jueves, 15 de junio de 2017

¿BÁRBAROS O DECADENTES?






                      Para Sonia Díaz Corrales




Hace unos días, mi amiga Sonia me introdujo en la obra de Alessandro Baricco. Me recomendó, para empezar, una novela y un ensayo de este autor italiano. Sonia sabe que en general no soy un lector afanoso de mis contemporáneos, pero también sabe que lo soy, y mucho, de aquellos que llegan bien recomendados. Así que me dijo…

…Le entré a Baricco por la narrativa (Tierras de cristal), y continué con Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación. La novela, magnífica. Arquetípica, diría yo, si en referencia a lo que pudiéramos llamar narrativa al dente para modernos y postmodernos, falso realismo de alto nivel para crédulos e incrédulos. Baricco escribe muy bien. Su forma de contar puede complacer a lectores de diverso tipo. Siguiendo la clasificación que establece el propio autor en el ensayo antes mencionado, se pudiera decir que su obra se atiene a una receta igualmente eficaz de cara a lectores anticuados que todavía respiren con pulmones, o a otros, modernísimos, que ya lo hagan con branquias. O sea, Baricco pudiera interesar a mutantes fríos, tibios o entusiastas. Este autor viene de un mundo viejo que agoniza, pero ha olisqueado la trufa que no adivinan los perros callejeros por jóvenes que sean; escarbó, la encontró; sabe cómo añadirla a un plato que se puede zampar con las manos o degustar con una cubertería de la casa Christofle.

La novela, buenísima, pero no abundaré en ella. Hablaré brevemente del otro libro: Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación. ―Es que te envuelve, te marea, lo dice todo tan bien que te consigue, me dijo Sonia cuando lo comentamos. Y lleva razón mi amiga. Baricco tiene talento y oficio; sabe escribir, pero, sobre todo, es un hombre inteligente. La inteligencia, según Pérez de Ayala, implica darse cuenta. Baricco se da cuenta de las señales que emite el mundo en que vive. Se da cuenta de cuáles son los síntomas de su aguda liquidez, de cómo evolucionamos en él, de quiénes constituyen su vanguardia y quiénes su retaguardia. Si quieren un diagnóstico lúcido (lúcido por intuido, y también por razonado) de lo que está pasando en Occidente; un diagnóstico, digo, escrito desde la inteligencia, no desde una trinchera meramente intelectual, lean este ensayo.

Sin embargo (ay, sin embargo) Baricco, que en este trabajo también rastrea, consigue y describe la trufa; que en los terrenos comunicativo y estilístico resulta muy convincente; no quiere, o no puede explicarnos el verdadero origen de este organismo en tanto hongo; no termina de relacionarlo con su raíz-nodriza; no nos da su nombre científico. Y entonces yerra al nombrarlo. Y lo que bien no se nombra, bien no se define, bien no se conoce, aunque se intuya, se experimente… Su ensayo tiene un error de partida muy importante. Baricco llama bárbaros a quienes jamás podrían serlo; precisamente a los antibárbaros por excelencia, a los decadentes, a los que corroen la civilización hasta hacerla pedir a gritos la cura radical que supone la barbarie. Pero el error nunca es puro; si lo fuera, sería verdad, nos dice Croce. Y por eso el ensayo es tan valioso, porque a pesar de su mal de fondo, reza un rosario muy nuestro de calamidades (calamidades, yo en esto no ando con chiquitas) y lo hace con naturalidad, ingenio, gracia, poesía…

Baricco nos viene a decir que el hombre líquido (Bauman) es en realidad un bárbaro. Luego nos cuenta, entre otras muchas cosas, que este bárbaro del patio es un mutante, prácticamente un pez que ya respira con branquias; que es un velocista, que se mueve horizontalmente, que jamás se detiene, se eleva o se sumerge en algo, que detesta el fondo de las cosas porque ama, en ellas, sólo las puntas que las relacionan con otras; que apenas se interesa en las secuencias de eventos fugazmente conectados entre sí, que apenas quiere conocer en los hechos, su potencial repercusión en otros, su capacidad para el encadenamiento impresionista; que no se esfuerza en conocer la esencia de lo experimentado, porque la experiencia, para este bárbaro, sólo tiene sentido si sometida a la velocidad y a la superficie, al movimiento continuo. Baricco nos habla de un bárbaro que practica el surfing sobre un océano viejo y profundísimo, que ya no le dice nada si su materia no aparece impresa-borrada-impresa, ad infinitum, en las crestas de sus olas. Una especie de Proteo peliculero, muy dotado para la mascarada, y capaz de navegar a la vez que ama / baila / canta / come / excreta… Sí, todo simultáneamente, en un instante también líquido y poliforme, el mismo que precisa para escribir veinticinco WhatsApp y despachar otros tantos microrrelatos.  

