viernes, 2 de noviembre de 2018

ZALEMA







Amigos, debo cerrar este espacio hasta el próximo año. Como suelo hacer en estas fechas, me retiro para dedicarme a la creación literaria. Pensé hacerlo presentándoos mi último poemario editado: Cum Laude, pero su salida de imprenta se retrasa, y creo que será mejor aplazar la bienvenida hasta enero. (O no. Quién sabe si me anime a salir fugazmente de la cueva cuando lo tenga en mi poder). De momento, me despido como en años anteriores: con parte de lo escrito en el retiro pasado. Se trata del segundo acto del poema que escribí a finales de 2017. Os recuerdo que hace un tiempo escribo poemas largos (alrededor de mil versos) con un hilo narrativo. (En Cum Laude di un volantazo, pero esto… lo dicho: ¿en enero?). Puede que un trozo como el que ahora comparto con vosotros: un décimo extraído de aquel poema-matriz, os genere algún desconcierto de tipo argumental. Espero que no derive en desasosiego. Ojalá os guste. Buen final y comienzo de año.
 


Tal como
la tallaron los gorriones en la amena
verdura, la casa se deshace. El tiempo espita
tu ánimo. Agente, que no paciente en un
espacio sublime, el tiempo, nuevo clavero,
incauta misal, partitura. El violín no
sabe penetrar los lóbulos que la casa
temporal genera, ofrece. Ni luz
ni arroz alcanzan para colmarlos ya… Per-
cusión. Como batán sobre una corambre
ovina, el tiempo (re)percute en
los prístinos altares. Tus padres
no descifran los garabatos que tu cajón
retiene: Tumbo / sueños / ¿capitulaciones? Te
agazapas. En el cuarto proliferan
niveles y bambalinas: Bajo la cama,
el sótano. El desván, tras la ventana que
comunica con la copa del castaño
donde el pájaro-bala entona las
cabañuelas. Los setos, aborregados, no
pueden defender en el jardín las antiguas
posiciones. La casa inflama sus lindes,
encona su núcleo... Fuiste su eje. Finges serlo
aún, mientras te ovillas como una pupa
que preparase su albricia tras un lanoso
gabán. (―Si tengo máscara quiero
también telón, te dices). Hablas solo
y contigo: Con él: Ese otro que desconoce
la familia, que participa el teatro pero
habita el armario, su casamata. Se deja
besar por tus padres que no advierten su
fiebre. Cuarenta. Día y noche. Una
y otra vez lo echas por la puerta. Una
y otra vez filtra por la ventana… La luz
y el arroz ocluyen los capilares de las paredes,
coagulan en sus vénulas, sus cavas. La casa
envara. Sus lóbulos infartan. Sales. La per-
cusión te apremia. El violín desfallece. Sus
bemoles apuran en vano la vieja melodía. Sólo
el ritmo se acompasa con la fiebre. ¡Ritmo!
Tu padre, un poeta, el pobre. Tu madre,
su oportuna contraparte. Los amas, sí, pero
sales. Vagas. La casa allende sus muros,
mero ladrillaje, un accidente entre tu cuarto
y el patio de la escuela. (Entre el patio
de la escuela y las playas del cielo…) La casa,
entrampada en sí misma y vista desde
afuera, parece el Cónclave de la Gerusía
que explica la flor por el fertilizante
El primer paseo te galvaniza. Los imposibles
rompen contra los sueños que surte la
distancia, medida, no en metros, en ganas.
El frío muge. Pero si la compaña también
conspira, aun el páramo, el gamonal,
calientan más que la leña y el sarmiento
simplemente tramitados. Amigos. Todos
buscan la cueva de las huríes y
sin embargo persiguen al lebrato. Hura.
Terminas en casa. (―El brinco
hacia lo umbrío no resuelve la sombra, hijo,
no alivia las contracciones de su preñada
promesa). ―¿Y el ángel? ¿Qué hace?,
te preguntas. ¿Por qué me desampara?. Tu ángel
vacaciona. Se prueba las escamas regaladas
por el dragón, y deja de coquetear
con el humo. Tasa su valor a la baja. Estima
el gravamen que supondrá tu partida. Tal vez
lo intuye excesivo. Los ángeles escamados
no suelen perder el tiempo con descreídos. Y
si lo hacen, dan sus avisos con fuego:
queman… Estás solo. No. El otro dispara
desde el armario. El pájaro amenaza
con encajonarse. Los muñecos chillan.
La tropa telefonea, telefonea… Per-
cusión. La casa apenas te ofrece plata
sobredorada. ¿Buscas oro? No lo sabes.
Puede. El oro no viene dado en la luz /
el arroz / los padres / los abuelos / el violín,
que más que pautar tiempo, parece entibar
espacio. Sales. (―El brinco
hacia lo umbrío…, recuerdas, te repites).
La conspiración bulle. Amigos. Todos
de nuevo tras la cueva de las huríes, dan
sin embargo con el molino en ruinas. Ah.
Vuelves a casa. Entre jugar y Jugar
la diferencia pasma. Entre violín
y trompeta… La ruina pone rostro a la
intemperie. Te agazapas. Bojeas tu cajón. Sitias
tu armario. Bajas la persiana. ¿La ruina
no entra en clausura? Ruina. Y al otro lado
de la imagen: flor. ¿La flor se explica
por el perfume? La per-
cusión no acalla las preguntas, pero influye
las respuestas: Per-fu-me. Per-fu-me… Algo
te dice que abras la ventana. Lo haces.
En la copa del castaño, el pájaro
que canta las cabañuelas lo nota. Y lejos
de embalarse otra vez hacia tu cajón, (sólo
la gracia es irresistible) detiene su
letanía, se marca una zalema. 




sábado, 20 de octubre de 2018

MASA MADRE






Para una elaboración diaria de pan (como en las panaderías) se mantiene el cultivo vivo a temperatura ambiente alimentándolo cada día con una dosis de partes iguales de harina y agua para que la levadura no muera y de esta forma siempre se mantenga con alimento, ya que se trata de una colonia de seres vivos; sin alimento dejan de reproducirse y mueren.

                                                                Wikipedia
                                                  (acerca de la masa madre)
  


El pasado miércoles moderé una charla entre Antonio Gamoneda, José Kozer y el público que nos acompañó en el Café del Teatro Zorrilla de Valladolid. Después de habernos ofrecido el martes una memorable lectura conjunta en la Biblioteca de Castilla y León, también en Valladolid, Antonio y José volvieron a reunirse con nosotros para hablar de poesía. Preparé tres preguntas para ellos, y al formular la segunda, de refilón dije que sus obras son universales. El término universal no se me cayó, ni fui a buscarlo allende con una intención espuria (hay hombres tontos que se apartan de su camino hasta un cuarto de legua para atrapar una palabra deslumbrante, decía Montaigne / quiero creer que no fue el caso); lo pronuncié con ingenua honestidad, inserto en una pregunta que apuntaba en otra dirección; pero aun así, a Antonio le saltaron las alarmas. (Antonio es, creedme, uno de los poetas más generosos y tolerantes que he conocido, porque es, claro está, uno de los más grandes. La grandeza y la generosidad suelen elegir a los mismos espíritus para gustarse en ellos y acomodarse en sus bodegas). Antonio es generoso y tolerante, pero también pudoroso, y por eso posee eficaces alarmas anti-loas: ¡Ojo, demasiado, demasiado!, saltaron las suyas; y, por las mismas razones, con el mismo aviso, también lo hicieron las de José. Entonces Antonio, que encabezó la respuesta, hizo un elegante requiebro ante la pregunta formulada (que tal vez lo habría abocado a un tema espinoso), se centró en el asunto de su supuesta universalidad, y con esa gracia finamente irónica que poseen las personas inteligentes y experimentadas, dijo que sólo se reconoce como el mejor poeta de su barrio, pues es el único que allí vive; y que eso de la universalidad no lo entiende bien, ni siquiera mal; pidiéndome después que me explicara, que lo ilustrara al respecto. Como es lógico, me inhibí de tal cosa. No por pereza o falta de interés, sino porque no quise sustraer tiempo a las intervenciones de los poetas invitados. Sabía que el público estaba allí para escucharlos a ellos, no a mí. Me inhibí entonces, pero ahora… Ah, la universalidad de un poeta no se dirime en el tribunal de su barrio. Y como yo no vivo en el de Antonio… Seguramente escriba un montón de cosas innecesarias para explicar algo obvio, pero os juro que ninguna de las palabras que leeréis a continuación se me habrá caído. 


