domingo, 20 de septiembre de 2015

Las dependencias del diablo




  
I


Lautaro nació en La Puya. Sus padres provenían de Las Cañitas. Se mudaron para acercarse al trabajo cuando se pusieron al servicio (jardín y cocina) de la acaudalada familia Suárez, que a finales de los ochenta se estableció en Arroyo Hondo. El niño no encajaba en el barrio. No jugaba a la pelota ni a las bolas. Repudiaba los hábitos de las pandillas callejeras. Cuando no estaba en el colegio, apenas salía de casa; quedaba al cuidado de su abuela, una mujer mapuche muy poco integrada en la cultura del país y dueña de unos cincuenta libros. Sayen, se llamaba.

Sayen casó en el 45 con Felipe Arnau, diplomático dominicano de origen francés que trabajó para el régimen de Trujillo, y estuvo destinado en Chile entre los años 39 y 46. Al finalizar este período, su marido regresó a Santo Domingo. Sayen viajó con él. Ni en “los buenos tiempos” se adaptó a su nueva tierra. Mucho menos a partir del 61. Cuando el país se zafó la terrible dictadura del Chapita, los Arnau lo perdieron todo; Felipe, incluso la vida. Sayen y Berenice, la madre de Lautaro, tuvieron que comenzar de cero. Desclasadas y pobres, madre e hija comenzaron a rodar hasta que Berenice casó con Pedro James, peón de jardinería que vivía en Las Cañitas. Unos dicen que Pedro desciende de un predicador norteamericano que llegó al país a principios del XIX; otros, más suspicaces, creen que su origen se pierde entre los facinerosos que acompañaban al mismísimo Drake. Él, en cualquier caso, era un hombre convencional… pobre y convencional. Poco tardó Berenice en hacerse a su horma, amén la influencia de Sayen en sentido contrario.

Lautaro James Arnau era un bicho raro. Leía. Quería ser escritor. Con esos vicios, nombre y apellidos, parecía condenado a salir de La Puya nada más entrar en la pubertad. Mientras sus padres trabajaban para los Suárez, Sayen asumía su cuidado. Le hablaba especialmente de historia; más especialmente aún, de la historia de América. Con doce años, Lautaro podía disertar sobre Caupolicán o Cortés con la misma solvencia. En el asiento de una vieja butaca colocada a un lado de su catre, donde nunca se sentaba nadie, (era imposible) tenían un puesto fijo los principales Cronistas de Indias. Su obra preferida: La araucana, de Alonso de Ercilla.

El joven, que también apreciaba la ficción en prosa, había leído más de una vez las dos obras de Víctor Hugo que atesoraba su abuela: Los miserables y Nuestra Señora de Paris. Con quince años ya soñaba escribir su primera novela, y quería localizarla en una catedral. Sayen, que desde la muerte de su marido llevaba un diario, para entonces había escrito en él: Este cabro será un gran novelista.   




II


El cardenal y arzobispo lo “rebautizó” como Lau. (Lautaro le parecía un nombre muy poco cristiano, de compleja ascendencia. No español, pero tampoco con origen en una voz quisqueyana) Su eminencia había conocido en vida al abuelo Felipe, a quien además debió algunos favores. Aceptó que el joven entrara en la Arquidiócesis para colaborar en ella a cambio de la manutención. Le sorprendían su ambición por conocer y sus ganas de escribir. Lau obtuvo permiso para inspeccionar los entresijos (históricos y espaciales) de la Catedral de Santo Domingo. Lo hizo durante varias semanas, pero claro, había en el edificio muy poco ámbito novelero. Ni sótanos, ni sotabancos de importancia, ni otros recovecos donde ambientar una buena historia. El edificio es discreto en todos los sentidos, pequeño y completamente exento, al aire por sus cuatro costados. Una muestra del pragmatismo que pesó sobre la primera época colonizadora, aun en la construcción de sus más importantes templos.

