario. Los cubanos adoran a este gracioso pez que enriquece su dieta y limpia los ríos de otros animales nocivos. El gobierno sigue un concienzudo proyecto biotecnológico para mejorar la especie: pretende aumentar progresivamente su peso y su talla, así como acortar su ciclo reproductivo. Incluso ya prepara la primera edición de un concurso internacional que se celebrará en Batabanó cada dos años para premiar a los mejores entre criadores del mundo entero. En ausencia del manjuarí, prácticamente extinguido en la isla por razones que no vienen al caso, el clarias se encamina a ser designado oficialmente, y con toda justicia, Pez Nacional.

En suma, que rectifico. Reconozco que estuve inexacto y tendencioso en aquel texto. No sé muy bien a qué se refiere el lector que me contesta con eso de “visión eurocéntrica” y “determinismo geográfico”. Tendré que averiguarlo. Pero de momento, y como parte de mi pública disculpa, ofrezco una nueva imagen combinada: Encima, el engañoso fotomontaje de mi primo Juanma (qué bien me la coló, el muy…). Debajo, la situación real de la citada esquina de Guanabo en la actualidad. Esta última foto fue tomada recientemente por mi cuñado Alexis, (guanabero cabal de quien me fío) mientras se celebraba allí una manifestación de jóvenes estudiantes que rememora la Campaña de Alfabetización llevada a cabo por el Gobierno Revolucionario a principios de los sesenta, y que tan buenos resultados dio.

Rectificar es de sabios… O, por lo menos, de honrados. ¡Vivan los Castos! 



lunes, 7 de septiembre de 2015

China: azotea para cabras






  
Confieso que cuando vi la imagen que acompaña esta nota, (ese edificio-colmena: otro perpetrado contra la arquitectura en nombre de la construcción especulativa que inunda nuestras ciudades; y, para mayor escarnio, con aquel “tocado pétreo”, una suerte de natilla verdinegra, musgosa, que parece detenerse para la foto justo antes de chorrear por la fachada como si de un magma vengador se tratara) reí. Creí que era una broma: uno de esos excelentes fotomontajes digitales que confunden al más pinto. Pero después me sentí impulsado a investigar el tema, porque en los días que corren, cualquier evento de tal guisa que lleve bandera china o del Medio Oriente petrolero, merece un sitio entre las noticias posibles. Por raro y extravagante que parezca, pudiera estar ocurriendo.

En efecto, ocurre. En las tres dimensiones espaciales que percibimos y podemos medir, y en este tiempo nuestro, también mesurable, que atravesamos y nos atraviesa, o sea, en el segmento espacio-temporal donde somos, y al que solemos llamar Realidad, un multimillonario chino coronó el referido mamotreto de hormigón con un decorado de cartón-piedra que recrea un parque idóneo para cabras monteses. Vaya, como si hubiera extraído un testigo amorfo de la Sierra de Gredos para regalarle una “pamela encantada” a la omnipresente caja de hombres y mujeres, esta vez posada en un rincón de Pekín. Es cierto. Y aunque en los últimos tiempos, por cada segundo que transcurre miles de niños muerden a otros tantos perros, una mordida como ésta merece que nos detengamos, como mínimo, a reír con amargura. Pero asimismo, por qué no, a celebrar irónicamente (¿qué otra manera cabe en estos casos?) nuestra disposición a transformar la decadencia en espectáculo, cueste lo que cueste.   
   