Para Antonio Gamoneda y José Kozer, celebrando vida y obra, 
tasando el viento que en las velas cabe. (Góngora). 


Según Valéry, el universo es una invención más o menos cómoda. Si lo aceptáramos así, la universalidad que se achaca a hombres u obras humanas no pudiera trascender el mero regalo que nos hacemos algunos seres especialmente imaginativos. Pero, ¿lo aceptamos? ¿Es el universo una invención más o menos cómoda que arrastra consigo lo que se pretende universal? No sabría responder a esta pregunta con mediana solvencia, porque aún no pensé lo bastante en ello, y porque hacerlo me colocaría en los planos metafísico y ontológico, de los cuales huyo siempre que puedo, y huiré ahora con especial convicción. «No sé bien», tendría que contestar. Pero en eso llega y me toma por asalto la experiencia, que tan jodidamente se emperra muchas veces, empecinada en aguarnos las fiestas cerebrales, y que también alivia sus resacas: No sé si el universo será una invención cómoda o no. Sé que hay obras universales. Y no sólo lo sé de la manera que suelen saberse las cosas evidentes, las que no necesitan explicación, sino que creo poder identificar cuáles son estas obras, y explicar por qué calzan en un adjetivo de planta tan pomposa. Digo que existen obras universales, sin duda, (las disfruto y estudio con mucha frecuencia) pero como cargo con la dosis de relativismo que la época impone porque sí, acepto que las obras que son universales para mí, no sean universalmente conocidas y reconocidas como tales. (Comedia he visto yo apedreada en Madrid / que la han laureado en Toledo, Cervantes dixit). Qué se puede hacer, si no, en relación a. Poco… Nada: Cuando calificamos una obra, respondemos personalmente por ello. Punto. Por mí hablo. Sólo de mi voz puedo ser y soy monarca. 

La universalidad no adviene como deus ex machina para adornar una obra y salvarla de la anécdota o la intrascendencia. No se fragua en tomos redundantes, premios, periódicos, críticas regalonas… La universalidad colma el trabajo bien hecho: casi siempre el trabajo de toda una vida, si se ha llevado a término manipulando la sustancia correcta de manera correcta. ¿Y cuáles son esa sustancia, esa manera? 

En la evolución psicológica del hombre han mediado cuatro o cinco ideas primarias. (Imágenes arquetípicas, apuntaría Jung). Quien dice cuatro o cinco, dice diez o doce, ya me entendéis, pero para apoyarnos en lo establecido por frases hechas y refranes consabidos, dejémoslas en cuatro: dos que lo acompañan desde su mismo surgimiento como especie, que lo inquietan desde que vive en estado natural, en la prehistoria; y otras dos que surgieron cuando se hizo sedentario, cuando se avino al estado civil y se enroló en la historia. Pues bien, en mi opinión, y resumiendo mucho, la universalidad de una obra estriba en que la misma atienda a esas ideas primarias (¿atemporales, eviternas?) dándoles la forma necesaria para que hagan escala en el presente, reposten en él, y se carguen de argumentos para seguir su viaje embarcadas en la leyenda. Si un autor se remite a las cuatro grandes inquietudes que son inherentes al hombre, y es capaz, gracias a su talento y honestidad, de hacerlas aterrizar con éxito en su tiempo para que se pringuen en él y puedan in-formarlo de cara al futuro, para mí es, será universal. Una obra universal apunta a la verdad, tan legendaria ella, y la acribilla a mentiras portentosas, (ya os avisé de mi veta relativista) permitiendo que lo siga siendo, que abra juego a los que vienen detrás. Una obra universal recibirá memoria, la incubará, la ensanchará (aquí está el quid de la cuestión) y finalmente la testará, cuando menos, tan potente como la encontró; pero, en cualquier caso, con una capa más de costra actualizada. Siempre imaginé la memoria como una sucesión de capas adherentes e inter-penetrantes, donde la última, que tiene raíces en la primera y en todas las que le anteceden, echa flor y frutece para atraer a las venideras. 

En fin, ideas primarias que exigen una forma siempre renovada para seguir siéndolo. El mejor símil que se me ocurre aquí, alude al panadero frente a la masa madre. Sí, la sustancia potencialmente universal es como la masa madre: infecta y mortal; necesita que cada día se le añada una dosis de partes iguales de harina y agua para que la levadura no muera. La levadura es el bicho desencadenante, por supuesto. La harina y el agua renovadoras deben ser frescas, contener todo el presente posible, y ser añadidas a la vieja masa donde late la memoria del Pan inagotable, no comestible; ese que espera su alimento diario para parir el pan nuevo, el que se come. Se trata de dar con la masa buena y saber renovarla, amasarla. Una obra universal es levantada siempre por un buen “panadero”: Masa madre, tino y buenas manos. Eso es. 

Claro, en la poesía, como en la filosofía, «cuando los reyes construyen, los arrieros no están ociosos». (Croce). Y no sólo están activos los arrieros, que son traviesos, pero resultan los menos repugnantes y nocivos, sino también los rateros y los saltimbanquis… Especialmente en las edades críticas, esas que Eliot llamó alejandrinas por su escasa lozanía creadora, (anda, que la nuestra…) estos últimos personajes abundan hasta la desesperanza. Y es que si se equivocan las ideas primarias, si no se detectan o se ignoran, si no se lee bien cómo entroncan con el tiempo en que trabaja el poeta; o si éste no tiene talento para hacerlas tragar presente y salir de él bien argumentadas, disparadas al futuro con la carga buena; la obra, en el mejor de los casos, interesará a muy pocos por muy poco tiempo. Siguiendo con el símil del panadero, imaginemos que pretenda trabajar sin masa madre. ¿De dónde sacará la sustancia su potencia genitora? O imaginemos que tiene masa madre, pero no sabe qué hacer con ella, y en lugar de añadirle la porción diaria imprescindible de harina y agua frescas, le añade harina vieja, agua putrefacta; o lo que es igual de contraproducente, se dedica a condimentarla. Imaginemos que este mal obrero del pan, trabaja a base de condimentos añadidos a una sustancia que necesita de sí misma para prosperar. Los condimentos (edulcorantes, colorantes, conservantes…) podrán darle un color y un sabor efímeros, podrán garantizar cierto cabrilleo en superficie, pero jamás lograrán que la masa, así bastardeada, conserve su fertilidad. 

