jueves, 23 de junio de 2016

EL CASTILLO DE COCA, POR ANTONIO PIEDRA





A mi amigo Antonio le dio por hablar de arquitectura, o, mejor dicho, por cobijarse en ella para estructurar un discurso que la trasciende con creces en términos disciplinares. Hace más de un año se acercó al monasterio de La Santa Espina para hablarnos de Bernardo de Claraval desde una óptica inédita. Allí el santo aparecía como el primer humanista de la modernidad; un verdadero adelantado a su tiempo: empresario, economista, diplomático, estadista, ecologista, utópico, místico, constructor, esteta, arquitecto, y, sobre todo, poeta; alguien empeñado en construir la Ciudad de Dios agustiniana, no sólo metafóricamente, sino piedra a piedra, con la testa en Jerusalén, pero a lo largo y ancho del orbe; alguien no en vano llamado, según nos contó Jiménez Lozano en el prólogo de aquel ensayo, “la quimera del siglo” (XII). Pero ni siquiera fue Bernardo, creo yo, la diana última del referido trabajo. Antonio se valió de la Santa Espina para hablarnos de su ideólogo, de la vigencia de su pensamiento, y terminar aterrizando donde realmente más nos interesa a todos: la enmarañada pista de nuestro tiempo histórico. Al profundizar en la génesis de aquel monasterio, (un ejemplo más, ni siquiera paradigmático, de la arquitectura del Císter) Antonio puso de manifiesto el principal déficit que existe en la práctica arquitectónica actual, y, por esa vía, (también una más) la urgencia de retomar el pleno humanismo para apuntalar las bases de una sociedad decadente como la nuestra.

Acabo de leer ahora Castillo de Coca. La construcción fascinante, ensayo también prologado por Jiménez Lozano con la solvencia a que nos tiene acostumbrados, y en el que Antonio se acerca de nuevo a la arquitectura con fines parecidos, pues nos habla de este edificio para realmente hacerlo de cosas que importan mucho más que él. En esta ocasión el discurso se torna más ambicioso y radical si cabe. Se trata de un trabajo con un claro espinazo aristotélico, que viene a decirnos: puede que el mundo no esté bien hecho, pero debía estarlo; puede que hayamos perdido algunas piezas del puzzle, pero merece la pena buscarlas e intentar recolocarlas. Casi nada. Antonio maneja tres herramientas de diferente calado para semejante empresa. Yendo de lo concreto a lo abstracto, de lo fenoménico a lo esencial, el ensayista utiliza la figura y la obra de Fonseca el Viejo como fenómeno, el humanismo cristiano como vía para su concreción, y el espacio-tiempo como agente seductor que impulsa a la vez que ejerce de árbitro. Fonseca, un pragmático, teológicamente más ortodoxo que Bernardo, y tan consciente como aquél de la importancia que tiene la correcta conformación de los ámbitos donde se desarrolla el hombre para su pleno desarrollo; un pragmático, pero también un esteta. El humanismo cristiano como escenario para el encontrón dialéctico entre los pares forma y contenido, belleza y guerra, genio e ingenio, cultura y civilización. El espacio-tiempo como binomio sustentador que regala y exige; especialmente el Tiempo, planteado en este ensayo de una manera muy singular: como una sugerente y fértil disputa entre Crono y Psique; hallazgo de primera línea.