Baricco detecta a este mutante, descubre su modus operandi, dibuja con precisión su obra demoledora, acierta con su psicología, pero equivoca su nombre. Lo llama bárbaro. Y esta confusión es esencial, porque implica asignar al decadente una misión contra natura. El decadente no es un bárbaro. Todo lo contrario. El decadente es quien prepara el terreno para que el bárbaro devore los despojos de su civilización. El bárbaro no nace en la civilización que demanda su proceder higiénico. El bárbaro es ajeno a ella, no la participa en ningún sentido, viene siempre de afuera, no tiene ningún lazo con la sociedad que está llamado a descabellar. El bárbaro que nos atañe a nosotros no ha nacido en el Londres del XIX, ni en la California del XX; nuestro bárbaro nació, quizás, en las montañas de Kandahār (Afganistán), en las madrasas de Pakistán; o, quizás, quién sabe, en la selva de El Congo. El bárbaro no nace en la civilización que lo necesita para regenerarse. La civilización es hija de la barbarie y nieta del salvajismo (Ortega), y nunca al revés. Este error de Baricco, insisto, es grave, porque al confundir al decadente con el bárbaro, se despreocupa del segundo, y supone al primero un impulso positivo que jamás podrá tener. El homo televisivo, el parroquiano de Google, aquel Proteo ingrávido que surfea alegremente sobre un mar pesado y tempestuoso, cuyas profundidades le importan un comino, jamás podrá refundar la civilización que colma. Este sujeto es la fina escoria que produce el apogeo de su mundo, y está llamado a preparar el camino para que actúe el bárbaro. Así que, intentar comprender las maniobras del decadente para sumarse a ellas con una mezcla de resignación y mansedumbre, sosteniendo la peregrina esperanza de penetrarlas y gravarlas con la memoria que él aborrece, es, cuando menos, cándido. Es peligrosísimo, además.

No puedo acompañar a Baricco en ese viaje, porque hacerlo es como afilar la espada de Alejandro frente al nudo de Gordias, como herrar el caballo de Alarico, como accionar la llave de la Kerkaporta, para que Mehmed II la penetre, y una vez adentro, haga y deshaga a su antojo; es como dar patente de corso a los verdaderos bárbaros, como ponerse en cuatro ante ellos y confiar a la morfina la función analgésica. Tiene razón Baricco cuando reconoce que nada detendrá el movimiento fofo y putrefacto de los decadentes (él los llama bárbaros). También tiene razón cuando reconoce que a estas alturas de la película, todos padecemos cierto grado de decadencia (él dice barbarie). Pero no la tiene cuando supone a los decadentes una energía constructiva que merece la pena entender y aceptar.

Nosotros, harina dócil de un mundo / que nos amasa y nos expulsa (Seferis) debíamos reconocer y censurar nuestra docilidad, debíamos presentar combate ante los panaderos que preparan el desayuno para los bárbaros. Seremos finalmente barridos, lo sé, pero habrá que dar la batalla. Y para hacerlo, no valen paños calientes con los que abanderan la decadencia. No son bárbaros, insisto, son algo mucho peor, son los que hacen necesaria la función cauterizante de la barbarie. Montón de vagos de opinión fácil, que huyen del esfuerzo como del diablo, y que reclaman, a cambio de nada, todos los derechos que les regala la Suma Democracia.

Supo verlo Lyotard: Sócrates sabía muy bien que tener razón él solo contra todos no era tener razón, sino estar equivocado, estar loco. De ahí que inventara la mayéutica. Yo no puedo hacer tanto, pobre de mí, pero creo saber que no estoy loco. Imagino que muchos piensan como yo. Imagino que Baricco, en el fondo, es uno de ellos. Ah, pero cuánto cuesta señalarse frente al hombre-masa; hoy día, fuente de la exigua clientela de todo escritor que pretenda vender más de cincuenta ejemplares de cualquier obra. Baricco sabe muy bien, por ejemplo, que la Democracia es una de las causas de la debacle, uno de sus primeros síntomas: ¿Y si el advenimiento de la democracia fuera una de las primeras señales de la llegada de los bárbaros? ¡Terreno minado!, nos dice el escritor italiano, y se detiene, o avanza muy poco. A ver quién es el zapador que se atreve…    