En la poesía, como en cualquier otra actividad creadora, la masa madre retiene las claves de la memoria, de la heredad. Es la herencia viva que espera materia afín para seguir respirando, procreando, estimulada por un bicho bien nutrido. Es, quizá, lo que en términos menos graves llamamos tradición. El poeta que se remita a ella, y desde ella sepa plantarse radicalmente en su tiempo, si además posee talento y oficio, tendrá mucho camino andado hacia una obra universal, lo pretenda o no. ¿Pero cómo, si la tradición acota ámbitos formales que incumben a grupos humanos muy concretos y a veces estancos? Pues muy fácil: Sabemos que Antonio (pude decir José, a quien incluyo en lo que sigue, pues ambos, tan distintos en lo anecdótico, son idénticos en lo esencial, que es lo que importa ahora) es el mejor poeta de su barrio (al menos eso ha reconocido), digamos aquí que es el mejor panadero que hay en él, y que además es bueno, muy bueno, que podría ser el “capo” de lo panificable en cualquier sitio. Tiene unas manos prodigiosas, por hábiles y limpias. Además, trabaja a partir de la tradición. ¿Por qué? Porque, para empezar, lo hace con masa madre. Y compra la harina que le añade diariamente en un mísero tendal que hay en su calle, pero es harina fresquísima, molida a partir de las mieses del año. Recoge el agua de un pozo que sus abuelos construyeron en el patio de la casa, pero que conecta directamente con un venaje cercano; es un agua que ha hecho miles de veces el trayecto entre río, estuario y otero manante; entre río, nube y campo de trigo; un agua que contiene toda la memoria del Agua, pero acaba de llegar al pozo ávida de nuevas impresiones. Antonio actualiza su masa madre según manda la tradición: sólo harina y agua, pero además lo hace con harina y agua casi del día; y nunca, nunca utiliza condimentos ajenos al pan que pretende. La masa madre, toda memoria ella, recibe su ración diaria de novedad (digamos novedad): condumio fresco para que la levadura se alimente y la mantenga infecta, viva. De la tradición tomó Antonio la manera de avivar la sustancia generadora, y también la propia sustancia generadora. La dádiva misma, y esa manera de manipularla, ya encierran, en sus potencias más promisorias, todo el presente y el futuro posibles. Entonces comienza el amasado en dirección a su pan. La forma que le da es novísima, y propia, y bella. ¿Por qué? Porque sabe que sólo a través de la forma nueva, el pan transmitirá sin resabios ni complejos la memoria que porta, será comestible. Y porque, sencillamente, es un gran creador, lleva la belleza prendida al alma. Y porque su forma no responde a búsquedas alejadas del pan, sino a un infatigable rebuscar en el pan mismo. Antonio tiene masa madre, sabe alimentarla, sabe amasarla. Esto es: detecta (y atiende a) las cuatro ideas primarias que inquietan al hombre desde siempre, las hace repostar en su tiempo y las ofrece al tiempo-todo con una forma nueva, inconfundible; esa que las dota de enorme adherencia frente a la costra memoriosa, de capacidad penetrante en ella, y propositiva ante las capas que seguirán engrosándola. El pan es suyo, y después de su barrio, y después leonés, y después castellano, y después español, y después hispano, y después mediterráneo; pero probado por un mongol o un mapuche, éstos dirán: Pan. Ah. 

Porque las obras universales se hacen siempre al calor de las ideas primarias, dice Raymond Queneau que toda obra es una Ilíada o una Odisea. Por la misma razón explica Agamben que los escritores se distinguen […] según se inscriban en una de estas dos grandes clases: la parodia y la ficción, Beatriz y Laura. Si tuviera que encuadrar las obras de Antonio y José (para mí universales, sin duda, por todo lo antes escrito) en esos cauces razonados, en ambos casos diría: Odisea / Beatriz. Y esto, que no explicaré ahora para no abusar de vuestra paciencia, ¿importa a alguien? A mí.




miércoles, 17 de octubre de 2018

GAMONEDA Y KOZER: DISTINTO Y JUNTO







Esta tarde nos acompañan para leer algunos de sus poemas, dos grandes autores, canos, pero todavía en pleno trance creativo, que han dedicado su vida a la esmerada manipulación de la palabra escrita (y dicha) en español. Antonio es, simplemente, nuestro gran maestro; no necesita presentación en esta plaza. José, por ahora, sólo por ahora, puede que sí. Seré muy breve, porque él sabrá presentarse con solvencia a sí mismo. Digamos que es un vanguardista ecuménico. Un vanguardista nacido en La Habana, que sin embargo produce poesía anclado en la tradición: una pata en Occidente, otra en el Medio Oriente, y la tercera (que a tales dominios llega) en el Lejano Oriente. Añadamos que, como ha pasado con la obra de Antonio, la de José ha sido muy difundida y reconocida, aunque en España todavía tenga camino por recorrer en ambos sentidos. 

Antonio y José nos mostrarán dos pulsiones poéticas disímiles, ambas de muy alta calidad, que puestas en paralelo activan un vasto abanico formal, a la vez que revelan los extremos más conseguidos de nuestra poesía, sus ápices más sugerentes. Dos primeros oficiales en la botica del idioma, eso son estos autores. Dos primeros oficiales en esa botica donde se trabaja con esencias, anécdotas, fórmulas, probetas, reverberos… pero también dos expertos en la lonja (reglamentaria o no) donde se negocia con dudas, intuiciones, fracasos, hallazgos y hasta milagros; lícitos o ilícitos, oreados en mostradores o recluidos en lámparas maravillosas. Dos expertos (ambos con nombre de santo y oficio de pecador) en busca de una moneda de curso legal que tener bajo la lengua cuando arda la pira, y también de un óbolo tramposamente acuñado, capaz de confundir a Caronte cuando resulte inevitable emprender el penúltimo paseo. Óbolo tramposamente acuñado, digo, y por ello de curso alternativo entre los díscolos sacerdotes, magos y creyentes que integran la inmensa minoría

Y como aquí, ahora, no están en su laboratorio, sino en pleno mercado (fijaos que digo mercado, no mercadeo), como deben ensayar ante nosotros el engaño que urdieron contra Caronte en busca de la eternidad, (eternidad suena excesivo y hasta rimbombante, lo reconozco, pero qué menos se puede pretender con esta ocupación tan poco ávida en otros órdenes) no vienen a endosarnos tediosas formulaciones o redacciones, que, por otra parte, son incapaces de producir; sino a encantarnos con sus poemas. No vienen como expertos boticarios, que también, un poco; sino, y sobre todo, como gerifaltes que son en el comercio poético. Debemos aceptar su juego. Estamos aquí para ser encantados, ¿no? Doy por hecho que vinimos a por verdad poética, no a por discursos prosaicos con aires canónicos. Pues bien, estamos ante dos escépticos impenitentes, que sin embargo son reconocidos en territorio hispanohablante como peritos en encantamiento. Si yo no fuera hoy su pregonero, tal vez por pudor callaría lo que diré enseguida; pero me toca dar el pregón, y no me corto, pues creo que siendo consecuente con mi papel, debo proceder con una subjetividad honrada; y por ello os digo que Antonio y José son dos de los mejores poetas vivos de nuestra lengua; esto es, dos de los mejores taumaturgos a que podemos echar mano, si es que hemos decidido entregarnos por un rato a la magia de la poesía dicha / escuchada. No entregarnos romántica o patéticamente, qué va, no nos equivoquemos, ellos sólo trafican con emociones inteligentes; sino avenirnos al río de la única verdad verosímil, que como dijo otro gran poeta, y por ello buen fingidor, va por cauces de mentiras