FONSECA EL VIEJO


Desde la introducción misma, Antonio sitúa a Coca (antigua Cauca) como sostén de una ambivalencia resonante; nos habla de la “parva patria de Teodosio el Grande”. Parece casual, pero no lo es. Roma es al fin y al cabo el paraíso perdido de todo hombre aristotélico; el lugar histórico donde tal vocación suspende su fobia al vacío para dar con el Todo posible: cultura, civilización, lengua, iglesia, poder, orden universal… en fin, la apoteosis de lo Uno, por muy eclécticas que sean sus entrañas. Y aunque según Aristóteles, “Todo no está en ningún lugar”, para sus afectos es Roma el ápice que concreta su versión más creíble en la historia. Ya ven, Coca, pequeña ciudad romana donde nació Teodosio, el hombre que imperó sobre los escombros de aquella Totalidad, tras cuya muerte el Imperio se segregó definitivamente en lo formal para sancionar una realidad incontestable: su decadencia, (que tanto recuerda a la nuestra) y, como una de sus secuelas, la dicotomía entre Oriente y Occidente; el primero para su hijo Arcadio, el segundo para su hijo Honorio. Teodosio, el estadista y militar que sometió el poder político al religioso, entonces encarnado en la figura de Ambrosio; y también el emperador romano que nunca visitó Roma, el que reclutó a bárbaros para luchar contra bárbaros… Sí, este hombre nació en Coca, donde once siglos después, Fonseca el Viejo, aun a las puertas de la exclusión de los moros del nuevo reino, soñara recrear aquel mundo aristotélico, también en la arquitectura militar, con formas mudéjares, devenidas de un mestizaje cuestionado en lo político y lo religioso, pero muy vivo en lo cultural, con una semilla común a la cristiana que Antonio coloca acertadamente, no sólo en la Biblia o en el Zohar, sino además en Pitágoras: “Y esto es, en el fondo, el castillo de Coca, tan distinto a una humilde morada de aquellos mudéjares: trazar una armonía suntuosa donde la fantasía adquiere pitagóricamente su aplomo.”

A Fonseca, Antonio lo caracteriza en su complejidad. Nos dice sobre él:

“…tuvo a lo largo de su vida multitud de oficios que desempeñó eficaz y fructíferamente. El de intrigante mayor del reino ―algo común y característico a la nobleza más castiza― fue uno de los más decisivos que le acarreó muchos oficios complementarios, a veces impropios y otras nobilísimos como ser confidente áulico, servilletero mayor del rey, oficiante en matrimonios reales, artífice y ejecutor de políticas, secretero de perfidias, maestro consumado en el arte del disimulo, semillero y pararrayos de envidias, amasador de señoríos, amante de reales vuelos ―se le atribuyeron escarceos amorosos con la reina Juana―, y permanente centinela de las esencias tanto en vigilia como en el sueño.”

Como se puede ver, Fonseca el Viejo es un hombre perfectamente anclado a su tiempo, todavía previo al Renacimiento pero que apuntaba con claridad hacia él: antesala de la España moderna, el descubrimiento de América y la irrupción de la doctrina luterana como puerta de ingreso en Europa para el empirismo y el cientificismo más radicales. Hablamos de un esteta prerenacentista, que para el castillo de Coca imagina una construcción total en el sentido más vitruviano posible: clásica en cuanto a sus aspiraciones, asociadas éstas a “las mansiones de la inmortalidad”, pero no así en cuanto al lenguaje arquitectónico escogido, (el mudéjar) mucho más apegado a la experiencia vital y a la cultura de su promotor; aunque al tiempo histórico que le tocó vivir asomaran ya el plateresco para la arquitectura civil, y el estilo más “burdo” (por meramente ingeniero) de los Antonelli, para la militar. Fonseca estaba decidido a levantar un castillo mudéjar en Coca. Antonio imagina una vía que no tiene desperdicio, por la que el obispo de Ávila y arzobispo de Sevilla pudo haber aprehendido este estilo. Vean:                  

“¿Cómo serían las esperas constantes e interminables audiencias o citaciones regias, o las complicadas reuniones con príncipes, que a veces se prolongaban durante días, semanas enteras o incluso meses, y en las que Fonseca buscó lustre y provecho durante toda su vida? Además de conspirar y repartir de oficio bendiciones urbi et orbi, ¿qué haría, además, en esas interminables prórrogas? Lo que todos: mirar, observar, y tomar nota. Fijarse cómo resbalaban los secretos en los pisos alicatados, cómo en las paredes embellecidas resonaban a veces las novísima verba ―las últimas palabras―, cómo en las cenefas y lacerías la línea recta dibujaba magistralmente una curva, o cómo los artesonados dorados creaban una sensación de levedad tal que el mundo de abajo parecía sustentarse en una armonía universal y maciza. Alzar la vista, por tanto, equivalía a una actividad estética que anida en la misma entraña del mudéjar bajo una sencillez diáfana de ladrillo, yesería y colores matizados.”

