viernes, 24 de febrero de 2017

STEVE JOBS MUERDE LA MANZANA DE CALIFORNIA





                                                     Sabed que a la diestra mano de las Indias existe una isla llamada                                                              California muy cerca de un costado del Paraíso Terrenal; y                                                                        estaba poblada por mujeres negras, sin que existiera allí un                                                                        hombre, pues vivían a la manera de las amazonas
                                                             
                                                               Las sergas de Esplandián. Garci Rodríguez de Montalvo



Hace algo más de quinientos años que el bueno de Garci, un paisano de Medina del Campo, célebre ciudad castellana que tengo muy cerca, imaginó los aledaños del Paraíso Terrenal en una isla llamada California. Este nombre cruzó el Atlántico a tiempo para posarse sobre una península mexicana, que como si fuera el coxis de la vieja Pangea, desafía al Pacífico desde tiempos inhumanos, y que a la sazón era “recuperada” para el Señorío de Jehová por las huestes de Cristo.

Sospecho (estaría feo decir que estoy seguro de ello, ¿no?) que Steve Jobs no sabía nada de esto cuando de segundas decidió relacionar su sociedad mercantil con la imagen de una manzana mordida. Pero en este mundo nada queda al margen de un guión que nos trasciende como individuos: El ingeniero californiano, ignorando lo que hacía, simbólicamente recreó la aventura culposa de nuestros padres, y en el casi Paraíso de California, mordió el fruto del árbol del bien y del mal. Al parecer, no lo hizo desnudo, sonsacado por una mujer que antes hubiese sido sonsacada por una serpiente; no tuvo que esconderse, ni fue reprendido a viva voz por el Creador. Pero a pesar de su trayectoria, digna del protagonista de un Cantar de Gesta para robots japoneses, él también fue apartado (por Él) del fruto de aquel otro árbol tan caro a todos nosotros, los pecadores: el de la vida. Como diría Rilke: no somos más que pequeños cementerios adornados con las flores de nuestros gestos fútiles.

Aquella primera mordida de Steve, recorrió el mundo en pocos años. Lo hizo a caballo de una imagen propia de nuestro tiempo: una mancha plana y casi siempre negra que se resolvía (resuelve) en su abstracta silueta. Pero la imagen no voló sola, sino por delante de una empresa de éxito que colocó sus ideas y sus aparatos en el corazón (¿corazón?) de media (¿media?) humanidad. Sí, en una época como la nuestra, donde el ingenio sacrifica al genio y ofrenda sus vísceras al contable, casi todos tenemos, como la Condesa Arese que tanto decepcionó a Fóscolo: un pedazo de cerebro [¿cerebro?] en el sitio del corazón… Aquella mancha-manzana negra y menguada, que no menguante, creció y crece sin parar. Actualmente tiene un nicho de mercado (vean qué vocabulario tan moderno tengo) que linda con la estratosfera; qué digo, linda con el más allá del sistema solar. Sin embargo, todos sabemos, o debíamos saber, que por muy desarticulado que corran nuestro mundo y su tiempo, los grandes hombres en el fondo siguen teniendo un ideal egipcio, al menos en lo que toca al sueño de una impronta propia inmune a la caducidad. Y una impronta de este tipo, sobre todo en un orbe tan mobile como el actual, no se puede confiar a una mancha de tinta, o de píxeles, o de vectores, por muy sugerente que ésta resulte. Steve necesitaba una “Pirámide”, esto es: una obra de arquitectura capaz de dar a su mordida un buen salvoconducto que presentarle al futuro.