Que nos encanten. (Estamos fuera de peligro. Su palabra nunca contagia humedades retozonas: ni baba, ni llanto. Sus luces y sombras son secas. Persuaden por tensas, no por laxas). Que deslicen ante nosotros su versión de la verdad, esa leyenda, a través de la poesía: único vector infalible de lo legendario. Hoy presenciaremos un acto más de la obra de siempre, la siempre actualizada y representada, la que más importa; cataremos la corriente (rápida o tarda, según se tercie) de la mejor imagen poética. ¿Seremos capaces de fluir en el trecho a que nos conviden estos maestros? Seguro que sí. Vienen a encantarnos, insisto… cantándonos. Porque, preguntémonos: ¿qué, si no música y canto, es en última instancia la poesía, tenga la letra que tenga? Estamos ante dos creadores, que son, además, virtuosos de la interpretación. Antonio y José leen sus propios poemas como pocos saben hacerlo. Sus obras son muy diferentes, sus puestas en escena también (de ahí el título Distinto y junto que para esta lectura pedimos prestado a fray Luis), pero ambos son intérpretes con mucho oficio. Claro, como es de suponer, no escucharéis reguetón, lo que no será un problema, ¿a que no? Intuyo que no fue la devoción por Su Majestad El Trasero, la que llenó esta sala. Apuesto a que fue la inclinación, finamente dramática, que sentís hacia la buena música y la buena mentira, o sea, hacia la VERDAD con mayúsculas y bien entonada. 

No podremos pagarles como merecen, lo sé. La Organización no dispone de cabras o gallinas… No os riais: Sófocles debió recibir una cabra, o una gallina y una cesta de higos, no estoy del todo seguro (los entendidos en bio-gratificación no se ponen de acuerdo al respecto), cuando ganó su primer concurso en Atenas con un drama titulado Triptólemo. (Qué disgusto debió llevarse la mujer de Esquilo). ¿O fue con Edipo Rey, que el de Colono pudo merecer y recibir tan jugosa recompensa?... En fin, hoy Antonio y José no contentarán a sus chicas: María Ángeles y Guadalupe (a quienes desde aquí saludo y compadezco), entregándoles un bicho que meter en la cazuela. Sin embargo, de nuevo frotarán su lámpara ante un público entendido, entregado; y con éste, su paso por Pucela, tierra acostumbrada al roce con poetas eminentes (propios, avecindados o en tránsito), lograrán, no lo dudo, que su moneda de curso legal alcance mayor valor en los bazares olímpicos, y que su óbolo alternativo, acaso más zurdo / bizco / muengo… precisamente por serlo, siga perfilando el arte para engañar al Barquero. 

Os dejo con ellos. No tengo aquí monedas, ni legales, ni trucadas. Sólo podré aplaudir las evoluciones de los maestros. Y para hacerlo me aparto, porque, como decía el padre de un amigo, que era un sagaz tratante de ganado: un hombre sin dinero es un bulto sospechoso. A lo que sumo: si carece de miedo escénico y se pasa con el parloteo, ipso facto deviene culpable.


lunes, 1 de octubre de 2018

POESÍA Y MÚSICA




Al parecer, desde siempre supimos que los dioses no nos hacen ni puñetero caso si pretendemos llamar su atención con discursos ordinarios; vamos, que pasan olímpicamente de nosotros cuando nos limitamos a conversar o a in-formar la realidad reduciéndola a meros inventario y relato. Puede que desde siempre sospecháramos que les importamos bien poco, si no nada, y por eso insistiéramos en agitar nuestra flaca humanidad cantando y bailando para ellos. Lo cierto es que si atendemos al testimonio de quienes han contactado con grupos humanos que permanecen en estado natural, o sea, al margen de la historia, convendremos en que esta gente cree sobre-vivir porque baila y canta para sus dioses. En tales grupos el jefe, el sacerdote, el mago, el maestro de ceremonia, el director de escena, el coreógrafo, el poeta, el Kantor y el Director Chori Musici, suelen concurrir en un mismo sujeto: el que posee la imaginación más poderosa y contrastada, el más capacitado interlocutor frente a la divinidad. El nombre-compendio que mejor le viene a este ser polivalente es el de Poeta. Y en esta ocasión me interesa enfatizar que el Poeta no es sólo el clavero del imaginario colectivo, sino también, y necesariamente, el responsable de los asuntos relacionados con la música y la danza en el grupo donde vive y oficia.  

La necesidad de dotar a nuestra pulsión vital más pedestre: la biológica, de una otra forma que mereciera ser conocida y reconocida por los dioses, nos hizo artistas, músicos, bailadores… poetas. No bastó que nuestra respiración, nuestra presión sanguínea, nuestro andar, y hasta nuestro fornicio estuvieran sometidos a un ritmo y un tempo rigurosísimos; no bastó que percibiéramos la realidad bajo el rigor de sus ritmos consonantes, que fuéramos seres intrínsecamente musicales; hizo falta además que lo hiciéramos notar dando forma musical al producto de nuestra imaginación: cantando y bailando cuando pretendiéramos dirigirnos a los dioses para implorar ayuda o clemencia. Si el cazador contaba los accidentes y sus detalles a quienes no habían participado en la partida de caza, el poeta cantaba a los dioses sus plegarias y su gratitud. El cazador podía equivocarse. El poeta no. La imaginación no se equivoca nunca, porque la imaginación no tiene que confrontar una imagen con la realidad objetiva, decía Bachelard.

La poesía y la música fueron uña y carne, carne y uña en el nacimiento del hombre. Y hasta el siglo XIX, que yo sepa, nadie se propuso mutilarlas, enfrentarlas en dirección a un divorcio imposible. Juntas, la poesía y la música llegaron hasta nosotros atravesando vicisitudes matemáticas, geométricas, filosóficas… Juntas, cargaron con la metafísica, el teatro, la mitología, la historia, la teología, la retórica… La poesía y la música fueron hasta hace muy poco, sencillamente, inseparables; sobrevolaron la imaginación y la razón del hombre en sus cumbres más altas. ¿Fue Pitágoras un poeta? ¿Lo fue Heráclito? ¿Lo fue, a su pesar, Platón? ¿Lo fueron Heródoto, Esquilo, Boecio y Ortega…? Sí a todo. ¿Sigue siendo hoy la poesía música y canto? Pues claro, aunque algunos “poetas” novísimos lo ignoren. Qué pena. ¿Serán la reencarnación de la juventud gramaticanda que señalaba Lope? ¿Constituirán la avanzadilla del imago maquinal que nos vocea?