También confieso que después de reír torcí el gesto. Pasé unos quince minutos buscando el Tao-Te King en mis anaqueles, y otros noventa releyéndolo con serenidad en pos de un alivio chino para la dicha (co) chinada. “Elevarse sobre la punta de los pies, no es precisamente tenerse en pie”, dice Lao-Tse… ¿Pero estos hombres se olvidaron de sí mismos? Parece. No sólo en Occidente la desmemoria avanza a troche y moche. Ni sendero ni línea recta. Los chinos todavía escupen en la calle y se comen a sus perros, sin embargo, cada vez respiran peor porque van detrás de los falsos pitagóricos con los párpados apuntalados, sometidos a una luz vespertina que ciega. “El exceso de impresiones visuales embota la visión.”, decía su maestro, pero no están los tiempos para templar el ánimo al calor de tales advertencias. ¿Cuánto teorema de Pitágoras, y cuánto arrebato contrario al pensador samio, hicieron falta a la vez para levantar New York o Las Vegas? ¿Por qué iban a someterse ahora los chinos al recetario taoísta, en un planeta panzudo y nalgón por arriba, magro por abajo, que gira a una velocidad inhumana, que traga fósiles y defeca máquinas con un metabolismo propio de gansos?  

Lao-Tse y Pitágoras fueron contemporáneos en una época otra y lejana. Ambos están tristemente jubilados hace mucho. El ascetismo y la estupidez son púgiles irreconciliables. Hay un claro vencedor en nuestro asalto. El cinturón dorado del campeón ciñe al orbe. No me extrañaría que muy pronto los masai otorgaran la mayoría de edad, no a quien cazara un león, sino a quien se lo comiera de una sentada. Ya no la metafísica de nuestros mayores, (su “cantaleta”) ni siquiera la geometría o la hidrostática del siglo VI a. C. parecen servir a los tecnócratas modernos, tampoco a los millonarios.

¿Para qué pudieran valer entonces las azoteas de sus anodinos edificios? Para que se repitan, claro, para que se gusten y amplifiquen; para que los chinos críen cabras monteses sobre sus cabezas, y las salven de la extinción si en Gredos prospera la sarna de manera irreversible. Esos ungulados no serán tan tiernos y listos como los osos panda, pero no sólo comen bambú, están más locos, y se ven mejor desde los satélites. ¿Comerán cartón-piedra? Cuidado…  

…Ah, ¿que lo van a desmontar? ¿Ahora, después de entusiasmar con el ensayo, incluso, a los regresionistas? Qué aburridos son los funcionarios que velan por el urbanismo industrial, por el raso coronamiento de sus unidades. Total, si según Montaigne, hace mucho vivimos en “la inmundicia y el lodazal del mundo, lo peor, lo inferior, la parte menos viva del universo, los bajos de la casa”, ¿qué puede importar un experimento más en su buhardilla?

Gobernantes chinos, consideren que sus súbditos llevan milenios musicándose con sólo cinco notas, dos menos que nosotros. No les pidan mayor austeridad. No les quiten ahora el placer de encarnar por un tiempo (ya sin murallas que embocen sus logros) la vanguardia del hombre, que, según Pope, ya se sabe: es “la gloria, el hazmerreír y el enigma del mundo”.



  

martes, 1 de septiembre de 2015

La lombriz del shōgun






  
Wabi, reverencio el surco que deja a su paso…

José Kozer




I


La torii de Nikkō Tōshō-gū, santuario levantado en el XVII para dar merecido cobijo al espíritu del shōgun Tokugawa Ieyasu, lleva un tiempo cambiando de color. Adquirió una capacidad iridiscente que tiene igual de preocupados a guardianes, fieles y funcionarios de la Prefectura. Una detallada pesquisa descartó que sobre ella se estuvieran proyectando imágenes desde algún secreto lugar. Se revisaron las copas de todos los cedros que conforman el magnífico bosque circundante, los tejados de cada uno de los templos y demás edificios próximos. Nada. La energía que provoca el efecto luminoso tiene una fuente interna. La torii es de bronce, ¿cómo puede pasar esto?, se preguntan todos. Por las mañanas aparecen leves destellos azules sobre el kasagi y el shimaki. Por las tardes el pórtico al completo cambia de color varias veces, sin que se puedan relacionar los intervalos cromáticos con un fenómeno desencadenante de naturaleza atmosférica o humana. No sucede siempre. Nada permite acotar el hecho para facilitar su sometimiento a una cadena causal con base científica. Se trata de la manifestación numinosa del kami, está claro, pero ¿por qué así… ahora?  