Claro, Steve era un ingeniero, un empresario. Es cierto que tenía y tiene una prensa muy especial (para muchos era el bueno en aquel binomio de Galileos supuestamente emergidos del garaje de una vivienda unifamiliar, para otros era un visionario que devino santón; para algunos era un líder del mundo tecnológico felizmente atrapado en el alma de un diseñador, para los más afectos era, incluso, un gran artista) pero en realidad era un ingeniero, un empresario, no más. No podía imaginar su “Pirámide” con los presupuestos de un filósofo, un sacerdote, un teólogo… en fin, un humanista. Steve concibió un edificio de planta circular que remedara un ovni, o una nave espacial extraterrestre, cacharros alegremente imaginados a lo largo del último siglo, que, no sé muy bien por qué, la gente relaciona con formas circulares. Así que su “Pirámide” voladora, muy achatada en los polos, muy abultada en el Ecuador, y además, hueca en su centro, tendría que avenirse a esa forma. Este círculo, no fabulemos, nada tiene que ver con el círculo titánico que representa un eterno movimiento temporal sobre sí mismo; ni con el círculo pitagórico que pretende unir el principio con el fin buscando también la eternidad; ni con el círculo vicioso que representa la idea que se funda una y otra vez sobre sí misma; ni con el complejo concepto del círculo-imagen de Dios, de san Buenaventura, para quien Dios es como un círculo cuyo centro está dondequiera y la circunferencia en ninguna parte; ni tampoco con los círculos dantescos, que determinan estratos morales en una sociedad bien estructurada bajo normas de ese tipo… No, el círculo de Steve es, sencilla y llanamente, la recreación de una imagen fantasiosa recogida en la literatura y el cine de ciencia ficción, que como mucho pretende generar, en el aspecto más práctico y empresarial posible, un ámbito para intensas y convenientes relaciones sociolaborales. En este sentido Steve entronca más con Ford que con Aristóteles, por supuesto. Su círculo anillado es una forma tan válida o inválida, según se mire, y tan intrascendente desde el punto de vista sígnico-simbólico, como lo puede ser la forma también circular de la galleta María, o la forma anillada del donuts. De esto no lo salva ni Foster, arquitecto pulcro, sí, y también capaz, pero con un alma tan ingeniera, que muchas veces confunde poesía con alta tecnología.

Hasta aquí, todo relativamente aceptable. ¿Por qué íbamos a pedir a Steve que pensara como lo que no fue? ¿Cuántas obras de este tipo, y con menor ambición aún, merecen ahora el interés de la prensa, y de quienes, siguiéndola, son incapaces de desplegar el pensamiento crítico? Sucede, sin embargo, que el sueño arquitectónico de Steve, su heterodoxa “Pirámide”, no se quedó en un edificio de dimensiones comunes. Al parecer, el símbolo de su mordida debía ser visible desde las fronteras mismas de su mercado: el más allá del sistema solar, recuerden; porque lo que están a punto de inaugurar en Cupertino pudiera competir ante la vista de los satélites con la Gran Muralla China. Les ofrezco algunos datos:     

- El anillo que contiene el edificio principal ocupa 26 hectáreas; tiene un diámetro de casi 600 metros.   En su interior cabría tumbado cómodamente el Empire State; cabría el mismísimo Pentágono.
- El conjunto al completo ocupa 70 hectáreas
- Dará cabida a un colectivo de entre 12.000 y 14.000 trabajadores
- La obra cuesta 5 billones de dólares

Busqué en mis alrededores un ejemplo con el que poder comparar esta locura. Encontré la cuidad de Ávila. Vean:

Ávila, que aprovecho para presentar groseramente a quienes no la conozcan, tiene un centro urbano amurallado que ocupa 33 hectáreas, sólo siete hectáreas más que el anillo de Steve. En este centro amurallado viven unos 15.000 abulenses, cifra que se acerca a la cantidad de trabajadores que se pretenden reunir en el conjunto de Apple. Ávila entera ocupa, más o menos, las mismas 70 hectáreas que el llamado Apple Park. Ávila tiene 56.000 habitantes, los mismos que Cupertino completo, que quedará reducido por el sueño arquitectónico de Steve a mera textura de tejados sobre el terreno. Claro, Ávila, con todos mis respetos, no es Cupertino, es una ciudad fundada como castro fortificado por los romanos, por la que han pasado, y en la que de alguna manera han convivido a lo largo de más de 2.000 años, además de los propios fundadores: primero, sus coetáneos y coterráneos en la península ibérica: indoeuropeos, íberos, celtas; y después: visigodos, judíos, musulmanes y cristianos. Apple Park se ha levantado de golpe, en muy pocos años, remedando a una nave extraterrestre. Esa es la gran diferencia. Ávila es una ciudad hecha con tiempo y cultura, una huella perfecta de compleja humanidad. Apple Park es una maquinaria simplona para producir ideas que conducen a la cacharrería, (sí, los cacharros pueden ser sofisticados, quién dice que no) una mole de cemento y acero (no se dejen engañar por las imágenes de su elegante piel, su osamenta y su musculatura son puro hormigón armado) hecha, sobre todo, con prisa y dinero.


  

En esta obra la escala no sólo resulta cuestionable, (digo cuestionable para ser cortés) sino también contradictoria, muy contradictoria. Podría extenderme mucho en este punto, pero intentaré ser breve para ceñirme a la lógica de un cuaderno digital, y no abusar de los posibles lectores.

El talante egipcio, que, en cuanto a la impronta pretendida, demuestra tener el Apple Park, y que debemos relacionar: en primer lugar, con la idea de perseverancia en el tiempo por encima del costo, o de cualquier otra consideración posible; y en segundo lugar: con la idea de un reposo equilibrado, casi zen; esta idea de un descomunal anillo centrípeto, delicada y serenamente posado en una vasta extensión de tierra, inserto en un bosquecillo artificial very british, digo, entra en franca contradicción con la idea paradigmática de nuestra época, que tiene que ver con la expansión centrífuga de conceptos inconexos y perecederos que tienden al corre-corre desestructurado, a la autofagia. Ya a mediados del siglo anterior, muchos pensadores nos avisaban de ello (¿qué dirían ahora, madre mía?). Jules Chaix-Ruy, por sólo citar un ejemplo, apuntaba entonces: Todo parece desvertebrarse, dispersarse en la búsqueda de una intimidad huidiza; ya no hay estructura, ya no hay realidad, sólo un juego de apariencias en espejos deformantes. Incluso en décadas anteriores, (me estiro y cito a otro) vean lo que dijo Benjamín a la vista del cuadro Angelus Novus de Klee: Esta tempestad le arrastra [al hombre] inexorablemente hacia el futuro que tiene a su espalda, mientras el montón de ruinas crece ante él, hasta tocar el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso.

¿Pero acaso Apple no es una empresa puntera entre las causantes de esta debacle? ¿Acaso no es un adalid del tempestuoso progreso, y también del juego de apariencias en espejos deformantes? Si Apple lleva el pendón en la carrera desbocada a que nos vemos sometidos por una ciencia (experimental, sobre todo) que en contubernio con la economía de mercado, no nos deja respirar de sobresalto en sobresalto, licuando el tiempo, más aún, gasificándolo en aras de la tecnología por la tecnología, ¿cómo casar su ejecutoria con la imagen atemporal, sosegada y bien estructurada de su Templo? ¿No debiera ser este conjunto un símbolo de lo efímero, progresivo y cambiante? ¿No debía estar constituido quizás por un grupo de unidades precariamente implantadas en el terreno, débilmente articuladas entre sí, sometidas a una estructura flexible y abierta que permitiera la constante mutación, y no sólo en sus espacios interiores, sino también en lo referido a su relación con el entorno? Está claro que vivimos una época de grandes confusiones. ¿Es ésta la arquitectura adecuada para albergar una mano de obra robótica con carta de ciudadanía interestelar? ¿Acaso este enorme edificio circular se podrá librar del envejecimiento implacable al que parece estar sometida toda obra humana en esta época transhumanista? ¿Qué será de él en el imperio de la inteligencia artificial huída de una Tierra estéril, deshabitada? ¿Cómo soportaría esta mole los dictados del holograma? A pesar de aparentar lo contrario, ¿tiene la obsolescencia programada? Pero si se acaba de descubrir un nuevo sistema “solar” a cuarenta años-luz de nosotros, y ya muchos babean porque se encuentre agua en él para poder incoar el pionerismo interplanetario, ¿por qué Apple parece construir para tanto tiempo en nuestro planeta? Por cierto, permítanme un pequeño paréntesis sobre el nuevo sistema “solar” descubierto.