Cada vez con mayor frecuencia, tropiezo con “poemas” pretendidamente a-musicales, anti-musicales, ¿contra-musicales? Y suelo preguntarme entonces: ¿por qué este hombre, o esta mujer, habrá partido su parrafito para generar con ello la ilusión de versos? Si el pasaje hubiera podido resultar correcto, y hasta gracioso, ofrecido en su forma natural, ¿por qué lo habrá tronchado artificiosamente para someterlo a una horma que no le va? Algún motivo que se me escapa (¿se me escapa?), (dejemos al margen la pura ignorancia) empuja a estos “poetas” a presentar sus redacciones en forma de versos. Y lo más triste, lo más peligroso tal vez, es que semejante “innovación” recibe en muchas ocasiones las loas de propios y extraños: legos que no saben tararear una nana, y que pudieran leer el discurso inaugural de un congreso de medicina, como si de un poema se tratara, siempre que así se lo sugiriese un editor con alma de mercader, o un columnista de moda.

Estimados “poetas” (sí, estimados: la mera inclinación hacia la poesía merece estima), no hay vida humana posible si apartada de la música. Ni siquiera pretendiéndolo con el mayor ahínco posible, el hombre puede ir contra natura. Cuando vivimos, somos inevitablemente musicales. Cuando hablamos, hacemos música. Cuando escribimos en prosa, hacemos música. (Hay música en todo, si los hombres quieren oírla: / la tierra es sólo el eco de las esferas. Byron). Pero la poesía, que es canto, es una de las formas más excelsas de concretarla y ofrecerla: una de las formas que sirve para elevar la música, y con ella la imaginación, hasta la cima de lo humano: el lugar donde hacemos gala de la sobrevida y resultamos creadores, donde un poco nos divinizamos. Estimados “poetas”, cuando escribís prosa presentada en “versos”, seguís siendo musicales, por supuesto; sólo que resultáis ridículos: Ni queriendo, podréis apartaros de la música, pero ocurre que la prosa tiene la suya propia, y no puede llevarse a versos sin que el tráfico chirríe. No hay en poesía vanguardia o modernidad que valgan, si no se entiende que ésta es, primero, música; después, música; y por último, muy poco que no sea música. La poesía es canto, no cuento. Ni siquiera la poesía en prosa, o prosa poética, puede limitarse a contar y salir indemne del lance. En poesía, o cantáis o no sois. Da igual lo que cantéis, cómo lo hagáis. Da igual si os hacéis acompañar por una bandurria, una tumbadora o un arpa imaginarios. Insisto, o cantáis o…

¿Pero por qué nos pasa esto? ¿Cuáles son los agentes de la confusión que nos hace llamar poetas a semejantes redactores? Ah, se trata de una historia larga y compleja, creo yo. Ensayaré su resumen para avenirla a este formato. Espero que me perdonéis el trazo grueso.

El intento de racionalizar la música también nos viene de lejos. Ya Pitágoras, en los albores del el siglo V antes de Cristo, descubrió sus fundamentos matemáticos. En esa línea trabajaron después muchos hombres sabios, como Boecio y Guido de Arezzo, por ejemplo. Durante el siglo XIII, la llamada Escuela de Notre Dame en Paris, fijó la notación musical casi como ha llegado a nuestros días. A partir de ese momento, los intentos de llevar la música (reducirla quizás) a esquemas donde la estructura matemática preponderara sobre la mera expresión, se suceden con frecuencia. La música no sólo se compone y se interpreta, también se escribe y se lee. Puede trasmitirse a través de la vista, no sólo del oído: ese sentido tan perturbador y poco fiable. La música monódica, que se sostiene en pie hasta el Bajo Medioevo, cede paulatinamente ante la polifónica, que desde la aparición de los contrapuntistas flamencos en el XV, hasta el último Bach en el XVIII, obtiene logros insuperables en armonía. Y así llegamos a los compositores dodecafónicos del XX, que tomando tales premisas como excusa, convierten la música en algo ajeno al público, en materia gremial: ¿pura razón vertida en notas musicales?

A pesar de todos estos avatares filo-lógicos, la música occidental, que renace en el Medioevo a partir de lo conservado del período tardo clásico, jamás se separa radicalmente del canto hasta el siglo XVIII, y raras veces da la espalda a la danza hasta superada la misma fecha. La música cantada, que persevera desde la prehistoria hasta el cristianismo (liturgias católica, ortodoxa, luterana…) mantiene su fuerza hasta la fecha antedicha, como también lo hace la música que se danza. ¿Qué son la Allemande, la Sarabanda, la Giga, la Ciaccona, la Polonaise… sino danzas más o menos populares que asume como propias la música elaborada? Una parte de la música de Vivaldi fue bailable. También lo fue parte de la de Bach… Es en el XVIII cuando la música se hace cada vez más abstracta y se escinde progresivamente del canto y la danza, respondiendo a lo que algunos ven como el paso de una mentalidad cualitativa a otra cuantitativa, el salto definitivo de la Edad Media a la Moderna. Pero aun en este proceso de abstracción creciente, la música toma de la poesía importantes recursos. Ante las nuevas perspectivas que abrió la notación musical, los más grandes compositores dirigieron la mirada a la retórica, por ejemplo. Mirad cómo lo dice Daniel Basomba:                          

De hecho, la repetición es el recurso generador de forma por excelencia. La repetición del tema o del sujeto configuran el tejido de las formas contrapuntísticas y, en especial, de la fuga. Tal y como define Gallo, la repetitio es el color musical que consiste en la reexposición de un motivo musical ya precedentemente expuesto y no es sino una traslación del color retórico que consiste en la reposición sistemática de la misma palabra, frase o verso. El oído obtiene placer al reconocer lo que le era ya conocido. Así, en un sentido general, parece innegable la relación entre forma musical y discurso retórico. También, a gran escala, la división en partes de la sonata con su exposición, desarrollo y reexposición; o de la fuga, con su exposición, modulaciones del sujeto-respuesta, divertimentos, strettos y coda final, responden a un programa de lógica retórica basado en principios de desarrollo, repetición, concentración temática y conclusión…

La poesía, que había tomado de la música su propio ser, le estaba prestando a ésta algunos de sus recursos formales en un momento crucial. Crucial, porque el aparente (subrayo aparente) distanciamiento entre música y poesía, generaba entonces las bases de lo que hoy podemos reconocer como el intento de producir una música no poética, una poesía no musical. Y detrás de esto (nada es del todo fortuito en el Universo) operaba un proceso, que nacido en el Bajo Medioevo, se colmó en pleno apogeo luterano. Fue el puritanismo protestante lo que empujó a los compositores, primero a los alemanes, luego a los ingleses y a casi todos los del centro y norte de Europa, contra el papismo musical (tan teatral, tan operístico); esto es, al entendimiento de la música como un ejercicio de compromiso sagrado con Dios, muy por encima de cualquier compromiso vulgar con el público.

Pero el puritanismo luterano no sólo obraba en la música abstrayéndola cada vez más, y por ello separándola del canto y de la danza, tan terrenales y corporales ellos; su obsesión por el trabajo, la disciplina, el esfuerzo, el deber, el orden, la justicia, la gravedad y la seriedad, preparaban el terreno para que la ciencia experimental, apoyada en un empirismo integrista, se liara con la insipiente economía de mercado en pos de la nueva Episteme, todavía la nuestra: la Tecnología. Y aquí aparece otra vez la madre del cordero: A la música hecha para el homo tecnológico (¿una simple techne?), que se aparta del encantamiento poético en busca de fenómenos racionales y tangibles, ¿acaso no corresponde una poesía cada vez menos comprometida con la propia música? El siglo XIX, con su escala en el idealismo y el romanticismo, propició un impasse retardante en este sentido, pero, ¿y el XX…? En el XX se dieron las condiciones propicias para que poetas y músicos ahondaran en el cisma. Y en esas andamos. Sospecho.