II


Eugenio, mulato achinado (mitad japonés, mitad habanero) en abril del 85 se fugó de la embajada cubana en Tokio, donde llevaba más de veinte años trabajando como traductor en la Oficina Comercial. Unos días antes de su desaparición, quedó por la mañana en el vestíbulo del flamante Akasaka Prince Hotel con Pepín (su sobrino, ingeniero eléctrico invitado por la UNESCO a la Exposición Internacional de Tsukuba) para conducirlo a las dependencias del consulado y presentarlo al cónsul, quien debía leerle la cartilla en todo lo concerniente a su estancia en Japón, que, aunque nada tenía que ver con el gobierno de Castro, sería controlada por éste.

Pepín lo aguardaba con una cajita en la mano, cuidadosamente envuelta en papel periódico, ventilada a través de unos agujeros de pequeño diámetro. Después del primer abrazo, (los hombres no se conocían personalmente) y antes de la puesta al día en los asuntos familiares, Pepín entregó el encargo a su tío, que le pagó con su mejor sonrisa, su apretón más intenso y demorado. No la abrió en el hotel. Fueron a un restaurante cercano, y mientras comían paella, pues al recién llegado el resto de platos le parecían muy extravagantes, Eugenio comprobó que dentro del cofrecillo de cartón, entre humus y trozos de seda roja, estaba la lombriz que esperaba. La sobremesa fue larga. Después de tranquilizar a Pepín, (no se comería al anélido, ni dejaría que nadie lo hiciera) tuvo que explicarle, aunque fuera sesgadamente, el porqué de su rara petición.



III


Kenta, el abuelo de Eugenio, llegó a La Habana en 1921. Solo. En aquel momento nadie pudo explicarse cómo lo hizo. Era muy joven y parecía pobre. Aunque él jamás lo aceptó, y torcía el gesto con la simple mención de semejante hipótesis, se sospechó que huía de las guerras imperiales que a la sazón libraba su país contra Corea y China. Kenta era de Nikkō, una pequeña localidad japonesa que actualmente forma parte de la Prefectura de Tochigi. Poco más se supo a su llegada.

En su nueva ciudad casó con Aleja, guapísima negra de la barriada de Lawton que tocaba el piano como una diosa y siempre vestía de impecable blanco. De aquella relación tampoco conocemos mucho, pero sí que Aleja dejó la carrera musical, y Kenta dedicó el resto de su vida a un pequeño negocio vinculado con las artes de pesca. Tenía en su patio una potente cría de lombrices que vendía como carnada a pescadores profesionales y deportistas.

Eugenio, único nieto del comerciante nipón, heredó directamente el patrimonio de su abuelo. Su padre nunca se interesó por negocios al menudeo, y emigró a New York en los años cincuenta abandonando a su familia. Cuando murieron los abuelos Kenta y Aleja, el patio de la casa familiar, sede de su decadente actividad comercial, quedó en manos del joven Eugenio.

Incluso en épocas complejas para el pequeño negocio, (ya en los sesenta el régimen cubano los repudió primero y los persiguió después con eficacia) Eugenio mantuvo el suyo. Vendía todo tipo de artilugio para pescar, incluidas las carnadas vivas de siempre. Cuando lo destinaron a trabajar en Tokio, dejó el negocio a su hermana, Akane, la madre de Pepín, quien forzada por la vigilancia castrista, y un poco también por su marido, (aunque contrario al gobierno, coqueteaba con él por conveniencia) lo fue reduciendo poco a poco. En ausencia de Eugenio, Akane mantuvo sólo unos pocos clientes de mucha confianza. Pepín nunca se vinculó con el asunto de la pesca. Iba para ingeniero. No le interesaban las casuchas ruinosas del patio, los cacharros y redes que en ellas había, aquellas bateas de tierra podrida, donde, de vez en cuando, trabajaba su madre.      