Ante la frustración del prometedor literato, Su eminencia, que le había tomado afecto, tenía muy buenas relaciones con la Iglesia española, y, además, era de origen conquense, logró que el obispo de Cuenca becara a Lau durante seis meses, prometiéndole a cambio una novela ambientada en la catedral de aquella ciudad. Su excelencia reverendísima, ilusionado con el retorno de la inversión, desde España corrió con los gastos e hizo los trámites legales necesarios. Sayen se opuso en primera instancia a que su nieto se alejara de casa por tanto tiempo. Ya le molestaba bastante que le hubieran hurtado su nombre completo, y, hablando en plata: le preocupaban los indicios de pederastia que señalaban a muchos curas, y que sobre todo afectaban (o así se creía entonces) a la Iglesia de los países ricos. Sin embargo, la mujer terminó consintiendo: El futuro literario de su nieto miraba a Cuenca.




III


Sayen lo preparó todo en pocos días. Sospechó que su nieto estaba en peligro cuando dejó de llamarla durante un mes. Pidió dinero prestado a los Suárez, se apoyó en la Arquidiócesis de Santo Domingo para lograr el visado, y se presentó en la catedral de Cuenca como abuela y representante legal de Lautaro. Su eminencia reverendísima no la recibió. Lo hizo uno de los canónigos. Éste le explicó a la anciana que Lau hacía mucho tiempo no salía del “apartamento de arriba”, (así llamaban a unas estancias ubicadas en lo alto del templo, cerca del campanario) que al chico había que llevarle hasta la comida, que escribía obsesivamente, y que ni siquiera el obispo estaba al tanto del asunto abordado en su novela.

Sayen apenas podía subir aquellas escaleras. Llegó exhausta. Tocó a la puerta y pegó la oreja. Lau tardó en abrir. Tenía un aspecto penoso, pero se abrazó a su abuela con ímpetu y le pidió perdón por el silencio que la había obligado a un viaje tan largo y costoso. En la habitación contigua descansaba Alberto, el sobrino del obispo. Lau lo presentó como su ayudante. El chico tenía mejor aspecto que él, pero también lucía unas llamativas ojeras. Ambos parecían anémicos. Lau no preguntó por sus padres. Tampoco se interesó mucho por los detalles de la estancia de Sayen en Cuenca. Estaba como poseído por el trabajo. Le explicó a su abuela que no podía acompañarla a conocer la ciudad, que tenía mucha labor por delante y sólo dieciocho días para darle fin. El obispo le había dejado claro que los seis meses de beca no eran prorrogables, y que Alberto tenía que quedar liberado con prontitud para realizar sus funciones habituales.        



IV


Sayen estuvo en Cuenca una semana. Como andaba escasa de dinero, evitó los hoteles. Alquiló una habitación en un piso cercano a la catedral y ocupado por los dueños. En esos días hizo amistad con aquella familia. A su través indagó todo lo que pudo sobre el obispo y su sobrino. Lo escuchado no resultaba muy alentador. Cuando se despidió de su nieto, la segunda vez que lo vio, (no hubo más que hola y adiós en aquel viaje) le dijo que si Pedro y Berenice llegaban a enterarse de su convivencia con el otro muchacho, serían capaces de lo peor. No logró averiguar nada sobre lo que escribía Lau. Éste le aseguró que leería pronto la novela terminada. La tenía que mostrar primero al obispo, pero después, a nadie más antes que a ella. (Alberto no contaba, pues era prácticamente coautor). La mujer regresó preocupada. Su Lautaro, para entonces Lau, ya no era un niñato con pájaros en la cabeza, sino un joven independiente que compartía días y noches con otro en dudosas circunstancias. Un escritor, quizás.     