Aun así, y como dice una conocida frase popular: lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible. Ni los más anglosajones entre los poetas anglosajones, ni los más anglosajones, ay, entre los poetas latinos, pueden escribir poesía sin cantar, sin hacer música, quiero decir, sin hacer música-música. Quienes escribís prosa en falsos versos, estimados “poetas” (con lo digno que pudiera quedaros el asunto en forma de teletipo o ensayo, según el caso), viváis en Boston o en Santiago de Chile, simplemente no entendéis nada de este negocio, y por eso (qué casualidad) sois los mismos que renegáis alegremente de la imagen, de la retórica (en el más inexacto sentido del término), de la metáfora… Repito: no tenéis ni idea de por qué rompéis vuestros párrafos para presentarlos en forma de versos, porque no sois cantores, porque tenéis alma de periodista o de cuentacuentos. Cuando os asomáis a la poesía, se os hace de noche. La poesía os queda como el manto de un gigante / sobre un ladrón enano. 



domingo, 9 de septiembre de 2018

ARAQUETEARA, MALIKIAN




                                                        Fotografía de Begoña Rivas publicada en El País




Un titular astuto (aunque gramaticalmente mejorable) me llevó a leer en El País la entrevista que hizo Álvaro Corazón a Ara Malikian: Si Mozart hubiera nacido ahora sería músico de rock, rezaba aquello. «¿Cómo…?», me pregunté enseguida. Debí suponer que encontraría lo que encontré, y aun así…

Algo me alejó siempre de los conciertos de Malikian. Mi chica me tentó un par de veces a, y me hice el loco. Ella lo sabe, pero es una bendita, creo que me ha perdonado. Y mira que me gusta complacerla. Y mira que ese hombre luce una sonrisa amable. Y mira que puede ejecutar ¿cuántas?, ¿ocho, diez, doce… quince notas por segundo? Sin embargo, su música no me atrae, incluso me fatiga, me aburre. Ni siquiera la aprecio grabada. Mucho menos intervenida por su forma de presentarla en el escenario. Claro, he visto algunos de sus vídeos. Cómo si no…

Este violinista se nos presenta como una versión oriental del hombre Pan-dionisíaco. Quiero decir: el hombre que vive un perenne jolgorio (Dionisos) en estado natural (Pan). Raro. (Según cuenta él mismo, su base musical no puede ser más apolínea: tiene una amplia formación clásica, léase alemana, puede que también semita, pero en el fondo alemana). Raro, sí, ma non tropo. Porque lo que hace Malikian, es lo que debe hacer cualquiera que pretenda hoy, en primera instancia y por encima de todo, acercarse al gran público tocando el violín como solista. ¿Cuántos conocen, fuera de los circuitos de la música clásica, por ejemplo, a Hilary Hahn; o a Vanesa Mae, que no es precisamente el summum de la ortodoxia? Pregunto más: ¿Cuántos conocen a Anne Sophie Mutter, o a Itzhak Perlman? Y más aún: ¿Cuántos conocen a Samuel Yervinyan, que va en la onda del propio Malikian, si se compara con lo que se conoce a éste último? Pocos, ya os lo digo. Y es que Malikian combina un virtuosismo leve (no por escaso, sino por sobreabundante, poco grave, ligero) con una imagen de iconoclasta empedernido que hace mucha gracia al homus demócrata.       

Se trata de mover emociones primarias, no inteligentes; emociones fáciles de parir y criar, que sean comunes al ingeniero, el toxicómano y el sindicalista. Emociones parecidas a las que se experimentan si se asiste a un concierto de rock, o a una carrera de cien metros planos. Entonces aparece este hombre con ese pelo, esa barba, esos tatuajes, esa ropa… y también esos movimientos exagerados, no siempre bien acompasados con la música (que para bailar hace falta una gracia muy específica), y como si de un deportista de alto nivel se tratara, ejecuta sus piruetas, auditivas y visuales, de manera tal que el ingeniero, el toxicómano y el sindicalista se fundan en un aplauso consentidor, romántico. Romántico por descontrolado y excesivo, por patético… ¿Y por erótico? Quién sabe. Puede que Malikian erotice a los espíritus menos sosegados; esos que ventilan en partidos de fútbol, “botellones” (maratones callejeros donde se consume alcohol, apunto, para los que no estén familiarizados con el lenguaje español en boga) o mítines incendiarios.

La referida entrevista está llena de perlas malikianas. Voy a detenerme en tres, aunque sin obligarme a reproducirlas literalmente:

1. En la música todo es expresión, emoción. / Me encanta Bach.
Bueno, todos estamos llenos de contradicciones. Muy en especial lo están, gracias a Dios, los artistas. Pero coño, ésta es tan grosera, que no puede pasar desapercibida. Vamos, que no cuela. A ver, ¿cómo alguien que se declara amante de Bach, puede decir que en la música todo es expresión, emoción? Como si la idea o el tema, el proyecto, la estructura, el cálculo, la geometría, no formaran parte esencial en la obra del gran maestro alemán. Es como si alguien se declarase fan de Rowan Atkinson (Míster Bean), y a reglón seguido dijese que repudia las interpretaciones con marcado acento histriónico. Bach representa el perfecto equilibrio ratio-sensus. Es decir, su obra es la magnífica resultante de combinar, con talento y maestría: estructura y expresión, orden y elocuencia, cálculo y magia. Bach es criticado por algunos músicos y melómanos, precisamente, por no ser expresionista. Sobre todo parte de sus últimas obras: Las variaciones Goldberg, La ofrenda musical y El arte de la fuga, por ejemplo, están consideradas por muchos (no por mí, quede claro) como música para el ojo, o lo que es o lo mismo: música para ser admirada en la partitura por una minoría de entendidos, no para ser interpretada ante un público ignorante cargado de emotividad. Ese Bach postrero, fue canonizado por los músicos dodecafónicos, en plena cruzada contra el romanticismo, justo por matemático y frío. ¿Cómo puede Malikian exponer esta contradicción de manera tan frívola? Al parecer, a este hombre le gustan igualmente el pan, el chocolate y las especias. Su música es especiada, puede que tenga un toque achocolatado, ¿pero pan? En fin, si ama a Bach, que es ante todo pan, ¿por qué no amasa, en lugar de centrarse en los condimentos?