Claro, el decadente homo tecnológico, ese sí nacido en las calderas de la Revolución Industrial, la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa, para ejercer como un virtuoso consumidor repleto de derechos, no necesita más que presentar su carta de ciudadanía. Y entonces rampará por el mundo opinando de lo que no sabe, exigiendo los privilegios que la Democracia consagró para él; siempre que participe, claro está, aunque sea como público, la coyunda entre la ciencia experimental y la economía de mercado; esto es, siempre que consuma a espuertas sin preguntarse nada. El decadente homo tecnológico exigirá, sobre todo, la depreciación de cualquier actividad humana que trascienda la medianía y lo desborde, que le suponga un esfuerzo de superación en algún sentido… Si el consumo estúpido es el nuevo Dios, o al menos el agente que nos iguala ante su presencia y garantiza su igualitaria protección; si todos tenemos que consumir para ser dignos de este fétido paraíso, ¿por qué no íbamos a tener iguales derechos en él, estudiemos o no, incubemos o no memoria de la buena para testar a los hijos… ¿Hijos? ¿Cuántos consumidores caben bajo un mismo techo? ¿Acaso no los pueden tener quienes tengan menos oportunidad de consumir? ¿Acaso no son ellos quienes deben pagar su acceso al paraíso democrático-consumista alistando a sus hijos en el ejército? ¿Ejército? ¿Guerra? ¿Para qué? ¿Para defender un memorioso montón de escombros sin código de barras que lo actualice…? ¿Reconocen en este alegre consumidor a un bárbaro? Nones. Éste es el perfecto prototipo del decadente que tan bien ha descrito Baricco en su ensayo, aunque trocándole el nombre. Este es el surfista que está dinamitando el buceo, aunque, como dice nuestro autor, haya estrenado branquias.  

Baricco se despacha contra estos decadentes no sin cierto complejo. Se pregunta, si al hacerlo, no estará cayendo en el error que cometieron todas las generaciones que lo anteceden al oponer resistencia a la mutación de su mundo. Es lógico. Si miramos atrás, a cualquiera de los pliegues de ese atrás, veremos a la inteligencia en contradicción consigo misma, ejerciendo a la vez sus pulsiones cultural y civilizadora; veremos al genio intentando en vano controlar las riendas del ingenio; veremos a los garantes de la Memoria, preocupados por los incautos que la desprecian… Pero hubo momentos en el devenir histórico, en los que la aceleración de la decadencia, producto de una fatiga insuperable en la civilización que la padeció, fue tan definitiva, que debió resolverse con una violenta intervención de determinada barbarie. Y pongo aquí el adjetivo determinada para demostrar que yo también soy presa de la decadencia relativista… Pasó en la Grecia helenista, en la Roma de los siglos IV y V, en Constantinopla, en la Granada del último rey Zirí. ¿Exageramos cuando comparamos el momento actual de Occidente con cualquiera de aquellos antes mencionados? Hay que ser ingenuo, más aún, ignorante, para no ver que Occidente decae aceleradamente, que pide a gritos una regeneración. Veamos que pasó, por ejemplo, en la última Roma (precristiana y cristiana, porque el cristianismo, allí, no llegó a tiempo): Falta de fe real en los dioses. Ecumenismo formal. Relativismo en todos los órdenes. Hedonismo sistémico. Reacción decreciente frente a una religión en fase ascendente, y muy invasiva, como la cristiana. Natalidad a la baja. Abortos masivos. Apatía frente a la guerra. Romanos que no se alistan en el ejército porque ya no alcanzan los ideales para hacerlo. Romanos que reclutan a bárbaros para luchar contra bárbaros. Permeabilidad en las fronteras. Emperadores extranjeros que apenas conocen Roma, algunos de ellos jamás la pisaron. ¿Esto os suena o no?

No existe una teoría que no sea un fragmento, cuidadosamente preparado, de alguna autobiografía, decía Valéry. Puede que esto me esté sucediendo. Puede que los años, el medio y los libros me estén radicalizando. El caso es que no puedo dejar pasar que Baricco llame bárbaros a los decadentes. No son tanto. El caso es que la Democracia se me atraganta cada vez más, si entendida como un nido de mediocres y vagos que surfean divertidos hacia la espada enemiga. A mí, que sufrí en carne propia los excesos de un régimen totalitario durante treinta años, que prefiero enloquecer a volver a caer en sus garras… Ya ven, a veces me paro y no sé qué pensar. Entonces me acecha la salida estoica: Nunca digas respecto a nada Lo he perdido, sino Lo he devuelto (Epícteto). Tal vez eso haga cuando tenga que devolver la capacidad de pensar y de escribir. Mientras tanto, cualquier decadente empedernido será mi adversario, porque estará entregando el futuro de mis hijos y de mis posibles nietos, a los bárbaros. Dicho queda.