V


El obispo de Cuenca no se acercó al banco donde estaban, cabizbajos, Pedro y Berenice. Cuando acabó la misa, mandó a llamar a Sayen y se encontró con ella en la sacristía. Había viajado a Santo Domingo para asistir al funeral de su sobrino, pero, sobre todo, para intentar hacerse con el original de la novela de Lau; en su opinión, el tipo de obra que menos convenía a la Iglesia en aquellos momentos. El prelado entendía que el pago de la beca al autor, muerto éste, le otorgaba todos los derechos sobre la obra. Así se lo dijo. Sayen, tan abatida como colérica, le lanzó un escupitajo a la cara. Hijo de la gran puta, le espetó.



VI


Pedro y Berenice los echaron de casa. Lau y su amigo eran pareja, estaba claro. El “pájaro español” o “la españolita”, le llamaban a Alberto en el barrio. Sayen, la única que apoyaba a su nieto, les buscó cobijo en casa de unos haitianos que sabía muy solidarios. En dos cuartos, con un total de veinticinco metros cuadrados de superficie, convivían cinco personas; siete, contando a los “refugiados”.

Poco duró el frágil amparo. Encontraron sus cadáveres a orillas del río Isabela, lejos de casa, en un matorral próximo al sitio en que éste se une con el Ozama, junto a un mínimo claro donde suelen improvisarse irregulares peleas de gallos. Un sitio peligroso, sin dudas, al que jamás habrían ido por voluntad propia dos jóvenes como ellos. Aparecieron violados y apuñalados, desnudos, con una bola de trapo color rosa en la boca. Los identificó Sayen, que haciéndolo subiría el segundo y definitivo escalón de su odio al extremismo dominicano. A Felipe lo mataron por razones políticas, A Lautaro…

Ya sin tiempo para regresar a su Chile natal, la anciana tuvo fuerzas todavía para repudiar a Berenice, retirarle la palabra a Pedro, y unirse al insipiente movimiento a favor de los derechos que debían asistir a los homosexuales, condenados por la sociedad dominicana desde siempre, incluso jurídicamente en los tiempos de la España Boba. Dos objetivos quedaban a Sayen por cumplir en vida: luchar contra la estupidez homófoba, y publicar la novela de su nieto.


   
VII


Alberto, que había recibido a Lau encendido, (el chico era tan guapo como raro y misterioso) no tardó ni dos días en meterlo en su cama; ni cuatro, en subir al “apartamento de arriba”. A la semana de conocerlo, totalmente instalado junto al becario, en perfecta comunión psíquica y carnal con él, estaba lo bastante entusiasmado como para regalarle la sustancia más novelable que hubiera podido imaginar el primerizo autor: una carta de Teresa dirigida a Alonso de Ojeda, que supo sustraer a su tío del cofre donde guardaba sus más preciadas pertenencias.

Por esa carta supo Lau que Teresa vivió emparedada desde 1497 hasta su temprana muerte en 1506, en las mismas habitaciones donde lo habían instalado. La carta estaba fechada en enero de ese último año y dejaba bien claro que su autora, aunque joven todavía, estaba gravemente enferma, a punto de morir. No se sabe si su emparedamiento fue voluntario o forzado, tampoco su apellido, pero sí que Teresa era miembro de una familia muy bien posicionada en Cuenca, que tuvo una relación ilícita con Alonso de Ojeda, y que por ello terminó sus días recluida en la catedral.

La carta tiene una extensa compilación de datos personales e históricos. Nunca salió del “apartamento de arriba” en vida de Teresa. Ella pensaba hacerla llegar a Alonso, entonces en Las Indias, a través de Diego Hurtado de Mendoza, a quien parecía estimar mucho. (Sí, ese Diego Hurtado, el padre y abuelo de Andrés y García respectivamente, los hombres que, como el propio Ojeda en aquellos momentos, tanto tuvieron que ver unos años más tarde con el proceso de colonización de América). Alguien se cruzó, no obstante, para impedir que la misiva llegara a correo y destino, más aún, que saliera del recinto donde fue escrita.