Pero además, Fonseca había vivido varios años en Ávila, donde al parecer se relacionó ampliamente, como no podía ser de otra manera, con las fuerzas vivas de su aljama. Nos dice Antonio:

“La fábrica del mudéjar tenía en Ávila grandes maestros en pensamiento ―algo de esto barruntamos cuando antes se habló del Zohar―, y portentosos alarifes que transformaban el ladrillo en fantasía metafísica.” El pensamiento, traído aquí no por casualidad, porque Antonio sabe perfectamente que “sin pensamiento, efectivamente, todas las construcciones con sentido trascendente se desmoronarían y serían devoradas en nada por la carcoma de la historia.”

Perfecto, digo yo… y dejo para quienes lean el ensayo comentado, el sabroso descubrimiento de todos los datos y anécdotas, que, a modo de crucial aderezo, nos ofrece Antonio sobre las figuras de Fonseca el Viejo, sus herederos y algunos de sus contemporáneos más relevantes. El texto, que está cargado de ironía y humor, es también muy generoso en este sentido, llegando a desvelar, al menos para mí, la insospechada etimología de términos muy comunes, y el origen de refranes populares aún operantes. No adelanto más, pero no puedo evitar compartir aquí otra noticia (la última) de las muchas recogidas en el libro con relación a lo dicho anteriormente: Resulta que Alí Caro, el alarife abulense que dirigió las primeras etapas de la construcción del castillo de Coca, cuando se convirtió al cristianismo se hizo llamar Alonso de Fonseca. ¿Un agradecido servidor, o alguien que como el marinero de Stevens, “atrapa tigres / en el temporal rojo”? Río…



EL HUMANISMO SUSTENTADOR


Dijo Schiller, en un arranque propio de un esteta radical, que “un edificio […] no podrá ser jamás una obra de arte completamente libre, ni alcanzar nunca un ideal de belleza, porque es materialmente imposible en el caso de un edificio, que necesita de escaleras, puertas, chimeneas, ventanas y calefacción, pasarse sin la ayuda de un concepto…”; y porque “bella es aquella forma que no exige ninguna explicación, o bien aquélla que se explica sin concepto”. Tiene parte de razón, claro está, especialmente si hablamos de arquitectura o ingeniería militares. Sin embargo, el castillo de Coca se opone a esta sentencia de la manera más sencilla y rotunda posible: simplemente se trata de un edificio bello (ideal y concretamente) para quienes lo observaron y observan, mal que le pese a Schiller con su cargamento conceptual incluido. Y es que en este edificio la belleza emerge de una perfecta operación humanista que actúa contra la naturaleza, sí (“el Arte, tal como yo lo concibo, es un movimiento contra la naturaleza”, Rilke) pero teniéndola muy en cuenta; que propone un hito formal cargado de técnica, funcionalidad y significado, de acuerdo, pero también levantado en busca del placer propio del poeta: “un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota”. (Valéry). Porque por más que Antonio nos explique su validez poliorcética, este Castillo es, sobre todo, un aldabonazo estético en la puerta de un tiempo que llega, dado con el aldabón de otro que se va; una llamada atemporal, como lo demuestra que todavía hoy nos ocupemos de ella, para reclamar la eterna patente de lo bien hecho. Porque por más que llueva, truene o relampagueé en los predios de la historia, “siempre la sombra vuelve por el perro”. (Lezama)