2. Cuando compongo sólo pienso en el escenario / No me interesa la crítica, sólo la opinión del público.
¿Compositor? Ay, Dios mío, como si no supiéramos los creadores, quienes lo reconocemos abiertamente, y quienes no lo hacen, que cuando más se respeta al público, cuando más se le tiene en cuenta, es cuando se le obvia (pude decir se le huye) en el trance de la creación. No seamos flojos y permisivos con nosotros mismos. A la postre, quien se miente, miente; quien se engaña, engaña. Claro, si lo que se busca es el aplauso de todos o casi todos ya mismo… una chilena concluida en gol, en una final de La Copa del Mundo de Fútbol, ese es el camino. Hace poco leí en Julián Marías: Cada uno de nosotros, allá en el fondo de su alma, sabe quién es. ¿No lo va a saber Malikian? Lo dudo. Lo sabe, seguro. ¿Y acaso es aquello que un público poco dado a la música elaborada, no educado para apreciarla a fondo, quiere que sea? Puede. Allá él. En tal caso, espero que no le extrañe que lo repugnemos, quienes, como yo, buscamos en el arte y los artistas, no un reflejo exacto de nuestro yo más constreñido, sino una proyección de nuestro yo inflamado, imaginante e imaginado hasta lo inalcanzable. Aquí termino con Pound, ese poeta tan democráticamente antidemócrata: La chusma se siente halagada cuando se le dice que su importancia es tan grande, que el solaz de los hombres solitarios, y la más señorial de las artes, fue creada para su esparcimiento. Si donde dice la chusma, me dejasen poner el hombre-masa, lo firmaría sin cautela alguna. Vaya pan tan especiado el de Pound, ese poeta loco, dissonante, ad libitum; y, sin embargo, siempre obbligato. Escucha, Malikian, escucha.

3. Si hay tanta gente aficionada al reguetón, algo tendrá. / Estoy grabando un reguetón:
Sin comentarios.
  
Coda:
No amo especialmente la música de Haydn, ni la de Mozart. Pero suponer que este último hubiese tirado al rock si nacido en el Salzburgo actual, no deja de ser llamativo. En fin, como todo vale cuando de hacerse el gracioso se trata, digo yo que a un Mozart postmoderno, lo imagino componiendo canciones armenias (otomanas) para el violín de Malikian. ¿Qué os parece?

Codetta:
Por cierto, y para resultar definitivamente pedante a los infalibles oídos democráticos de los admiradores de Malikian (no lo disfruto, pero tampoco lo evito si hace falta), añado:

Decía el titular:
Si Mozart hubiera nacido ahora sería músico de rock.

Estas opciones me parecen mejores:
Si Mozart hubiera nacido en esta época, sería músico de rock.
Si Mozart hubiera nacido en esta época, hubiera sido músico de rock.
Si Mozart naciera ahora, fuera músico de rock.
Si Mozart naciera ahora, sería músico de rock.

¿Ves, Malikian? Ni en los titulares periodísticos, la aceptación de una frase por la mayoría implica excelencia. Y tú detrás del aplauso mayoritario: araqueteara en pleno pantano; con dedos de platino que evaporan peuvecé sobre diapasón y arco.  


Aquí el enlace para leer la citada entrevista:

https://www.jotdown.es/2018/09/ara-malikian-si-mozart-hubiera-nacido-ahora-seria-musico-de-rock/


martes, 24 de julio de 2018

UN PLIEGUE EN LA CONVULSA FIEBRE DE LA VIDA






En este verano tan raro (lo es al menos aquí, en el sureste del cuadrante noroeste), tan raro que ni el huerto consuela lo bastante (pobre, no puede tramitar tanta agua endemoniada) y las tardes se someten a las tormentas con demasiada mansedumbre; en estos días, digo, apenas tengo ganas de escribir. Leo. Leo. Leo… En las entrelineas del verano y de los libros, persigo indicios para el trabajo de fin de año, mientras pienso en un gran amigo que está despidiendo a su madre, un poco mía también.

Por eso no estoy muy activo en este formato. Hoy me lo han dicho. Más bien me han preguntado: «¿Qué pasa, por qué tanto silencio?»

Me asomo brevemente para saludaros, con el sexto acto del poema que escribí a finales de 2016: una metáfora alrededor de la existencia humana, hilada con tres cabos: una vida concreta, un poema y un río. Tres cabos que fluyen (¿anudarán?) al unísono con afán pitagórico: pretenden enlazar el principio con el fin. Casi nada… El acto que os presento sucede en la zona media del camino que traza y recorre lo que podríamos llamar, con Shakespeare, la convulsa fiebre de la vida. Es el que me apetece compartir ahora.
  

VI

Caen el cordero, el caballo. Caes…
La trampa ingeniera se consuma en el embalse.
Un paredón. Sus compuertas abiertas. Y
este ruido, como de moscones (millones de)
que se arremolinaran contra un celaje
cementoso, antes de penetrar, embudados,
su aparente espinilla: el agujero negro. Ruido.
Espuma. Nada, para los ojos meridianos. Nada,
para los satélites, incapaces de orbitarte
en la picada marabunta. Ceguera. Ni barca
ni remos. Dios guarda la tralla y pota
al vacío. La caída, vertiginosa, dura
sin embargo lo que tardarías en dejar atrás
mil puentes mansos. No sólo duele: mata.
Llegarás abajo, otro. Y mientras caes, mientras
mutas anestesiado, invidente, (llámalo
resurrección si quieres regalarte los oídos)
imaginas otra oportunidad de puros
río y paisaje: ―Señor,
enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato… Caes.
Los moscones zumban. Su tónico maremagno
mengua tus sentidos. La saetera de la memoria
vibra cuando los ojos yerran. ―Ah,
el trallazo paterno / el tremedal / la risotada
del picudo que cubre a la silbante víbora /
la primera curva / el primer palenque / el palacio
con su pata-palo / la cuerda / la playa / el rodal /
el estro de las flores; incluso la trucha brincando
hacia la muerte… La memoria filtra
su imaginario. Filtrado lo proyecta, una y otra vez,
sobre la tachada partitura de las chimeneas.
                                                           Tú cayendo…
La artificiosa torrentera
que enciende las bombillas del Éxodo,
puede que apague en ti, Uno, todo lo que sobra en
Unodenosotros. Con suerte rechazarás
el aeroplano, y verás caer las lágrimas
de los ángeles mientras braceas, o, sin más,
te dejas llevar por la corriente
sobre una balsa… Sueñas. Memorizas y
sueñas. Pero en realidad caes. Te deshaces
paredón abajo, en medio de un chorro que suena
como si una millonada de moscones urgidos
pagara el precio de su multitud. Caes.
¿Adónde? (Nunca antes lo hiciste: flotaste /
nadaste / remaste.) No sabes. La vertical, tocada
por el cielo, anclada en… El horcón, el horcón
del palafito hincado en el río. Con qué
firmeza penetraba la pez, (llanto del alerce:
trementina que obtura los sumideros
del cauce) para llegar ¿adónde? El río
tiene bajos. Brota de aguas subterráneas. La caída
no puede ser innúmera. Rebotarás, seguro,
o calarás la apretada negrura hasta volverte
fósil (tizne de falena u olmo) y renacer en pasto
para manatíes. Rebotar o penetrar, pero dejar de
caer en el enorme caño. Acaso enrolarte,
por qué no, en una corriente renovada, resuelta
en cordial perspectiva; que incluya, por qué no,
riberas temperadas, con playas y rodales
donde la trucha boquee bajo una luz asaz
para platear su lomo, medir su cuerpo, su tiempo,
su sino, (todo animal es un fin en sí mismo) y
deje de intimidarte… Llegarás, mas el
aguaje vertical parece eterno. Por momentos
crees saldar algunas deudas. ¿Acaso debes
pagar al río, al paseo, al poema; tu fascinación
por el ingenio pontificio? ¿Acaso debes
pagar a la pata-palo de aquel palacio primero,
tu pronta partida? ¿Acaso el sauce te cobra
su rama: la flauta que tiraste para cantar
el humo de las chimeneas? ¿Acaso
debes redimir los pecados de tu estirpe,
que cometiste y gozaste, Unodenosotros,
en obra y sueño? ―Ah, haber imaginado
sobrevolar el río, lejos de la pez y la trucha;
seco, bien vestido, con la visión total
de su curso, barriendo de tus lunetas
las lágrimas de los ángeles, para que vertieran
amargura en cauces otros. ¿Acaso debes
pagar tu impulso, entre dócil y tropero?
…La respuesta a todas tus preguntas,
el impacto. La chorrera te expulsa
finalmente. Poco a poco recobras
los sentidos: torbellino / fango / noche /
luces. Luces que alfombran, escalan y
coronan las colinas. Luces. Luces. Demasiadas
tal vez para alguien que sale de un apagón
perceptivo, sin una sola respuesta para
consolarse… Miras atrás: Nada. La enorme
pared que bajaste, desaparece. Luces y
más luces para decorar la noche que madura;
para competir con el dosel astral que sólo techa
los ríos párvulos. ―¿Y la barragana del cielo?
El coro de luces la apabulla. Bombillas nutridas
por el vómito de Dios, tan brillantes y
biliares… tan cándidas como potrancas
que fuesen al matadero trotando,
con las crines perfumadas.