En ella, la moribunda le confesaba a Ojeda que nunca lo había olvidado. Aunque con recato y elegancia, rememoraba pasadas ardentías. Le exponía los detalles de su íntimo encierro y de su enfermedad. Pero también aludía a los hechos que estorbaban su retiro y mermaban su paz espiritual. Hablaba de las cosas raras que ocurrían en unas pequeñas estancias cercanas a las suyas, a las que llamaba Dependencias del Diablo. En ellas vivía el campanero con esposa y dos hijas. Teresa le contaba a Alonso sobre los ruidos que venían de allí casi todas las noches. Le decía que a los intensos gemidos mujeriles se sumaban extrañas crepitaciones, latigazos, carcajadas, y también voces de excitados varones que creía reconocer cuando escuchaba misa por el ventanuco que a tal fin tenía junto a su cama. 

Esta carta fue un maná para el joven escritor. Su novela, llamada precisamente Las dependencias del diablo, y cuya protagonista es Teresa, se desarrolla sobre todo en una catedral, como había deseado siempre; pero a la vez hilvana una historia ocurrida entre Cuenca y Santo Domingo, donde jerarcas de la Iglesia, nobles, militares y aventureros de todo tipo van desde las más oscuras alcobas a los grandes escenarios de la época, igualmente poseídos por afanes relacionados con poder, gloria, dinero y sexo.

Lau describe una relación vehemente entre Teresa y Alonso. Sospecha que pudo ser incestuosa. Sospecha también que su desvelamiento, no sólo llevó a Teresa a emparedarse, sino que tuvo algo que ver con que Alonso embarcara junto a Colón hacia Las Indias. En un arranque de fantasía creadora, y dando muestras de un loable sentido del humor, el joven llega a imaginar una disputa entre Alonso y Américo con relación al nombre que debían poner al país que descubrían para Occidente. Mientras el florentino decía Venezuela (pequeña Venecia), el conquense decía Terezuela (pequeña Teresa). Américo debió esgrimir razones de conveniencia histórica para imponerse… En fin, la historia, que no se sospecha a sí misma, relacionó los palafitos del Orinoco con las casas flotantes del Véneto. Teresa, la pobre, tuvo que esperar por Lau unos quinientos años para abandonar su anonimato.       

No sabemos qué le dijo el obispo de Cuenca al becario después de conocer su obra, pero a juzgar por las molestias que se tomó para obtener y retener el original una vez que lo supo muerto, no debió aprobarla en ningún sentido.   



VIII


Cuando Sayen terminó de leer Las dependencias del diablo, pocos días antes de que mataran al autor y su cómplice, escribió en el diario: Ya me puedo morir. Y añadió unos versos de La araucana:

                     Esta cuesta Lautaro había elegido
                     para dar batalla, y por concierto
                     tenía todo su ejército tendido
                     en lo más alto della descubierto…

La mujer había cumplido los setenta y ocho… Poco tardó en reconsiderar su apunte, sin embargo. Hasta los noventa sostuvo la vida (en perenne estado combativo) y protegió el manuscrito de aquel libro… Lo leí. Sé donde está, quien lo guarda. Perdonen que no lo airee. Me inhibiré de hacerlo mientras no sea publicado. El diablo es un gran lector. También de cuentos. Jamás se distrae. Y aunque pernocte en los cuartos más licenciosos y divertidos de la casa de Dios, a todas horas, en todas partes obra, hiede.

La carta de Teresa fue foto… ―Calla, Jorge... Callo.



4 comentarios:

  1. Jorge, siempre me divierto yendo por esos laberintos donde metes a tus personajes. Esta vez en especial me ha gustado la ligazón entre presente y pasado, entre historia y ficción. Buen desempeño.

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  2. Gracias, amiga. Me alegra mucho que así sea. Te abrazo.

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  3. Sí, el diablo es un gran lector.
    Muy bueno tu texto.
    Gracias y bendiciones

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  4. Gracias a ti, amiga, por lectura y comentario. Un gran abrazo desde Castilla.

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