En el mediodía del ensayo, Antonio nos habla de poliorcética clásica aplicada, pero también de la belleza que la humaniza, o de los sonidos del agua que la distinguen y erotizan en el castillo de Coca. Como dije antes, hay en el texto una constante dialéctica (manifiesta o subyacente) entre los pares belleza y guerra, forma y contenido, genio e ingenio, cultura y civilización. Antonio llega a una conclusión lógica: la belleza emerge duradera e imbatible, sólo cuando estos contrarios mantienen una pugna equilibrada. A causa del análisis detenido que hace sobre su objeto de estudio, (perdónenme aquí las citas largas, pues las considero necesarias) no puede dejar de lamentar el hecho de que:

“La poliorcética de los siglos XX y XXI se ha convertido en tecnología en estado puro o en ingeniería que, genética y cibernéticamente, edifica con códigos de exterminio para carreras armamentísticas. Son tan poderosas las armas, que la poliorcética tradicional como construcción y defensa realizada por hombres, ha sido arrinconada al ámbito de la arqueología científica. Todo se traduce en distancias y destrucciones lumínicas: escudos antimisiles que no vemos, fortalezas en el aire que desaparecen en segundos, drones inteligentes que con asepsia enfermiza ejecutan lo más inhumano y feo de la guerra, flotas que surcan los mares como destrucciones errantes, almacenes nucleares secretos que en minutos pueden destruir la humanidad entera, satélites que circundan la tierra como un anillo constrictor, y políticos caníbales que trafican con el terror desde una consola infernal que justifica, con tan solo pulsar una tecla, la voladura total del hombre sobre la faz de la tierra y el fin de la historia humana”.
       
No es un mero impulso romántico el que hace que Antonio valore, frente a esto, que:

“Fortalezas de antaño como la de Coca, además de una poliorcética histórica y evolucionada, nos revelan la cara más obsequiosa ―ay, pero también la más vulnerable― del término bellum: esa que ahora damos en llamar bien cultural de un pueblo y que, a la postre, viene a coincidir con la defensa de una belleza construida. Este arte defensivo o poliorcética encapsulada, nos enfrenta al bárbaro desajuste que se produce cuando se rompe el clásico equilibrio entre defensa y armas: que pierde la humanidad entera. Algo que horrorizaba tanto en las épocas doradas del pensamiento aristotélico, como en el medievo que algunos tildan de oscurantista o en el renacimiento liberador. En cualquiera de estas épocas de construcciones legendarias el sustrato humanista es tan poderoso ―sirvan de referencia Platón, Virgilio, Vitruvio, las construcciones de Bernardo de Claraval, las catedrales góticas, o la metrópoli ideal de Thomas Moro o de Leon Battista Alberti―, que parece escucharse lo consigna más combativa en poliorcética que transmitió Publilio Syro cuando Julio César libraba batallas imperiales: «Vencer al enemigo es suficiente, pero que desaparezca del todo es una auténtica desgracia». Diferencias metafísicas y sociológicas que no resisten el más leve de los análisis.”

Tampoco responde a un romanticismo trasnochado, el hecho de que Antonio se detenga a describir poéticamente la incorporación del agua al arte de la defensa en el castillo de Coca. Qué maravilla. Qué bien dicho. Para mí ha sido éste un descubrimiento magnífico, porque sólo en algunos templos y palacios sintoístas del Japón pude comprobar el uso de semejantes recursos para tales fines. No lo había conocido, ni siquiera sospechado en Occidente. Vean:

“En la porción de «las aguas de abajo», o del abismo, se compendia en el castillo de Coca una de las aplicaciones más interesantes en la ingeniería hidráulica. En la parte sur-oeste del foso, entre la llamada torre del agua con su caponera y la cava del Voltoya, libran las aguas una de esas aventuras poliorcéticas que Curcio Rufo ―historiador militar del siglo I que relata las gestas de Alejandro Magno― identificaba con los cauces profundos en donde «apenas sus aguas se dejan oír» pero en las que se percibe todo. En la vibración de las aguas profundas de la fortaleza de Coca se auditaba la presencia del enemigo: sus movimientos, su proximidad, su apego al terreno, la sonoridad que transmitían los pertrechos, la cantidad de masa que se ponía en movimiento, y hasta el tiempo que empleaban en la aproximación efectiva al castillo. Simple aplicación poliorcética de la energía vibratoria que emana de las aguas estructuradas con un perfil sensorial deductivo: que el sonido se propaga en el agua más rápido que en el aire. Ahora esa corriente sonora ―hay un acceso visible que se disimula con un inocente emparrado y está vedada al turista por el peligro que suponen las emanaciones de gas y el acceso en sí mismo― discurre discreta hasta el Voltoya como un sónar varado en un punto oscuro y lleno de silenciosos misterios. Tras esta tranquilidad engañosa de indudable valor defensivo y simbólico, la imaginación se dispara y fantasea con los carros del faraón sepultados en la trampa natural del Mar Rojo.”

En fin, es el humanismo, entendido en el sentido más amplio posible, lo que sustenta esta obra y le otorga especial interés; lo que la hace perdurable en lo material y en lo formal, pero, sobre todo, simbólicamente. Es el humanismo genitor el que le garantiza una belleza útil y sin tiempo… Recuerdo a mi profesor Orestes del Castillo diciendo que los puentes feos estaban necesariamente mal calculados, que no habían estructuras óptimas que no fueran hermosas. Cuánta razón tenía. Pero estos criterios no resultan inamovibles en una época relativista y postmoderna, donde el lugar del viejo humanismo es progresiva y velozmente ocupado por el transhumanismo; ese que aboga por la inteligencia artificial en máquinas que trasciendan al hombre, ya entregado a la pendiente donde el pensamiento oblicuo, que no la imaginación, pues no es lo mismo, termina contestando la lógica aristotélica con una exacerbada pulsión de muerte.


 
EL ESPACIO-TIEMPO QUE REGALA Y EXIGE


Antonio elabora una teoría con ascendente gestáltico para explicar la correlación dialéctica que existe entre las cumbres y los abismos en la arquitectura, también en la militar, también en la del castillo de Coca; tanto en lo que concierne a su inserción en el sitio, como a su propia constitución interna. Todo esto de “los abismos imponentes” está cargado de sólidas referencias y de grandes hallazgos poéticos. Vean, por ejemplo:

“La construcción del abismo, como elemento capital en ese todo, se asimila en arquitectura ―Aristóteles de hecho confiere a esta ciencia en su Ética a Nicómaco la facultad integradora y armónica de las partes opuestas dentro de la polis― al diseño de las alturas. Sin las cumbres, no existirían las categorías abismáticas de la creación; y sin las simas, la materia creada se perdería en el universo totalitario y metafísico. Cuanto más se profundiza en la hondura, más respetables emergen las elevaciones. En el castillo de Coca rige la misma ley compensatoria.”

“Del mismo modo que en la tradición clásica se construye por elevación atendiendo a criterios olímpicos, en la corriente bíblica ―presente en el Castillo de Coca― también se nos traslada al señorío absoluto de las alturas como metáfora de lo inaccesible y morada del Altísimo. En el libro primero de los Reyes ―20, 23― los consejeros del rey sirio Ben Adad le apuntan esta observación tras la derrota sufrida ante su enemigos los israelitas: «Su dios es un dios de monte, por eso nos han vencido, pero si peleamos con ellos en el llano, los venceremos». En suma, falta de estrategia poliorcética o metafísica ante las alturas que viene a ser lo mismo.”