Abro: Resulta que su “sol”, una suerte de estrella-bebé, ha sido nombrado con un acróstico: Trappist-1, en referencia al Telescopio Pequeño para Planetas en Tránsito y Planetesimales, que deben tener en función de este tipo de investigación los observatorios robóticos de la Universidad de Lieja, en Bélgica. ¿Pero a quién pudo ocurrírsele esto? ¿Es una broma? Todos los amantes de la cerveza sabemos que el verdadero Authentic Trappist Product es el sello de calidad para las cervezas fabricadas desde tiempos inmemoriales en los monasterios trapenses, sobre todo belgas… Bueno, tal vez sólo desde una perspectiva cervecera, (río) se pueda entender que el Apple Park, un conjunto que formalmente muestra tantas ansias de un futuro terrestre, sea compatible con el mundo que ayuda a construir la propia empresa en cuestión, tan condenado a sus antípodas. Cierro y sigo:
     
La jerigonza de la tecnocracia jamás se detendrá seriamente en las preguntas que hice antes del paréntesis. Steve Jobs será loado, también, por aterrizar su problemático sueño, al costo de cinco mil millones de dólares, en su propio Paraíso Terrenal, que nada tiene que ver con la isla que imaginó Garci Rodríguez de Montalvo, ni con la California real, ni mucho menos con Cupertino. Sí, los nuevos gerifaltes del mundo tienen licencia para contradecir con sus obras, el discurso en que se apoyan éstas.

Pero muchos dirán que este conjunto es ejemplar frente a la naturaleza, que es energéticamente autosuficiente, o casi; que a través de la alta tecnología logra un impacto ambiental moderado… Mentira. Está muy bien que una actuación tan invasiva intente atenuar su perniciosa repercusión en el medio urbano y natural, por supuesto. Pudo ser peor en este sentido, lo reconozco. Sin embargo, no debemos hacer de palmeros acríticos ante semejante distracción.         

Un conjunto como éste, por mucho bosque que recree, por mucha energía solar que utilice, por mucha climatización activa que evite, jamás podrá ser ambientalmente positivo. Primero, porque su implantación mastodóntica supone una modificación brutal del entorno, y va en contra de una colonización urbana tan cercana a la Cuidad Jardín residencial, como la que tiene Cupertino. Así que la primera contaminación que introduce, vía escala y vía tipología, es la visual, la netamente cultural. Segundo, porque la concentración de personal que supone implicará unos flujos humanos diarios enormes, con la consecuente necesidad de una infraestructura de transporte intensa y concentrada, y los consecuentes desplazamientos de vehículos, también intensos y concentrados. Tercero, porque la construcción de un conjunto como éste, supone en sí misma un gasto energético descomunal. Sólo hay que mirar el movimiento de tierras que ha sido necesario, y a ello sumar que posiblemente haya requerido más hormigón armado que muchas de las presas que conocemos, y que los materiales empleados no se encuentran en los bosques y las playas de California; han debido llevarse hasta allí procedentes de medio mundo a un costo altísimo, también en cuanto a lo que contamina el transporte internacional. Cuarto, porque la plantación de los árboles, la mayoría de ellos adultos y moteados, (en este mundo veloz, no sería precisamente Apple quien tuviera paciencia para que los árboles nacieran y prosperaran con naturalidad) implica un gasto inmenso; además, de algún lugar habrán sido sustraídos para generar esa especie de artificioso micromundo. ¿No hacían falta allí donde estaban? Y quinto, porque ese conjunto, con sus jardines incluidos, demanda una enorme cantidad de agua, y como todos sabemos, en California no llueve demasiado. Claro que es bueno, insisto, que se emplee al máximo la energía solar, que se prescinda de aire acondicionado, que se aporten zonas verdes, pero esto no es suficiente para declarar libre de culpa medioambiental a semejante mastodonte de hormigón.        