IV


Akane preparó la cajita con una delicadeza nipona, como si sirviera el té. En ella introdujo una lombriz muy rara: rubia, medio transparente, de un linaje especial. A Pepín, que jamás reparó en las lombrices, no era su apariencia lo que más le preocupaba, sino los controles aeroportuarios. Nunca había salido de su isla, pero había escuchado muchas historias con relación a los decomisos en las aduanas de los aeropuertos. Temía que le impidieran salir de Cuba con semejante carga. No sabía qué podía suceder con ella en la escala mexicana, o a su llegada a Tokio. Su madre le pidió que llevara el encargo en el equipaje de mano, con mucho cuidado, como si fuera un pequeño útil de trabajo o un medicamento. Compungida le preguntó si lo volvería a ver. El chico le aseguró que regresaría.
  


V


En el 64, recién llegado a Tokio procedente de La Habana, Eugenio conoció a una gimnasta rusa que abandonó su equipo olímpico para quedarse en Japón. Años más tarde se casó con ella. En la embajada cubana no vieron con buenos ojos que se uniera a una reconocida desertora del “Paraíso”. Alguna perreta protagonizaron los más integristas, pero el asunto Irina, al parecer ya medio olvidado por los propios soviéticos, se había enfriado bastante cuando Eugenio la llevó a su casa.

Irina murió a comienzos de los setenta debido a una rara enfermedad, sin un diagnóstico preciso. Eugenio albergó siempre las peores sospechas con relación a sus causas, pero no pudo hacer nada al respecto. No habían tenido hijos. Irina era estéril. Otra tara. ¿Casual? El caso es que Eugenio vivía muy solo en Tokio cuando apareció Pepín con aquella lombriz rubia.

Antes incluso de que su sobrino regresara a La Habana (estuvo un mes recorriendo Japón) Eugenio desapareció. Jamás volvió a su puesto de trabajo. Nadie supo de él hasta que el propio Pepín lo encontró, veinte años más tarde, en el penal de Fuchu, Tokio. A Eugenio se le relacionó con un crimen en Utsunomiya. Fue declarado culpable de matar a un exfuncionario soviético; alguien que trabajó durante muchos años como diplomático de su país en Japón, y que después de la desaparición de la U.R.S.S., se quedó en aquella ciudad ejerciendo como fotógrafo profesional.



VI


Pepín, que desde mediados de los noventa no vivía en Cuba, en el 2005 regresó a Japón para buscar a Eugenio, porque su madre, muy enferma en La Habana, le contó por teléfono algo que el tío había obviado en aquella intensa (y extensa) sobremesa del 85. Pepín quería más datos sobre el origen de Kenta, su bisabuelo; quería saber más sobre la lombriz que había llevado a Tokio en los ochenta.

Eugenio también se moría. Tenía cáncer. Había rogado que lo dejaran terminar sus días en la cárcel porque nadie lo esperaba afuera… Pocos detalles obtuvo Pepín de su tío. Pero éste le contó lo más sustancioso: ambos tenían sangre de "príncipe". Kenta descendía del mismísimo Ieyasu. Era uno de los guardianes de su Santuario cuando tuvo que huir de Nikkō por haber matado, sin intención de hacerlo, a un curioso extranjero que profanó, también sin empeño alguno, el parterre sagrado donde vivía, especialmente atendida por el joven, la lombriz rubia, entonces considerada una suerte de intermediario ante el kami por muchos seguidores sintoístas del célebre shōgun.