Pero es en la especulación sobre el tiempo, donde, en mi opinión, este trabajo alcanza sus mayores logros. Aquí su autor une metafísica, dialéctica, ontología, mitología y poesía con un acierto tremendo. Si el ensayo se hubiera limitado sólo a esto, ya valdría (y mucho) la pena. En este punto emerge el Antonio más complejo y, por ende, menos aristotélico. Para el pensador estagirita “el tiempo es un número, (si bien) es lo numerado, no aquello mediante lo cual numeramos”; está recogido entre lo que llama tiempo periódico y tiempo infinito, y “todas las cosas se generan y destruyen en el tiempo”. Todas las cosas que devienen, claro, que son en el tiempo cronológico, al que Antonio opone en su texto un tiempo psicológico, concepto de estirpe existencialista, heideggeriana, utilizado en la psicología y el psicoanálisis modernos, pero que está muy bien traído al castillo de Coca como fenómeno arquitectónico trascendente, de gran interés patrimonial, y, por tanto, sujeto a continuos trabajos de restauración en pos de una conservación sin fecha de caducidad; porque este castillo, como bien dice Antonio, es una de “estas construcciones que están hechas para curar el reumatismo del tiempo cronológico.”

Frente al concepto de tiempo platónico que asume Plotino (imagen móvil de la eternidad), y al aristotélico (el número, lo numerado); incluso frente a la duda de san Agustín (“el tiempo no es otra cosa que una extensión; pero ¿de qué?) un místico como Ángel Silesio, nos dice: “tú mismo haces el tiempo: su reloj son los sentidos; detén la inquietud y se acabó el tiempo”. Esta idea, que no puede esconder su lado hereje y relativista, parece entroncar con la doctrina de Schelling sobre “un Dios-en-formación”: “Dios es la Vida y no un mero ser. Toda vida tiene un sino y está sometida a sufrimiento y a devenir. A esto, pues, Dios tiene que someterse por su propia voluntad.” Sí, un Dios nada aristotélico, que deviene junto al hombre en un tiempo psicológico asociado con los mitos de Psique y el Fénix, frente a otro relacionado con Crono.

Crono, como todo titán, es prehistórico, está sujeto a un tiempo circular (titánico) que no deviene de forma lineal, sino que responde a ciclos cerrados y machaconamente invariables. Sin embargo Psique, que es el alma humana, vive pendiente de los vaivenes del Amor (Eros) en un tiempo lineal y asimétrico: divino, histórico. Lo que en el tiempo cronológico aparece como previsible, fatal o irreparable, en el psicológico se torna cambiante, sorpresivo, corregible, y en ocasiones, por qué no, venturoso; tanto, que en él se perpetúan los mitos de la Resurrección y el Fénix. Lean a Antonio:

“Pues idéntico diálogo en el tiempo cronológico ―ese que medimos normalmente por décadas, siglos, milenios, guerras, campañas, dinastías o señoríos heredados―, y el mismo proceder en el tiempo psicológico ―el que más allá de una medida del tiempo sobrevive a ésta porque implica una noción trascendente, ideal, espacial o estética― se restablece con la construcción del castillo de Coca.”

“Y por supuesto al Ave Fénix cristianizado para dar a entender situaciones prácticas: que en el sacramento de la penitencia, por ejemplo, la gracia vuelve al individuo aun cuando el tiempo cronológico haya sido de una crueldad arrasante, o para recordar que la promesa de la eternidad se renueva, como en la mítica ave: en porciones de tiempo psicológico renovables hasta la llegada de la parusía que clausure la  consumación de todos los tiempos.”

“Naturaleza que, por una parte, es maleable, pero a la vez ―como remarcaba Cicerón en De natura deorum― también es «confidente de sí misma» pues, por muchas destrucciones que la narren a lo largo de la historia, no puede apartar los oídos ni los ojos de las teogonías olímpicas, del Génesis, o de la simple seducción del tiempo como arma de futuro.”
         