Confieso que nunca tuve hasta ahora un aparato de la marca Apple. De momento, no lo he necesitado. Pero también confieso, que amén todo lo dicho hasta aquí, Steve Jobs, a quien sólo conozco a través de la prensa, siempre me pareció brillante y amable, un buen tipo en el fondo, vaya. No lo imagino sacrificando niños a Moloc. Nada tengo en contra de su marca, que no tenga en contra de otras que participan de igual manera, pero sin tanto éxito comercial quizás, la demasía del mundo tecnológico actual que nos aboca a negarnos como seres humanos; que, por ejemplo, nos ofrece infinitas vías de comunicación, y sin embargo, en buena medida nos incomunica cada vez más, nos aleja progresivamente de todo lo que no implique consumo.

El gran anillo que Apple acaba de plantar en Cupertino, es un símbolo de todas las contradicciones que suponen los dilemas entre nuestras pulsiones cultural y civilizadora, entre el humanismo y el progreso tecnológico, entre la desestructuración creciente de los marcos éticos tradicionales y la sincronizada globalización mercantil, entre la preocupación por el cuidado de nuestro entorno habitable y la concentración del poder económico, entre un tempo humano y otro pautado por un consumo desmedido… Muchos babearán ante esta obra, lo sé. Por eso me esfuerzo en reunir algunas pruebas en su contra. Este conjunto es una verdadera mordida a la manzana de California. Tal vez no sea California la isla próxima al Paraíso Terrenal que imaginó Garci Rodríguez de Montalvo en Las sergas de Esplandián, donde vivían mujeres negras y solas al modo amazónico. Tal vez aquel libro mintiera, y por esa razón el cura, que pretendía liberar de demonios la biblioteca de Alonso Quijano, lo condenara a la hoguera con la aprobación de la sobrina del loco y del barbero. Porque Cupertino no está  a la vera del Paraíso, precisamente por eso, ahora mismo en sus arrabales orugan los tanques (Celan). Debemos ser conscientes de ello, y aunque parezcamos trasnochados, aunque sólo sea por contrapesar el delirio prometeico que sin cesar nos corroe, debemos poner en valor los sedimentos de una implantación humana como la de Ávila, frente a otra como la de Apple Park. No vendrían mal un poco de cordura y otro de humildad. Como diría un cómico del cine y la televisión españoles: un poquito de por favor.

En tal dirección, termino con un par de ideas de la abulense más afamada: Santa Teresa de Jesús, quien se consideraba a sí misma como una torre de viento, o sea, como algo muy poco consistente y pasajero frente a lo eterno-infinito. Y quizás por ese motivo, tenía una relación muy distinta de la que tienen tecnócratas y mercaderes con las posesiones, y con el supuesto poder que éstas otorgan a los idiotas… Tenemos un cielo en el patio, mucha cosa, decía a sus monjitas. La hubiera aplaudido Steve Jobs, estoy casi seguro, de haberla escuchado en las graves inmediaciones de la meta.