lunes, 28 de mayo de 2018

CUIDADO, PROTEO, QUE TE DISPARAN





Hace unos días alguien me increpó porque (según dijo) estoy cambiando demasiado para su gusto. No se refería, quede claro, a las arrugas, las canas, los juanetes o las lorzas. La amonestación aludía a cambios ¿más graves? Y no llegó subida, sin más, a la lengua alegre del increpante. No surgió de una simple percepción suya de magnitudes o signos físicos. Surgió de otro sitio: quizás de la caverna donde apenas una vela da curso a la sombra, a través de los ojos de quien, cómodamente instalado en su fondo, mira, remira, y vea lo que vea, increpa.

Pero, ¿estoy cambiando? ¡Sí, lo hago!

Mi padre, que como es lógico tuvo que improvisar con sus tres hijos, por desconocer un arte para el que no existe posible manual o vademécum; cuando éramos adolescentes nos instaba a conseguir una ética, una moral, una vestimenta, un corte de pelo y hasta una firma que confluyeran para esculpir en piedra una personalidad redonda, propia, inmutable. Cualquier gesto que insinuara verruga en aquella esfera ideal, que se suponía debíamos tener cincelada y pulida a los quince años, cualquiera, insisto, por pequeño o liviano que fuese, le parecía una peligrosa excentricidad: ―Quienes se cambian el peinado con frecuencia, decía, o quienes se cambian el corte del bigote día sí y día no, buscándose con afán ante el espejo, demuestran que no están seguros de sí mismos, que andan perdidos tras su sombra. Yo tenía quince, él cuarenta. Qué joven era. Qué joven es. (―Viejo, ¡qué jóvenes sois los muertos!)… El caso es que nunca asimilé aquella máxima del bueno de mi padre. Al menos nunca la asimilé lo bastante como para pretender concluirme tan temprano a golpe de seguridades pétreas. De la adolescencia conservo… No sé, puede que la firma (vaya suerte que tienen los grafólogos forenses, río…) y los amores, algunos amores importantes. (―Viejo, todavía te amo, ya ves, a pesar de ser ese otro que no llegaste a conocer, ¿especialmente por serlo?). Ay, de aquella época, qué buenos amigos tengo…

En fin, cambio. Y no sólo cambio porque me dejo llevar, qué va. La verdad es que huyo de mí. (…huye, que sólo aquel que huye escapa. Fray Luis). Huyo de ese yo-carcelero que puja por definirme y acotarme: por reducirme a un escueto molde. Huyo aferrado a una sola cosa: el amor; que también cambia, claro (no es una invariante, ¿algo lo es?), pero que intento meter siempre entre los factores de mi fórmula, a la izquierda del ondulante signo de aproximación que prologa el resultado inexacto, tercamente provisional.

Cada persona que conozco y trato a fondo, cada experiencia que vivo, cada obra de arte que veo o escucho, cada libro que leo, me cambian. ¿Qué sentido y qué interés tendría lo contrario? No es que los potentes estímulos que me circundan actúen barriendo mi personalidad, no, es que según sea su signo, pueden llegar a nombrar dictador eventual a uno u otro entre los integrantes de mi íntima asamblea, modificando por un tiempo equis, la dominante psíquica de esta última. Tengo un libro inédito (Los colores de Psique) donde abordo esto. Somos la mezcla inestable de un montón de sujetos psicológicos, en la que, con un poco de suerte, se suceden constantes cambios, y con otro poco, nunca queda fuera de juego el amante. ¿Acaso puedo ser el mismo, cuando en mi convención psicológica manda el poeta, y cuando lo hace, digamos, el juez? No.

Hay continuos cambios de liderazgo en mi parlamento interno, pero también el parlamento en su total complejidad se mueve, porque algunas de sus unidades van perdiendo fuerza, mientras que otras la van ganando. No se producen y atienden iguales reglas en un hemiciclo donde, por ejemplo, el vividor está siempre somnoliento, y en otro donde ese liante opera, como se dice en mi tierra: suelto y sin vacunar. Cuando un grupo de asamblearios decae en favor de otro que puja, la asamblea no sólo rota con relación a su eje, batiendo a sus integrantes, también se traslada con relación a las almas y los espíritus ajenos. Esos movimientos más bruscos, que son los más llamativos, en mí responden casi siempre a experiencias vitales e intelectuales de cierta intensidad.

A ver, ¿para qué sirve un libro, si no cambia al lector en algún sentido? Para entretenerlo, sólo para eso. Y no está mal, claro que no, pero los grandes libros no se limitan a entretener; entretienen y además penetran el cónclave psíquico del lector como un tornado, tumbando a quienes, por pereza o por miedo, contestan la metamorfosis en ciernes. Sólo leo ese tipo de libros, y cada vez que termino uno, siento que salgo de mí (la felicidad es estar fuera de sí, Erasmo) para regresar después a otro más complejo, ¿más pleno? Lo mismo me pasa cuando veo una gran obra de arte, y, sobre todo, cuando trato a una persona con aptitudes notables: a mí me hacen cambiar especialmente los inteligentes, los talentosos y los benévolos, pero también los hijos de puta, que me adiestran para sortear el dolor, y para aguantar el que resulte inevitable.

La vida es (o debía ser) un continuo prepararse para su final. ¿Y cómo podríamos ir preparándonos en tal sentido, si nos aferramos a los patrones de comportamiento que adquirimos en sus albores? ¿Cómo podríamos vivir sin fluctuar en la corriente, sin rotar y trasladarnos para acomodar nuestro propio mejunje psíquico a los avatares del tiempo: de ese pequeño segmento de tiempo, quiero decir, en que nuestro continente biológico hospeda a su proteica inquilina? ¿Cómo vivir petrificados frente al tentador vilo? No, me niego al inmovilismo. Planifico mi coherencia (¿la planifico?) desde la vida misma: Cambio, claro que cambio. Cambio porque vivo. Y cambiaré mientras vaya, como diría Juan Ramón: solo y otro al amor grande: / a la obra, al desnudo y a la muerte.

Cambio, cambio, cambio… Tanto, que si no me equivoco, ya no soy el mismo que comenzó a escribir esta nota. Quien se alarme por ello, no debió leerla. Lo siento.