“Como en filosofía, observamos también que en arquitectura el tiempo psicológico está engolfado en otras medidas muy distintas a las del tiempo cronológico que siempre rellena un hueco o levanta una pared con gran esfuerzo y excesiva dolencia. La misma que sufrió Crono cuando fue encadenado sin clemencia al tiempo cronológico tras perder la guerra contra Zeus. Y aquí mismo, desde la contingencia humana,  surge la pregunta inmediata con derecho a una mínima respuesta constructiva: ¿cómo se puede ser responsable de lo que se construye y dura tan poco si, además, se vende con el vuelo de una dogmática indiferencia? La respuesta llega del tiempo psicológico que hace un viaje épico y describe la corriente ascendente del tiempo como una génesis en la que respiran la belleza, la poliorcética, el amor, las heredades amadas o perversas, el tiempo cronológico tan nefasto, y sobre todo las resurrecciones que provoca todo edificio como el Coca y que, al modo vitruviano, se resiste a perder su status de atalaya dominante hacia no sé sabe qué alturas o estancias inmortales.”   



 CONSIDERACIONES FINALES


En el debe de este ensayo, hay, en mi opinión, un asunto formal de cierto interés. Si nos fijáramos sólo en su edición (Fundación Smart Forest y Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2016) antes de entrar a su meollo literario, podríamos llegar a pensar que fue escrito para apoyar el magnífico trabajo fotográfico de Alberto Maceo, y las excelentes planimetrías de Alberto Martínez Peña. La forma de fragmentar los textos pondera las imágenes y atenta contra una lectura ininterrumpida, muy recomendable para un trabajo tan ambicioso y logrado como éste. Si me hubiesen pedido opinión al respecto, modestamente habría sugerido un texto más continuo, salpicado con imágenes estratégicas, y rematado al final con el grueso del reportaje gráfico y fotográfico; habría propuesto estancar algo más ambos universos para ganar fluidez en la lectura. Puede que la relación texto-imagen (visual, no poética) se hubiera resentido; puede que el diálogo entre lo dicho y lo mostrado no fuera tan directo; pero creo que la aprehensión del texto resultaría más diáfana y expedita. Además, la imagen poética, abundante y de gran nivel a lo largo de todo el ensayo, cerraría menos sobre sí misma al no estar tan condicionada por el omnipresente correlato visual.

Pero lo dicho no mengua la enorme calidad de este ensayo, como tampoco resta un ápice de empaque a la presentación gráfica y fotográfica de la obra (o fenómeno arquitectónico) que le ha servido de coartada.

El castillo de Coca, por todo lo que nos explica con brillantez Antonio, sigue siendo un edificio de rampante capacidad para sorprender y sugestionar a quienes se acerquen a él. Vean cómo lo demuestra la primera reacción que tuvo, ante las imágenes del edificio, el fotógrafo Alberto Maceo. Así la describe Antonio:           

“Desde Alemania, donde reside, no creyó que el castillo de Coca fuera real: «¡Pero si parece un recorte de fantasía para una película de Walt Disney!». Cuando por primera vez se enfrentó al castillo de verdad y entró en él con ojos de un profesional de la imagen, las dificultades arreciaron: «Imposible hacer una foto aquí sin incurrir en una irreverencia sacrílega. Esto no es un castillo, sino un sacrilegio existencial. ¿Cómo se puede fotografiar de verdad este animal tan hermoso? Imposible, porque se dejan los jirones por cualquier sitio. Yo adoro ese punto de la fuga tan importante en toda fotografía, pero aquí, quizás porque no entienda qué es el mudéjar, esa fuga no tiene los asideros engañosos de otras imágenes. Las mismas escaleras que me conducen al foso me sacan de él con una potencia seductora, incestuosa incluso, que honradamente no acierto a definir»”.

Lo que no acierta a definir Alberto en el fenómeno a partir de las primeras imágenes que de él le llegan vía telemática, y que muy bien define Antonio con relación a su esencia en el texto, es, simple y llanamente, un prodigio formal: una auténtica obra de arte. Y en el arte, como en todo lo que de verdad importa al hombre, resulta vano pretender la cuadratura del círculo. En el arte, como en la vida misma, tienen una validez sin tiempo las palabras de Lao-Tse: “el (lo) Perfecto sería un cuadrado sin ángulos”.



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