viernes, 10 de febrero de 2017

EVO, EL AIMARA: CAMARADA POSTMODERNO





Hace tiempo que no hago crítica arquitectónica. Se construye tanto, y sin embargo hay tan poco que apreciar… En fin, me hice a un lado. Bastante tengo con cubrirme nariz y boca, ante la polvareda que emana de la enorme pila de escombros que levantamos bajo un desacreditado salvoconducto disciplinar: el título de arquitecto. Ah, la arquitectura, como siempre nos enuncia y explica a la perfección. Así que padezco una modorra que anestesia mi temperamento analítico, y que rara vez salta disparada por el descubrimiento de una obra poco difundida, o por el “desvarío” de un artesano anacrónico, Zumthor, por ejemplo. Estoy al margen, al menos como agente palabrero. Pero coño, hay cosas que espabilarían al más perezoso entre los perezosos: ¿Han visto el Museo de la Revolución Democrática y Cultural que levantó Evo Morales en Orinoca?     

Alfonso Reyes recogió a principios del XX un chiste finísimo de un humorista cuyo nombre no conozco. Aquel cómico se mostraba convencido de que si diez millones de monos tecleasen durante diez millones de años en diez millones de máquinas de escribir, alguno de ellos terminaría por readactar el Discurso del Método. Puedo aceptar esta hipótesis, aun con toda la ironía que encierra. Diez millones es un número muy elevado para monos, máquinas de escribir y años que operasen a expensas de las probabilidades. Sin embargo, dudo sinceramente que los mismos diez millones de monos, puestos a levantar paredes y techos durante el tiempo dicho, lograsen dar con un edificio como el que se regaló a sí mismo el “hermano Evo” en su pueblo natal. Lo dudo, porque tuvieran que ser monos muy afortunados, pero también muy locos, víctimas de un cacao mental impropio de estos animales, que necesariamente los conduciría a la locura o el suicidio antes de que pudieran dar con su carambola.

Para producir un edificio como éste, sin que sean necesarios diez millones de artífices trabajando durante la misma cantidad de años en su búsqueda, y mucha, pero mucha suerte; se debe ser un aimara iniciado en el marxismo y el maoísmo por un holguinero. Con el marxismo, tendría el aimara que haber recibido, filtrados por su mentor, como mínimo a Demócrito, Leucipo, Epicuro, Hegel y Feuerbach; insisto, filtrados por el holguinero, que de todo esto no tiene ni puta idea. Con el maoísmo, tendrían que haberse inoculado al susodicho por la susodicha vía: el leninismo, el trotskismo, el estalinismo y el Tridemocratismo de Sun-Yat-sen. Pero además, añadidas al marxismo y al maoísmo, el aimara tendría que haber obtenido del ignorante holguinero dos propinas de gran interés: el pragmatismo y el positivismo, más aún, el positivismo lógico; y también el eclecticismo oportunista en lo filosófico y lo teológico de los jesuitas. Si con todo ello el aimara no hubiese llegado a enloquecer, lo habría hecho sin escapatoria, cuando a su natural inmanencia, chamánica y animista, se le hubiese añadido la trascendente jerigonza bolivariana, que donde dice Napoleón, tacha para poner, por ejemplo: Jesús de Nazaret, o incluso Chávez.      

¿No comparten mi compasión? ¿Cómo podría asimilar todo lo regalado por su mentor esa pobre cabecita? ¿Y cómo podría trasmitirlo a su arquitecto?, a quien supongo un ignorante lameculos, que mientras su cacique intenta digerir semejante cóctel sin que se le note achispado, sólo visualiza formas postmodernas… ¿Pero cómo llegó el postmodernismo a Orinoca, madre mía, con tal contundencia? Qué desgracia. Qué lío para ese pequeño asentamiento donde habitan unas seiscientas cuarenta almas que apenas pretenden, seguro, vivir en paz; vivir más y mejor, por supuesto, como todos, pero en paz. Porque algunos de ellos, los más tardos tal vez, sólo verán inminentes ventajas, (turismo trasnochado, traficantes de coca…) pero otros ya estarán lamentando que el iluminado Katari (Ibo Katari, que es como decir Evaristo el víbora, debe ser el verdadero nombre del “hermano Evo”, y esto es un dato, no una broma) haya venido a nacer en su Orinoca: ¿pecado bastante para merecer ese escupitajo de La Pachamama?