Kenta empujó al curioso (un historiador inglés especialmente autorizado por el emperador a investigar en los santuarios de Nikkō) para que no siguiera mal pisando. Desafortunadamente, el hombre se golpeó la cabeza con la roca donde se cree habitaba el espíritu del kami. Murió al instante. Kenta tenía diecinueve años. Se avergonzó. Se atemorizó. Huyó. Llegó a Tokio para pedir protección a la rama más influyente de su familia materna. Poco más se sabe de aquello. Pero Eugenio, que retenía los datos clave de la historia, esta vez en un japonés clásico, le contó que el joven (su abuelo Kenta) fue escondido en la embajada polaca. Debió llegar a Polonia meses después. Y con unos judíos locales que emigraban a los E.E.U.U., embarcó en un trasatlántico con destino a… Era verano y 1921. Kenta debió quedarse ilegalmente en Cuba aprovechando una escala de aquel barco en La Habana.

No se sabe cómo pudo enamorarse (si es que lo hizo) de Aleja, por qué casó con ella; tampoco cómo se las arregló para llevar la lombriz rubia hasta su isla adoptiva. Nunca se vendió allí ningún ejemplar de su prole: lombrices intensamente doradas, rarísimas. La distinguida cepa medraba en una batea independiente (la mejor atendida) y sólo Kenta se ocupó de ella mientras fue válido para hacerlo.

Se acercaba el carcelero para dar por concluida la visita, cuando Eugenio, aferrado al brazo de su sobrino, (tal vez intuyó que no lo vería de nuevo) le confesó dos cosas de muy distinta índole: Mató a ese hijo de puta ucraniano porque supo que envenenó a Irina por órdenes de la KGB. Nunca se arrepintió. Y en el 85, cuando se evadió de la embajada, llevó la lombriz traída de La Habana a los pies de la torii de Nikkō Tōshō-gū. La dejó bajo los cantos próximos al pilar izquierdo… Ya casi sin tiempo para hacerlo, (el guardia había descargado gravemente la mano sobre su hombro) le pidió a Pepín que fuera al Santuario, que tratara de comprobar si la lombriz había logrado prosperar allí. Le pidió también que si apreciaba algo que pudiera relacionarse con su presencia, volviera y se lo dijera.



VII


Pepín no hizo caso a su tío. Era muy escéptico al respecto: ¿Podía una lombriz, por muy especial que fuera, vivir casi un siglo? Entonces ya residía en Miami, donde trabajaba como ingeniero en la filial floridana de la Lawton Company. Había comprobado lo que le importaba: era descendiente de un guerrero nipón. No tenía tiempo para otra cosa. Además, ¿qué efecto puede provocar una lombriz albina sobre un pórtico de bronce? Ninguno. Seguro. Los ingenieros no participan fenómenos paranormales, no se atienen a tales pamplinas.

Pepín es escéptico con todo lo ajeno al cálculo, pero no vive tranquilo. Teme por su salud mental y la de sus hijos. Cree que arrastran una propensión genética a la magia y el oscurantismo. En su familia materna, casi todos fueron de alguna manera rehenes de la singular lombriz del bisabuelo. Y los que no, estuvieron siempre a expensas de la caprichosa voluntad de los orishas.

La última vez que habló con su madre por teléfono, poco antes de que muriera en La Habana, Akane deliraba como poseída por la terca pasión familiar. También en japonés, (los mayores preferían hablar en este idioma antes de morir) le contó que estaban sucediendo cosas raras en la batea del almácigo. Sí, aquélla, donde todavía tenía y cuidaba algunos ejemplares de la cepa mestiza, en ocasiones tornasolaba. Por las mañanas cambiaba de color varias veces. Por las tardes emitía unos destellos azules. También había observado que, cuando esto sucedía, las piedrecillas que aún permanecían en el altar de la abuela Aleja como ella las había dejado, se movían. Los dientes de tiburón temblaban…    
     


(la lombriz)
Sin cesar traza en la tierra
el rasgo largo, inconcluso,
de una enigmática letra.

                                                                     Carrera Andrade