Una indigestión enorme hace falta para vomitar de tal manera, a cuatrocientos cuarenta kilómetros de la capital, en una zona semidesértica, pobrísima y casi deshabitada, pagando además siete millones de dólares; ese montón de cajitas o cilindros mal articulados y decorados con pegotes zoomórficos. Sí, miren bien, el engendro tiene múltiples cuerpos, pero pretende que distingamos tres zonas: la central, alegórica a la llama, y las dos laterales alegóricas, al armadillo la una, y al puma la otra. Sí, esa máscara orejuda debe representar a una llama humanoide; y esa suerte de cuerpo telescópico busca recrear a un armadillo; y al otro lado, como si estuviera patrocinada por la casa Lego, aparece una abstracción colorista y geométrica de media jeta de un puma empotrada no se sabe dónde. Todos los animales con sus orejas en pie; miren bien, como muy atentos ellos, como pendientes de cualquiera que pueda reírse de su lamentable trance. ¡Cuidado con la risa! Estas figuras degeneradas, producidas por un Occidente juguetón en lo formal y fatigado en el fondo, aquí pretenden resultar alegóricas con relación a tres bestias sagradas para los aimaras: el puma, emblema del pastoreo; el armadillo, emblema del comercio; y la llama, ¿emblema de lo doméstico? Sí, el sujeto en la era del karaoke no es necesariamente una fuente de originalidad creativa, que diría Daniel Innerarity. Mucho menos, si opera tan perdido, que se caga en los símbolos que pretende poner en valor. Porque ¿podrá gustar a los habitantes de la zona este museo levantado en aras del camarada Evo? ¿Podrá activar en ellos los resortes de la identidad? ¿Podrá llegar a sintetizar formalmente sus necesidades y aspiraciones culturales?

Los aimaras siempre fueron acosados por las etnias del norte, (guaraníes, arahuacos, incas, etc) pero ellos, y las culturas que le son más afines, tuvieron tiempos mejores. Vean la selección de piezas que expongo, extraídas de la arquitectura y la cerámica de Tiahuanaco, también de la cerámica mochica. Esta gente tuvo una gran imaginación, y un no menor oficio para formalizar sus visiones más caras. Claro que usaban y mezclaban motivos antropomórficos y zoomórficos, pero con mucha gracia. ¿O no? Y además, su imaginario no era casual, tenía mucho que ver con los ritos de fertilidad. ¿Es que el “hermano Evo”, quien ya se puede considerar reincidente (recuerden el regalo del crucifijo-hoz-martillo que le endosó a Francisco Primero) no conoce las tradiciones de su propio pueblo? ¿Acaso su mentor holguinero logró suplantar la coca en su rumia y el Titicaca en su chola, con aquel mejunje ideológico que apenas le deja espacio para el chándal, el fútbol y la patética tribuna del “Socialismo del Siglo XXI”, desde donde discursea a escala faraónica con formas ajenas al (y enemigas del) indígena que dice defender y representar?      




Bueno, algunos se preguntarán: ¿Por qué contestar al “hermano Evo”, lo que se ensalza en otros reyes y emperadores? Por ejemplo: ¿por qué no puede el iluminado Katari hacer lo que hicieron los atenienses en el Erecteón con aquellas mujeres de Caria castigadas a trabajar como columnas de por vida? ¿Por qué no se critica de igual manera a los faraones que combinaban formas antropomórficas y zoomórficas en sus esfinges? ¿Por qué no puede el adalid de los aimaras, emular a las arquitecturas románica y gótica que reproducían los relatos bíblicos en gárgolas, frisos, cornisas, capiteles y pórticos, con aquellas figuras petrificadas, a veces tan dramáticas y hasta pornográficas? ¿Por qué no aceptamos las máscaras de su engendro, y sí los lagartos y dragones en las costosas ensoñaciones de Gaudí? ¿Por qué no nos molesta de igual manera la extravagancia de Juan O’Gorman en la Biblioteca Central de la UNAM, que (im) puso un historiado traje regional a una simple caja de zapatos que apenas admitía un corsé minimalista? Bueno, miren bien el edificio de Evo, comparen y respóndanse. 

Lo cierto es que la iconografía moralista (o katarista, no se me ofendan los cántabros, porque el apellido Morales es en origen suyo) carece del más mínimo atisbo de espiritualidad. Esa llama, ese armadillo y ese puma están vacíos de sí mismos. Parafraseando a Benn: guiñan altiplano y echan Holguín por la boca, que es como decir: escupen a la cara de quienes pretenden honrarlos. Aquí, el insulso postmodernismo de las formas canta a la decadencia de Occidente, (que hace propia) y está mucho más cerca de la arquitectura doméstica más comercial y banal de los años ochenta del pasado siglo, que de cualquier otra arquitectura con pretensiones identitarias, didácticas o sacras.
              



Otros se preguntarán: Si Akenatón, apoyado en Nefertiti, se cargó las bases del imperio egipcio y fundó una ciudad homónima en pleno desierto para adorar a Atón; si Kubitschek fue capaz de levantar Brasilia en un descampado contra viento y marea, ¿por qué Evo no puede hacer lo mismo en Orinoca, comenzando por un museo donde la llama, el armadillo y el puma se agolpen para mayor gloria de su propia figura histórica?

Ah, como diría Juan Ruíz: anda devaneando el pez con la ballena, aunque en este caso, el pez sea tan estúpido, que no lo sepa, o tan oportunista, que lo pretenda a sabiendas de cuál será el resultado de sus devaneos... Aimaras, el Museo de la Revolución Democrática y Cultural (¿se puede ser más rimbombante y ridículo?) les cuenta a gritos justo lo contrario de lo que quiere que lean su valedor. De entrada, deja claro cuán grande es su menosprecio por la gente a quien dice representar: ustedes. Ya lo dije en un artículo anterior: tienen al enemigo en casa. El iluminado katari lleva en su mochila el norte más rústico y soberbio. Y ese norte, portador de la semilla imperial que dice repeler, ya puso a sus diez millones de siervos a imitar a los monos. Si de esa manera es capaz de producir un edificio como éste, ¿qué no podrá hacer cuando hasta la llama, el armadillo y el puma sólo sean parte de su séquito?

Aimaras, quizás sea el momento de abrazarse a las estatuas, no lo sé, pero cuidado: en Orinoca les han plantado un Caballo de Troya. Es feo, muy feo, y además malo, muy malo. Si lo alimentan, pudiera desembuchar a los peores demonios. Ustedes verán. No me extrañaría escucharlos decir en unos años lo que aquel esquimal, que preguntado por sus creencias religiosas, dijo: Nosotros no creemos, nosotros tememos

Cuentan que una dama inglesa del XIX, enterada de las teorías de Darwin, preguntó a su marido: ―ah, ¿pero entonces es cierto que todos somos iguales y provenimos de los monos? Cuando el hombre le respondió que así era, la dama rogó: ―por favor, que no se entere la servidumbre… Entérense, aimaras, entérense. Ni siquiera Castro, el mismísimo mentor holguinero del “hermano Evo”, fue capaz de levantar un museo como éste. Y eso que lleva sesenta años aguijando a sus diez millones de monos, hombres nuevos, quise decir. Por primera vez en los últimos cinco siglos de vil explotación occidental (o de ausencia de la candorosa protección inca, según cómo se mire) un burdo remedo de Aquiles vive camuflado entre ustedes. Corre contra la tortuga con la camiseta local, sin más meta a la vista que su propia divinización. ¿Eso quieren?